Hace
ya más de medio siglo, en el balneario uruguayo de Punta del Este,
se celebró la Octava Reunión de Consulta de la Organización de
Estado Americanos (OEA). Su objetivo no era otro que expulsar a Cuba
de la organización, poco después de que Fidel Castro había
declarado al marxismo-leninismo como la ideología de la revolución
cubana. A pesar de las abstenciones de Chile y Ecuador y los votos en
contra de México, Brasil y Cuba, los designios del imperio se
consumaron.
La
oposición, encabezada por la delegación mexicana, intentó salvar
las formas señalando que para expulsar a un miembro la OEA era
necesario modificar la Carta de la propia organización, pero sobra
decir que dicho argumento no prosperó. La Guerra Fría estaba en su
apogeo y el desafío lanzado por la revolución cubana era
simplemente intolerable para los EE. UU. Y si bien México adoptó
una posición ambigua -enarbolando la tesis de la incompatibilidad
del marxismo–leninismo con los principios de la OEA, buscando que
fuera la delegación cubana la que se separara para evitar la
expulsión- al final fue el único país del continente que mantuvo
relaciones diplomáticas con la isla.
Las
presiones contra semejante actitud no vinieron solo desde Washington
sino también desde el interior; tanto los grandes empresarios como
la jerarquía católica presionaron al gobierno de López Mateos para
alinearse a la política imperial aduciendo el principio de la
propiedad privada, amenazada por la postura de Castro. Las relaciones
entre banqueros, industriales y comerciantes con el presidente no
eran buenas y las presiones fueron públicas, sobre todo porque poca
antes de la reunión en Punta del Este, López Mateos había
declarado a su gobierno como “de extrema izquierda dentro de la
Constitución” Si a esto agregamos los conflictos suscitados por la
publicación de los libros de texto gratuitos para la educación
básica y la debilidad de la economía mexicana por el crecimiento
mínimo (1% del PIB) y la baja inversión extranjera, la postura de
la delegación mexicana se sostuvo gracias a su tradición
diplomática.
En
estos días, en medio de las maniobras de la OEA para expulsar a
Venezuela casi con los mismos argumentos que se utilizaron con Cuba
en enero de 1962, no se puede dejar de comparar el enorme deterioro
de la autonomía relativa de la diplomacia mexicana. Si en Punta del
Este la delegación mexicana encabezaba la postura contraria a la de
los EE.UU. hoy simplemente se ha incorporado con evidente
protagonismo para cumplir sin ambages con los intereses yanquis. La
Guerra Fría ha terminado y sin embargo la OEA sigue cumpliendo
fielmente con los objetivos para la que fue diseñada: servir de
punta de lanza para mantener el dominio imperial, sometiendo a los
países de la región a sus designios.
Las
agresiones verbales y la persecución y estigmatización de los
migrantes mexicanos gracias al neofascismo encabezado por Trump
facilitarían mucho más que en 1962 una postura más autónoma del
gobierno mexicano frente al caso de Venezuela, que incluso le darían
a Peña la posibilidad de mejorar su pésima imagen. Empero, los
hechos confirman lo contrario, dejando muy claro que los tiempos han
cambiado. Un gobierno postrado y sin apoyo popular prefiere jugar a
la segura, a pesar de los golpes que ha tenido que aguantar, y
sumarse al embate de la OEA contra el gobierno de Nicolás Maduro en
Venezuela.
El
martes pasado, el Consejo Permanente de la OEA aprobó una resolución
en donde expresa “su profunda preocupación por la grave alteración
inconstitucional del orden democrático” pasando por alto las
gravísimas alteraciones al orden constitucional en Argentina -con el
macrismo en el poder- o al de México, con la militarización
sistemática iniciada desde el gobierno de Felipe Calderón. La
condena también pasa por alto el hecho incontestable que ha sido
precisamente la oposición a la revolución bolivariana la que -ahora
desde el Congreso pero desde hace años con conspiraciones y acoso
mediático nacional e internacional- una y otra vez ha demostrado su
desprecio por el cacareado orden constitucional. En el colmo de la
simulación, la lista de los 17 países que suscribieron la
declaración no ha sido revelada, pero el camino a la suspensión de
Venezuela como integrante de la OEA está abierto y parece que sólo
es cuestión de tiempo.
La frase histórica de Juárez, que es
también la de todos los países periféricos para oponerse al
neocolonialismo, ha perdido así toda su vigencia en México y no
queda más que admitir que de la tradición diplomática construida a
lo largo de casi dos siglos no queda nada. Desde el infame “comes y
te vas” hasta la sumisión humillante de Peña a las bravatas de
Trump, la carga simbólica de la postura diplomática mexicana es
historia. ¿A cambio de qué?
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