Dondequiera que han conquistado el poder mediático, la televisión y su galardonado compinche, el televisor, han transformado monstruosamente la percepción colectiva de la realidad –nuestra realidad-, y han predeterminado igualmente el modo en que interactuamos hombres y mujeres de todas las edades. Hoy resulta muy complicado distinguir entre realidad y ficción: el “reality show” ha inhibido nuestra capacidad de discernimiento. Así que, a medida que se extiende el predominio de la televisión, se multiplica a este tenor la idiotez y la mentira.
Shakespeare alguna vez observó que el oro podía volver lo negro, blanco; lo viejo, joven; lo feo, hermoso; lo cobarde, gallardo; lo profano, sagrado; lo falso, verdadero. ¿Acaso la televisión no tiene esa misma facultad? El mundo visto a través de un televisor enmascara con un halo de nobleza la fealdad, la mezquindad, la vulgaridad, la falsedad. Convierte al gusano en prohombre, al mediocre en triunfador, al bruto en superhombre (y no precisamente en la acepción nietzscheana).
La televisión glorifica y engrandece, nomás que al revés: enaltece la falta de escrúpulos, premia la impudicia, recompensa la ridiculez y la ignominia. De modo tal, que cuando se juntan el oro y su alcahuete contemporáneo, la televisión, reproducen hasta el hastío la mentira y recrean un mundo patas arriba, un mundo al que Chabelo suele llamar –aunque quizá con un significado diferente- el reino del revés (para que no quede duda de que un servidor también escribe esto en calidad de víctima).
Uno como televidente no ve a través del televisor su “reality show” de preferencia: la propia teleaudiencia forma parte de la puesta en escena. Uno no mira el televisor; la televisión lo vigila a uno. Con su inagotable programación, la televisión se ha vuelto un administrador de nuestro tiempo, un regente omnipotente del estado anímico propio, un representante fiel de las aspiraciones personales, un espléndido dador de emociones dulces y gratificantes. “!Oh, tú, piadoso cajón de sueños que ensalzas el sentimentalismo pequeño burgués y estupidizas al genio potencial, haz de mi un esclavo más de tu omnipresente autoridad!”, claman las voces de hombres y mujeres posmodernos, vehementemente deseosos de formar parte del show.
Es posible que de aquí provengan las expresiones “in” y “out” que con tanta recurrencia emplean los jóvenes en la actualidad. Si se cuenta con las cualidades físicas y lingüísticas necesarias para ser exitoso en televisión, se dice que uno esta “in”. Si la persona poco o nada se parece a la imagen culturalmente deseable que la televisión promueve y divulga, se le califica como un espécimen anormal, digno de recelo y sospecha, y como tal, se dice que esta “out”.
El imperio de la televisión: ay de aquel que no acate sus mandatos. ¿Que es verdadero y que falso; que es real y que ficticio? Pregúntele a su televisor mi estimado lector. Es el quien responde esta clase de preguntas en nuestros tiempos.
Shakespeare alguna vez observó que el oro podía volver lo negro, blanco; lo viejo, joven; lo feo, hermoso; lo cobarde, gallardo; lo profano, sagrado; lo falso, verdadero. ¿Acaso la televisión no tiene esa misma facultad? El mundo visto a través de un televisor enmascara con un halo de nobleza la fealdad, la mezquindad, la vulgaridad, la falsedad. Convierte al gusano en prohombre, al mediocre en triunfador, al bruto en superhombre (y no precisamente en la acepción nietzscheana).
La televisión glorifica y engrandece, nomás que al revés: enaltece la falta de escrúpulos, premia la impudicia, recompensa la ridiculez y la ignominia. De modo tal, que cuando se juntan el oro y su alcahuete contemporáneo, la televisión, reproducen hasta el hastío la mentira y recrean un mundo patas arriba, un mundo al que Chabelo suele llamar –aunque quizá con un significado diferente- el reino del revés (para que no quede duda de que un servidor también escribe esto en calidad de víctima).
Uno como televidente no ve a través del televisor su “reality show” de preferencia: la propia teleaudiencia forma parte de la puesta en escena. Uno no mira el televisor; la televisión lo vigila a uno. Con su inagotable programación, la televisión se ha vuelto un administrador de nuestro tiempo, un regente omnipotente del estado anímico propio, un representante fiel de las aspiraciones personales, un espléndido dador de emociones dulces y gratificantes. “!Oh, tú, piadoso cajón de sueños que ensalzas el sentimentalismo pequeño burgués y estupidizas al genio potencial, haz de mi un esclavo más de tu omnipresente autoridad!”, claman las voces de hombres y mujeres posmodernos, vehementemente deseosos de formar parte del show.
Es posible que de aquí provengan las expresiones “in” y “out” que con tanta recurrencia emplean los jóvenes en la actualidad. Si se cuenta con las cualidades físicas y lingüísticas necesarias para ser exitoso en televisión, se dice que uno esta “in”. Si la persona poco o nada se parece a la imagen culturalmente deseable que la televisión promueve y divulga, se le califica como un espécimen anormal, digno de recelo y sospecha, y como tal, se dice que esta “out”.
El imperio de la televisión: ay de aquel que no acate sus mandatos. ¿Que es verdadero y que falso; que es real y que ficticio? Pregúntele a su televisor mi estimado lector. Es el quien responde esta clase de preguntas en nuestros tiempos.
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