martes, 16 de diciembre de 2014

Terrorismo de Estado: fase superior del TLCAN-NAFTA

El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (o NAFTA en inglés) es un proyecto de integración regional cuyas principales características son el bandidaje a gran escala, el coloniaje y la agresión sistemática a las poblaciones. A diferencia de otras tentativas integracionistas, acaso como la Unión Europea, el TLCAN no ofrece ni una sola concesión a las poblaciones civiles, sólo despojo, opresión y represión. En Europa, aún cuando la Unión resultó considerablemente lesiva para los países más rezagados (España, Grecia, señaladamente), los ciudadanos y trabajadores medianamente calificados tienen la oportunidad de salir de sus países de origen y emigrar a otros dentro de la Unión en busca de horizontes laborales, con una situación jurídica regular. No se trata de aplaudir las cosas que allá se hacen bien o mal; y tampoco ignoramos que esa integración europea responde más o menos a los mismos procesos, fuerzas e intereses que privan en el TLCAN, en claro beneficio de las élites regionales e internacionales. La referencia sólo pretende poner de relieve la dimensión de la tiranía que identifica al bloque que corresponde a nuestra región. Acá los mexicanos (y por extensión los centroamericanos) son víctimas de los más siniestros atropellos en su intento por cruzar “al otro lado”. Y los pocos que lo consiguen, a menudo son objeto de discriminación, violación de derechos laborales y humanos: migran de una realidad vejatoria a otra, con el agravante de la irregularidad legal e indocumentación indefinida, y con frecuencia a vivir en condiciones de hacinamiento infrahumanas. Esas son las “bondades” de “nuestra” integración regional, que por cierto no es “nuestra” sino de ellos, de los barones que arriba administran la calamidad en provecho de intereses facciosos e inconfesables. 

La simultaneidad de la agitación política en México y Estados Unidos no es accidental: el TLCAN es una política de estrangulación social transfronteriza, sin concesiones o consideraciones. Es una política de todo para ellos, nada para nosotros. Fórmula rudimentaria pero implacablemente fehaciente. 

Y dado que el pillaje, el ultraje de soberanías, y la violencia contra familias e individuos, naturalmente produce resistencia e indignación, se hace necesario, desde la perspectiva de los poderes constituidos, escalar las tácticas de represión, elevarlas a rango de producto único y vital de Estado. La primacía de las políticas de seguridad nacional y la gestión militarizada de los asuntos sociales en ambos países es parte de una estrategia cuyo objetivo es intimidar, controlar y aplastar cualquier viso de oposición al proyecto de los capitales congregados en el TLCAN. 

Los casos más visibles –mediáticamente– de este escalamiento de violencia y represión, correspondientes a la zona de “seguridad” que comanda Estados Unidos, son, por un lado, los estudiantes normalistas ejecutados y/o desaparecidos en Iguala, Guerrero (no se deben ignorar las decenas de miles de cadáveres sembrados en fosas comunes a lo ancho de toda la geografía nacional), y por otro, los cerca de 20 asesinatos de civiles afroamericanos cometidos en los últimos dos años por agentes policiales en EE.UU. Pero como bien apuntan múltiples analistas, eso es tan sólo la punta del iceberg. 

Desde que arreciaron las movilizaciones en los dos países, el número de ejecuciones extraoficiales, secuestros, desapariciones forzadas, feminicidios, han aumentado exponencialmente. La diferencia versa en que ahora las poblaciones están alertas y consignan todas esas ocasiones de crimen, claramente imputables al Estado. Se cobró conciencia de que esas modalidades de delito nunca fueron hechos aislados, sino el signo de una epidemia de brutalidad estatal cuya letalidad va a la alza.  

En México, por ejemplo, las organizaciones civiles reportaron en menos de una semana tres feminicidios que encienden la alarma (por añadidura a 19 plagios en Guerrero, y 70 desapariciones forzadas en Puebla, en el transcurso de un mes). Y no sólo por la saña de los atentados sino también, y acaso más señaladamente, por el perfil de las víctimas: jóvenes estudiantes que se presume participaron en la jornada de protestas que recién transcurrió. 

Esta ola de criminalidad sin freno tiene un correlato: la inacción inescrupulosa de las instituciones judiciales. En materia de justicia y seguridad, la única presunta solución que alcanzan a enunciar, y no sin dificultades, es el trillado recurso militar. Si se hiciera un seguimiento de todos los casos de tratamiento militar a los problemas sociales en la región, no alcanzaría una obra enciclopédica para englobarlos todos. El TLCAN se basa en esta fórmula: gestión militarizada de los asuntos sociales, y control criminal de las poblaciones. 

No se ve por ningún lado una voluntad para desviarse de estas coordenadas. Pese a los recortes previstos en materia de “ayuda exterior”, el Departamento de Estado de EE.UU. aprobó el otorgamiento de 115 millones de dólares a México con la condición de que 80 millones de ese monto estuvieran dirigidos a “tareas de seguridad y antinarcóticos” (léase militarización), y sólo “35 a refuerzo de las instituciones democráticas” (Semana 12-III-2014). El plan sigue en marcha a pesar de los señalamientos que fincan responsabilidades a las fuerzas castrenses en los ominosos casos de Tlatlaya y Ayotzinapa, y aún con los reportes de la Comisión Nacional de Derechos Humanos que denuncian un incremento del 1000% (¡sic!) en materia de violaciones de derechos humanos por parte de los militares a raíz de su involucramiento en tareas de seguridad pública. 

Otro desafortunado aspecto que mancomuna a los dos países suscritos al TLCAN es el de las prácticas de tortura y detención clandestina. Cabe recordar que en fechas recientes comenzaron a circular un par de informes, uno de Amnistía Internacional otro del Senado en Estados Unidos, que revelan que las fuerzas de seguridad en México y EE.UU. incurren sistemáticamente en estos actos criminales y violatorios de los derechos humanos fundamentales. 

Además, en México y Estados Unidos las instituciones de justicia y seguridad están en bancarrota. Que un gran jurado decidiera absolver a Darren Wilson –oficial de policía blanco– por el homicidio del joven negro Michael Brown, tras un juicio plagado de irregularidades e inusual, pone al descubierto que la desprotección jurídica es un ave migratoria, y lesiona la integridad de las poblaciones de los dos lados del río. 

Pero estos problemas intramuros no frenan a Estados Unidos en la persecución de su agenda extramuros, máxime cuando se trata de su doliente socio: México. El TLCAN debe seguir su desastroso curso. Después de las reformas aprobadas al sur del Río Bravo, la preocupación de EE.UU. por la solvencia de los negocios involucrados en ese ciclo reformista se hace más patente. Las acciones de protesta por Ayotzinapa tienen en estado de vilo a los inversionistas en el país vecino. Estas jornadas de movilización desnudaron a su virrey, Enrique Peña Nieto, y destaparon su debilidad. Y si alguna vez la consigna desde Estados Unidos fue “salvar al soldado Peña” (revista Time), ahora, frente al desmoronamiento-harakiri de esa administración, la gavilla de estrategas reunidos en Washington comienza a fabular un plan de emergencia, en la eventualidad de un virtual jaque al peñanietismo. Y dado que el único renglón de la supremacía de Estados Unidos que sigue ilesa es la fuerza militar, el conflicto que enfrenta el pináculo de la jerarquía estadunidense en tierras subsidiarias se suscribirá lógicamente al recurso militar. Las recientes declaraciones del titular de la Secretaría de la Marina, almirante Vidal Francisco Soberón Sanz, en el sentido de una presunta manipulación de los padres de familia de los normalistas desaparecidos, anuncian el uso de los mandos militares en México para restablecer la paz sepulcral que añoran los inversores norteamericanos al sur de su frontera, en beneficio exclusivo de sus agendas empresariales. A esta misión evangelizadora se sumará también el capo de la diplomacia estadunidense, John Kerry, quien hace unos días sostuvo: "apoyaremos al presidente Peña Nieto en sus esfuerzos para promover las reformas fundamentales de seguridad y justicia que México merece" (La Jornada 10-XII-2014). Todo indica que será Kerry quien se ocupe de coordinar las acciones diplomático-militares en tierras guadalupanas. 

Pero en México únicamente se autoengañan las autoridades. La población conoce el fondo oscuro de esos bienaventurados “apoyos”. Raúl Zibechi escribe: “Más que campañas desinteresadas se trata de diseños de intervención/ocupación adosados con miles de millones de dólares… para, con aval oligárquico, infligir brutales operativos de terrorismo de Estado, con miras al desalojo poblacional en regiones y territorios de interés por sus mercados, cultivos y/o riquezas naturales”. (La Jornada 11-XII-2014).  

La Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN), que firmaron los dos países en 2005 y que es el agregado militar del TLCAN, representa una intensificación de esos diseños de intervención-ocupación con fines de desposesión. 

Por todo lo sostenido anteriormente, se puede concluir que la gestión militarizada de los asuntos públicos y el control criminal de las poblaciones, ejes torales del TLCAN, se traducen en terrorismo de Estado. Y que la solución militar a los problemas sociales es terrorismo. 

Aunque ya se ha dicho en diversos foros, cabe insistir que no estamos frente a hechos aislados de violencia barbárica. Se trata de un terrorismo de Estado, conscientemente concertado y ejecutado. Y este terrorismo de Estado es consustancial a la fase superior del TLCAN-NAFTA.

viernes, 5 de diciembre de 2014

¿Qué es un narcoestado?

Wil G. Pansters, en un texto que lleva por título “Del control centralizado a la soberanía fragmentada: narcotráfico y Estado en México”, documenta que en la víspera de las elecciones presidenciales de 2000, el New York Review of Books publicó un artículo en el que se inquiría si el Estado mexicano era un narcoestado. La preocupación en realidad gravitaba alrededor de la candidatura de Francisco Labastida, exgobernador de su natal Sinaloa, y sobre cuya persona circulaban rumores acerca de presuntos vínculos con el narcotráfico. En esa época todavía existían académicos, funcionarios e intelectuales que sostenían que el narcotráfico era una lacra constitutiva a la supremacía indisputada del Partido Revolucionario Institucional. Naturalmente, las expectativas de esos grupos “críticos” (nótese el entrecomillado) estaban colocadas en el candidato de oposición: Vicente Fox Quezada, del proto-falangista Partido Acción Nacional. Sin embargo, la fallida “alternancia” refutaría esos torpes diagnósticos, y confirmaría que el problema no podía explicarse sólo “en términos de redes y lealtades partidistas en sí” (G. Pansters). 

El texto referido tiene algunas virtudes. Pero, como ocurre a menudo con los estudios acerca del narcotráfico, yerra en las premisas de fondo, y atiende el problema admitiendo la hipótesis falsaria que coincidentemente utiliza el discurso oficial para justificar la guerra contra el narcotráfico: a saber, la de una disputa entre soberanías, o bien, la de un desafío del crimen organizado al poder del Estado. Esta lectura es altamente lesiva para la comprensión del fenómeno en cuestión. E inevitablemente refuerza la tesis de ciertos autores como Edgardo Buscaglia, que a nuestro juicio distorsiona la trama de la alianza Estado-narcotráfico en México. Buscaglia escribe: “El crecimiento de la delincuencia organizada extremadamente violenta y transnacional se alimenta siempre de vacíos y fallas del Estado”. Si se extiende un poco más este razonamiento, termina desembocando allí donde acaban casi todos los análisis estériles: en sostener que el Estado mexicano es un Estado fallido. Y por extensión, en responsabilizar principalmente a la clase política por el drama del narcotráfico y la narcoviolencia. Esto se traduce en una explicación insolvente, que el propio Buscaglia resume ciñéndose a una falacia teórica garrafal: que “el corazón del narco son los políticos”. Desde luego que los políticos están involucrados en el narco. Pero conferirles el rol protagónico en la materia, es por lo menos tan errado como creer que la alternancia partidaria va a resolver el problema. 

Por eso se hace necesario definir qué es un narcoestado. Justamente para evitar estos tropiezos explicatorios. 

Narcoestado es más que una mera consigna empuñada al vapor del ciclo de protestas en curso. Hay quienes piensan que se trata de un neologismo con un alcance sólo panfletario. La propuesta, no obstante, es que el término tiene un valor conceptual. Y que por consiguiente connota y denota algo preciso, concreto. 

Narcoestado es más que un maridaje histórico entre el narcotráfico y el Estado. De hecho, no existe un Estado que se pueda sustraer de esta unión con la criminalidad, o con los ilegalismos que engloba el concepto de “narco”. El narcoestado es algo más que esa relación coyuntural o histórica entre crimen y Estado. 

Lo que acá se plantea es que un narcoestado es un modo específico de organización de la violencia y los intereses dominantes. Y que estos intereses dominantes están orgánicamente articulados a la criminalidad e ilegalidad. Es la organización de los negocios criminales alrededor del Estado. 

Cabe hacer algunas precisiones para entender esta ecuación. 

Para situarnos en un terreno común, adviértase que un Estado es básicamente una forma organizada de la violencia. Y que esa organización de la violencia –el Estado– responde a los modos de una clase dominante o un poder constituido. Es decir, el Estado es una violencia al servicio de un poder. 

En este sentido, un narcoestado no puede ser llanamente un contubernio entre un partido político y las redes del narcotráfico, como sugirieran algunos documentos como el arriba citado. Tampoco se trata de un Estado donde el crimen organizado tiene injerencia en los procesos y procedimientos de la administración pública. Mucho menos se puede hablar de narcoestado ahí donde ciertas empresas criminales cosechan réditos extraordinarios con el tráfico de la droga. Para tal caso, todos los Estados serían narcoestados

Por eso es preciso insistir en la especificidad de un narcoestado. En suma, se trata de un Estado que impulsa ciertas políticas (e.g. la guerra contra el narcotráfico) que suministran ex profeso una trama legal e institucional en beneficio irrestricto de los negocios criminales. Es el predominio categórico del binomio criminalidad empresarial-violencia criminal en la trama de relaciones sociales comprendidas en un Estado. 

Por ejemplo, en México es virtualmente imposible aspirar a un cargo de elección popular sin el aval y el financiamiento de las organizaciones criminales. Lo cual resulta cierto para todos los niveles de la cadena de mando político, es decir, municipal, estatal o federal. Esto implica que el crimen tenga control de la totalidad de las instituciones de Estado. Por eso se dice que tenemos un narcoestado. Otro ejemplo lapidario es la situación de los ministerios públicos o las instituciones judiciales. Más de un agente ministerial ha confesado en encuentros con periodistas, que la orden de “arriba” es desestimar los casos que involucren personas desaparecidas a manos del crimen, y por consiguiente tienen la instrucción de abortar cualquier seguimiento a esas ocasiones de delito. Con ligeras variaciones en las diferentes entidades federativas, el porcentaje de impunidad oscila entre el 98 y el 100 por ciento. Esto no es un desafío del crimen al Estado: eso es un Estado al servicio del crimen. 

Para recapitular, cabe recordar lo sostenido en otra entrega: “Un narcoestado es un Estado donde la institución dominante es la empresa criminal. Los funcionarios de ese Estado están todos coludidos con el narco, pero no por una cuestión de corruptelas personales o grupales, sino sencillamente porque el narco es el patrón de ese Estado. La narcopolítica es la cría de los negocios criminales, creada por y para la empresa criminal. Y con los narcofuncionarios, los patrones –la empresa criminal– ganan mucho más. En este sentido, la impotencia o negligencia de las instituciones para perseguir a los delincuentes es la ley natural de un narcoestado. El Estado es el brazo legalmente armado de la empresa criminal...” (http://lavoznet.blogspot.mx/2014/11/fin-al-narcoestado.html). 

Resumidamente, el narcoestado es la modalidad específica de organización de la violencia en México. Desde luego que no es un Estado fallido: es un Estado criminal. La guerra nunca fue contra las drogas o el narcotráfico. La guerra es una política de Estado para organizar la violencia en beneficio de la empresa criminal. Y el resultado de esa política es la configuración de un narcoestado.

http://www.jornadaveracruz.com.mx/Nota.aspx?ID=141205_065806_954

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Iguala y Tlatelolco: lo que los une y lo que los separa. 2/2

La matanza de Tlatelolco ha sido señalada como un punto de inflexión en el devenir del régimen político en México, ya que la sociedad nunca volvió a ser la misma. El agravio fue de tal magnitud que una década después el estado se vio obligado a reformarse, abriendo el juego electoral a partidos marginados en la clandestinidad, como el Partido Comunista Mexicano (PCM). La reacción de la sociedad mexicana, si bien en apariencia inexistente en un primer momento, configuró poco a poco una nueva relación entre sociedad y estado. Por un lado, la sociedad empezó a organizarse al margen del corporativismo posrevolucionario y por el otro empezó a producir información acorde con una agenda propia para contrarrestar  la información oficial.

Un elemento central en este proceso fue el surgimiento de dos corrientes políticas que articularon una respuesta para enfrentar la represión y el debilitamiento de la legitimidad del gobierno federal a partir de 1968. La primera corriente se concentró en aglutinar fuerzas para crear un partido político opositor con base en la ideología socialdemócrata que privilegió la lucha electoral para transformar al país. La segunda corriente se concentró en el trabajo de base, orientado a organizar desde abajo a la población para gestionar sus intereses frente al estado. Una fracción de esta corriente se radicalizó, surgiendo grupos guerrilleros en varias ciudades y en zonas rurales como la de Guerrero, argumentando la imposibilidad de cambiar desde la vía pacífica.

Habría que señalar que la aparente inmovilidad de la sociedad después del 2 de octubre estuvo causada en parte por el férreo cerco informativo que aplicó el estado para evitar que la sociedad se enterara cabalmente de los hechos. Un ejemplo de ello fue la actitud de Jacobo Zabludovski, quien un día después en el noticiario más visto del país, informó de todo menos de lo acontecido en Tlatelolco.  Pero además la represión fue brutal y tanto en la ciudad de México como en el resto del país se detuvo a cientos de estudiantes y ciudadanos que habían manifestado públicamente su apoyo al movimiento estudiantil. A su vez, el corporativismo mexicano logró que los sindicatos se mantuvieran al margen, obligando a los trabajadores a protestar de manera individual; los tres sectores del PRI cerraron filas y si tomamos en cuenta que buena parte de la población estaba nominalmente en el partido del estado, las protestas sociales se redujeron a su mínima expresión.

Casi medio siglo después, las relaciones entre el estado y la sociedad mexicana se han modificado de manera importante aunque no se puede pasar por alto que el PRI sigue gozando del apoyo de importantes sectores de la sociedad.  Hoy existe una sociedad más consciente de su responsabilidad para salvaguardar sus libertades civiles frente a un estado que se ha militarizado, reforzando su carácter autoritario a pesar de transiciones democráticas, creación de órganos autónomos y reformas constitucionales orientadas a colocar en el centro del marco constitucional a los derechos humanos.  La herencia del 68 se materializó en la rebelión de las comunidades indígenas en Chiapas; el primero de enero 1994 dijeron ¡Ya Basta! arrastrando consigo a sectores de la población tradicionalmente marginados de la lucha política pero sobre todo a la juventud mexicana, que vio en el levantamiento zapatista un ejemplo de dignidad y resistencia, un camino legítimo para actuar. El EZLN puso al descubierto para muchos la simulación reformista y democratizadora del estado, abriendo un nuevo ciclo de luchas sociales que persiste hasta nuestros días.

A partir de 1994, las nuevas tecnologías de la información debilitaron fuertemente poder del estado para ocultar y manipular la información. Esto no quiere decir que el cerco informativo haya desaparecido y aunque hoy esté debilitado sigue operando, al grado de que hoy los medios de comunicación sostienen alianzas con el estado con mucho mayor margen de negociación que hace casi medio siglo. Sin embargo, las redes sociales han abierto un espacio, limitado si se quiere pero muy efectivo para hacer visible el autoritarismo estatal. La indignación de la sociedad mexicana le deber mucho a la difusión de la barbarie en las redes sociales aunque habría que agregar el aumento de la pobreza, la inseguridad y la soberbia de los actores políticos institucionales, en particular los partidos políticos y los gobiernos federal y estatales.

Los ejemplos de autogestión y autonomía se han multiplicado desde 1994. Frente a la situación de inseguridad en la que vivimos han surgido o se han fortalecido policías comunitarias, autodefensas y municipios autónomos. Los casos de Michoacán y Guerrero han demostrado la eficacia de éstas formas de organización para enfrentar a los cárteles del narcotráfico y, al mismo tiempo, el temor del estado por perder su maltrecho monopolio de la fuerza legítima. Es aquí donde radica un elemento central que separa la sociedad del 68 y la de ahora.


En este sentido. la presente coyuntura está estrechamente relacionada con la matanza de Tlatelolco y dicha relación no está dada sólo por la existencia de delitos de lesa humanidad, como lo son el genocidio y la desaparición forzada, sino sobre todo porque los integrantes del estado y los gobiernos siguen demostrando su desprecio por la población que dicen representar, hoy más que nunca. Más allá de reformas cosméticas y estilos de gobernar, el estado mantiene su misión última: mantener el sistema de dominación, cueste lo que cueste. Y esto representa sin duda un elemento que nos permite comparar dos hechos que, a pesar de su distancia en el tiempo, visibilizan la naturaleza del estado liberal. Del estado no se pueden esperar acciones para que la barbarie desaparezca; sólo la sociedad puede lograrlo, manteniendo la ruta trazada por los zapatistas y dándole vida en todos los espacios posibles.

sábado, 29 de noviembre de 2014

Ferguson, Missouri e Iguala, Guerrero: contra el TLCAN-NAFTA y el Estado policiaco

A menudo pasa inadvertida la relación que existe entre la convulsión social en Estados Unidos y en México. No señalar la consanguinidad de las dos agitaciones es un error que puede conducir a falsas interpretaciones. Estamos frente a un cuestionamiento mucho más profundo que la mera cuestión racial en EE.UU. o la inseguridad en México. Ferguson, Missouri e Iguala, Guerrero son los focos sísmicos de un proyecto geopolítico que se basa en la concentración de las fuentes de riqueza y poder, en detrimento de las poblaciones involucradas en esa insana modalidad de integración regional: a saber, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA por sus siglas en inglés). Este bloque transterritorial, que comprende a Estados Unidos, Canadá y México, tiene dos características fundamentales: uno, la confiscación de patrimonios y derechos para una ulterior concentración de poder; y dos, la criminalización de la totalidad de la población civil con base en políticas confrontacionistas –la guerra contra el crimen y la guerra contra el terrorismo–, administradas por un Estado configurado policiaca y militarmente. Para los hiperacumuladores pone a disposición todas las bondades; para la población sólo ofrece vacíos legales, invisibilización, exposición a la muerte, controles rigurosos, violencia militar. 

Cabe hacer notar que la detonación de la indignación en ambos países estuvo precedida por el asesinato de personas que integran ese sector que, en los cálculos del poder, están tipificados como “residuales” o “desechables”. No es un tema racial, como sugieren algunos. Es un tema de clase. La comunidad afroamericana en Estados Unidos y los normalistas en México están encuadrados en las coordenadas de excepcionalidad y violencia que acarrea esa modalidad específica de integración regional. 

No es accidental que los discursos públicos de los dos mandatarios –Barack Obama y Enrique Peña– sigan más o menos la misma tesitura. Ninguno de los dos refiere o atiende los problemas de fondo. Ambos se ciñen a un guión de soluciones cosméticas, y falsos antídotos que redundan en una profundización del autoritarismo. Los dos se apropian oportunistamente del reclamo colectivo, con la típica lágrima de cocodrilo, manifestando preocupación por los casos en cuestión, pero invariablemente seguido por épicas alocuciones encomiásticas del orden establecido, y condenando a la par todo acto ciudadano fuera del marco de la ley. “Incendiar edificios, prender fuego a automóviles, destruir bienes y poner personas en peligro… no hay excusa para eso” (Barack Obama); “El dolor que siente el país tampoco es justificación para recurrir a la violencia o el vandalismo. No se puede exigir justicia violando la ley” (Enrique Peña). 

La prueba más clara de la indisposición de las autoridades para atacar la raíz del problema, y del carácter falsario de sus discursos efectistas, es el incremento de efectivos militares o policiales en las calles de los dos países. En Missouri, el gobierno del estado, con la venia del gobierno federal, aprobó el despliegue de más de 2 mil 200 elementos de la Guardia Nacional. Por añadidura, en Estados Unidos y en México las detenciones están a la orden del día. Tan sólo en Los Ángeles se estima que más de 300 personas fueron arrestadas. En México se tiene conocimiento de 11 personas, recluidas en penales de máxima seguridad, en procesos llenos de irregularidades jurídicas y graves violaciones a las garantías individuales. 

Esta respuesta represiva e histérica es sintomática de la magnitud de los intereses involucrados: a saber, dos proyectos de Estado íntimamente entrecruzados que sólo consideran un valor fijo: el beneficio irrestricto de las oligarquías regionales. Los círculos del poder político están especialmente nerviosos con el curso de las movilizaciones en los dos países. Temen la seriedad de la consigna ciudadana en Estados Unidos: “We are a movement; not a moment” (“Somos un movimiento; no un momento”). O la variante mexicana: “Todos somos Ayotzinapa”. El temor cobra más fuerza cuando descubren que las movilizaciones cuentan con una organización que no es coyuntural, sino que está arraigada en experiencias de lucha homólogas: Occupy Wall Street y #YoSoy132

En ambos casos, el fermento de las protestas es más o menos el mismo: homicidios brutales, encubrimiento de los autores materiales e intelectuales, respuesta represiva a las manifestaciones, militarización de las calles, negligencia de las autoridades. 

La tesis acá es que las causas profundas del malestar ciudadano también son comunes: desvalorización de la fuerza de trabajo, militarización de la seguridad, policialización de la vida pública, desprotección jurídica de la población, concentración de las fuentes de riqueza, desmantelamiento del piso de derechos sociales, bancarrota de las instituciones políticas. 

Ferguson, Missouri e Iguala, Guerrero, apuntan en la misma dirección: el resquebrajamiento del TLCAN-NAFTA, y la desarticulación del Estado policiaco.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Iguala y Tlatelolco: lo que los une y lo que los separa. 1/2

La comparación entre estos dos hechos históricos puede parecer a primera vista una exageración pero debe ser útil para analizar los cambios y permanencias de la sociedad y el estado en México. Huelga decir que las matanzas en Iguala y Tlatelolco tuvieron las mismas víctimas: los jóvenes estudiantes ejerciendo su derecho a la libre manifestación de ideas. Es por eso que se impone la necesidad de establecer algunas líneas de comparación que nos permitan comprender mejor los tiempos que estamos viviendo.

Lo primero que conviene destacar es el cambio de un estado que en el 68 se definía como un estado de bienestar, protector de la incipiente industria nacional y estrechamente relacionado con los distintos sectores corporativos del partido del estado. El estado mexicano de fines de la década de los sesenta conservaba la ideología de la revolución mexicana aunque se empezaban a notar debilidades en el régimen político, sobre todo en su capacidad para incluir en el pacto corporativo a los sectores emergentes de una sociedad que se alejaba cada vez más del mundo rural para concentrar a la mayoría de la población en las ciudades. Un estado que se enfrentaba a una sociedad más activa y crítica de la lógica excluyente de un régimen incapaz de gestionar y satisfacer las nuevas demandas sociales emanadas del cambio demográfico de las décadas posteriores al fin de la segunda guerra mundial.

En los años ochenta el giro en el carácter del estado para organizarse alrededor de las máximas neoliberales corta de tajo la posibilidad de darle continuidad al proyecto de la revolución. Este hecho modificó profundamente las relaciones entre estado y sociedad, alterando para siempre las expectativas de los sectores sociales en ascenso para colocarlos en un estado de precariedad hasta nuestros días. Las reformas estructurales se mantuvieron a pesar de su costo político y como solución parcial el régimen efectuó varias reformas políticas para ajustarse a una situación en la que el partido del estado perdería paulatinamente su hegemonía para convertirse en un partido dominante.

En este sentido, el estado que articula la represión al movimiento estudiantil en 2014 no es el mismo que el del 1968, -aunque cumpla con la misma misión. La composición de los integrantes de los gobiernos mexicanos de hoy no se parece mucho a la del sexenio de Díaz Ordaz así como tampoco su ideario político. Sin embargo, su mesianismo y su desconfianza de la participación política de la ciudadanía no se han alterado casi nada, a pesar de todas las leyes surgidas al calor de la llamada transición política mexicana. Y otro detalle: la relación entre los políticos y los militares ha cambiado sustancialmente en la última década. Hoy estamos frente a una situación en la que la participación de los militares en la política ha dejado de ser un tabú político para convertirse en moneda corriente. Seguramente un análisis de contenido de las declaraciones y menciones de las fuerzas armadas en la prensa contemporánea confirmaría la hipótesis que apunta a un mayor protagonismo político de los militares en el gobierno nacional y en la definición de los grandes problemas nacionales.

De lo anterior se podría afirmar que el estado mexicano contemporáneo es un estado más alejado de la población, más dependiente de los mercados financieros internacionales y con menores niveles de autonomía en la toma de decisiones económicas internas y de política exterior. Es por lo tanto un estado mucho más sensible a los dictámenes de los organismos financieros internacionales y las necesidades de las grandes corporaciones internacionales y por ende, menos dispuesto a escuchar y gestionar los intereses de las mayorías.


Esto puede verse reflejado en la forma en que se diseñó y ejecutó la represión. En el 68 la matanza la realizó directamente el ejército y el presidente aceptó su responsabilidad en los hechos con el argumento de que había que detener una conspiración internacional para acabar con el estado mexicano, muy en el estilo de la guerra fría, lo que además neutralizó cualquier protesta de los países de occidente. La matanza de Iguala, sin negar la responsabilidad del ejército en los hechos, fue llevada a cabo por grupos de narcotraficantes que, en el mejor estilo paramilitar, procuraron ocultar la responsabilidad del estado. De hecho Peña Nieto y su gabinete la han negado sistemáticamente, lo que ha generado una ola de descontento popular en constante crecimiento. Sin embargo, en ambos casos, el agravio a la sociedad mexicana ha sido visto como un parteaguas en la historia nacional. ¿Cómo reaccionó la sociedad ante Tlatelolco e Iguala? La respuesta aparecerá en nuestra próxima entrega.

viernes, 21 de noviembre de 2014

RIP al PRI

Foto: La silla rota
La semana pasada se propuso un programa de acción embrionario que aspira a inaugurar un horizonte deliberativo en el espacio público, en el marco de la agitación política que envuelve al país, y en aras de responder con tenacidad política a esa trama coyuntural que algunos llaman “la llama de la insurgencia”. Cabe resaltar, a modo de glosa marginal, que las movilizaciones ciudadanas –a pesar de la desconfianza e indiferencia que priva en ciertos sectores poblacionales– sí tienen un valor social y político fundamental: afirma la transferencia de la política de los intrascendentes curules a la calle. Señala el encuentro de colectivos e individuos, que es un primer paso en la organización ciudadana y la gestión autonómica de los asuntos públicos. En esta oportunidad nos ocuparemos de ampliar la agenda, con la propuesta que enuncia el título: RIP al PRI 

Vale recordar las primeras dos propuestas o tareas, trazadas en la colaboración anterior: frenar el estado de horror, y desmontar el narcoestado. Para alcanzar estos objetivos se expuso un programa de acción tripartito: “uno, recuperar el control de la seguridad, que es el objetivo de las policías comunitarias y las autodefensas; dos, congelar los procedimientos políticos de representación (boicot electoral), que es la propuesta de Javier Sicilia; y tres, habilitar canales alternativos de gestión de los caudales presupuestarios públicos” (http://lavoznet.blogspot.mx/2014/11/fin-al-narcoestado.html). 

La iniciativa de Javier Sicilia (boicot electoral), que también promueve el rector de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (Ir a nota: http://www.proceso.com.mx/?p=385654), bien puede articularse al programa que acá se formula. 

A continuación se reproduce un texto que vio luz en el marco de las protestas anti-imposición, en el preámbulo de las elecciones de 2012, y que expone con detenimiento las aristas clave de esta tercera propuesta de acción ciudadana. El documento cobra más vigencia en el ciclo de lucha que atraviesa actualmente la sociedad. 

El texto tiene además el valor de recuperar el significado político e histórico del #YoSoy132. Y en este sentido, también es un ejercicio de voluntad de la memoria. 

Más que un programa de acción concreto, se trata de un primer planteamiento del problema. Por ahora sólo cabe hacer una observación introductoria: el PRI no es un partido; el PRI es una forma de hacer política, una modalidad específica de Estado: en suma, una realidad nacional. 


La tercera tarea es dar sepultura a la política dominante: RIP al PRI 

El #YoSoy132 tiene claro cuál es el enemigo a derrotar, y lo define con precisión histórica, política e intelectual. 

El PRI, dicen los aspirantes a sepultureros del octogenario, es el más oneroso lastre de México. Pero no el PRI como noción o estructura llanamente partidaria; más bien el PRI como forma de Estado, como dictadura oficial que recurre al mimetismo multicolor (PAN, PRD etc.) para generalizar su monopolio. La competencia interpartidista no suprime el carácter monopólico del PRI, su fundamento empírico e ideológico, simplemente lo universaliza, le provee tentáculos que allanan el camino para una extensión irrestricta, anidándose, con éxito otrora irrefrenable, en las conciencias de todo un pueblo. Es la voluntad de una élite, cortejada por una sociedad que no acaba de fundar una auténtica patria, una sociedad hasta ahora incapaz de romper la siniestra sucesión de fracasos que la definen, aún titubeante ante la opción de un horizonte exento de coloniaje. El PRI es la expresión más nítida del carácter prehistórico de la nación mexicana. Es un signo de impotencia, es un recordatorio de la insuperable infancia de un pueblo que se debate entre el ser o no ser. Es un poder que miente y se miente a sí mismo, pues sólo la mentira convalida o excusa su existencia. Es la corrupción disfrazada de legalidad. Por eso la impunidad constituye un componente identitario persistente en su actuar. El PRI, de acuerdo con el #132, es una realidad nacional, una manera de ser, marcada por el autoritarismo, la degradación de la persona, la simulación sin recato, la mentira como factor aglutinador. Es el mito fundacional (Quetzalcóatl) devenido poder fetichizado (PNR, PRM, PRI-Estado). 

La irrupción del #132 anuncia la caducidad del sistema-Estado priista, y la nulidad de sus personeros PAN-PRD. Supone una conmoción en los cimientos de un edificio en ruinas. Se ha abierto una llaga en la parte más vulnerable de un cuerpo político doliente: su legitimidad ideológica. El #132 reprueba las formas caciquiles, congénitas al PRI-gobierno, no sólo discursivamente, sino también, y acaso más vigorosamente, en la práctica. Cabe aquí hacer un paréntesis para advertir que la expresión más vívida de los resabios ideológicos priistas se observa en los alaridos que acusan al #132 de estar dirigido por un cacique. El cacicazgo dormita en la psique de las conciencias retrogradas, y a menudo se le endosa a los grupos en animadversión con el gobierno constituido. Pero no es otra cosa que un síntoma de una deformación patológica, tristemente presente en muchos mexicanos, que impide concebir una asociación humana desprovista de caciques, caudillos o dirigentes protagónicos. Para el PRI-conciencia, todo acto es resultado de un proceso vertical, jerarquizado. 

Empero, en esta renuncia deliberada a las formas y fórmulas priistas, el #132 prefigura un cosmos social que niega categóricamente la persistencia del cacicazgo, y envía un mensaje tácito pero irreductible: los mexicanos no necesitan ser conducidos. 

Dice el refrán que 'muerto el perro se acabó la rabia'. Pero acá se invierte la ecuación. La enfermedad que por mucho tiempo nos cegó, inmovilizó, enemistó, está siendo erradicada con base en un remedio efectivo: el encuentro con el otro, la unión, la colaboración horizontal. Una vez neutralizada esta rabia, el perro se queda solo, sin argumentos, en estado de indefensión. El PRI no será más necesario: México quiere “ser”. Desde abajo se construye una sociedad cuyos postulados son: “Justicia, Dignidad, Autonomía”. En una comunidad que predica estos principios, el PRI-realidad-nacional es un anacronismo. 

El fin del PRI es deseable, y virtualmente inexorable. Como alguna vez profiriera el infame Fox: tan sólo “hay que darle un empujoncito”.

martes, 18 de noviembre de 2014

Comunicado ciudadano contra la celebración de los Juegos Centroamericanos y del Caribe - Iniciativa de Firmas


A la Opinión Pública Veracruzana 
A Medios Libres, Autónomos y Organizaciones Civiles 
A la Prensa Nacional e Internacional 
A las Delegaciones Deportivas de Centroamérica y el Caribe 
A todas las mexicanas y los mexicanos 

Frente al clima de violencia, represión, duelo e inseguridad que priva en todo el territorio nacional, y en particular el estado de Veracruz, la red de organizaciones abajo firmantes, hace pública su postura respecto a la celebración de los “Juegos Centroamericanos y del Caribe”. E igualmente por este conducto, manifiesta su enérgico repudio e indignación por los hechos ocurridos en el municipio de Iguala, Guerrero, el pasado 26 de septiembre de 2014, donde perdieron la vida seis personas, entre ellas tres estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa, y 43 más se encuentran desaparecidos, sin que hasta la fecha se tenga conocimiento preciso de su paradero, en una secuencia de acontecimientos envueltos en una incorregible opacidad, pero que a todas luces involucra graves violaciones a los derechos humanos, tales como la tortura, la desaparición forzada, y la ejecución extrajudicial. Figuras delictuosas que por definición son efectuadas por agentes estatales o por grupos extralegales que actúan con la aquiescencia del Estado. 

En este sentido, y en respuesta a los dos escenarios antes referidos, manifestamos lo siguiente: 

1. Las organizaciones acá reunidas, se suman al reclamo de justicia para los normalistas de Ayotzinapa, y expresan su solidaridad incondicional con las familias de los 43 estudiantes desaparecidos. En atención a la emergencia nacional, este reclamo de justicia se hace extensivo en beneficio de todos los familiares de las víctimas de la violencia de Estado, y de la narcoguerra que mantiene en vilo a la familia mexicana, cuyo saldo de terror es humanamente inaceptable. 

2. La movilización ciudadana que surgió tras los hechos criminales en Guerrero ha cobrado fuerza y extensión. El Estado Mexicano, a menudo intolerante con la acción social autónoma, trata de frenar la creciente indignación popular, con tácticas de amedrentamiento e intimidación. Por ello, se demanda el cese de hostigamiento a la sociedad mexicana en general, a la población civil veracruzana en particular, y especialmente a los estudiantes y jóvenes, que son estigmatizados de forma sistemática, y en cuya satanización se incuba –como demuestran los hechos represivos en Guerrero– el germen de la agresión estatal. 

3. Para el caso de Veracruz, cualquier amenaza o acto de violencia en contra de la ciudadanía, será atribuida al Gobierno del Estado, y se hará responsable al Gobernador en funciones, Javier Duarte de Ochoa, por cualquier acto que redunde en represión. 

4. En el territorio Veracruzano, las realidades predominantes son la inseguridad, la persecución ciudadana y la corrupción gubernamental. Y aunque la procuración de seguridad y justicia es una tarea fundamental de las instituciones, en Veracruz las autoridades públicas han renunciado al conjunto de obligaciones y facultades que establece el ordenamiento jurídico mexicano, arrastrando al estado a una espiral de violencia, empobrecimiento sostenido, desprotección jurídica y bancarrota política. Veracruz es un campo de guerra, y un paraíso de la criminalidad. La entidad ocupa el segundo lugar en materia de secuestros, únicamente detrás de Tamaulipas, y uno de los primeros sitios en materia de desaparición forzada. De acuerdo con cifras de la Procuraduría General de Justicia del Estado, de 2011 a 2014 desaparecieron 665 personas. En 2014 se reportaron 81 de estas ausencias. Y la cifra va en ascenso, en un entorno de negligencia e impunidad. En relación con la libertad de prensa y la situación de los informadores, la entidad veracruzana presenta un saldo ominoso. La Asociación Mundial de Periódicos y Editores de Noticias advierte que el estado de Veracruz concentra el 50 por ciento de los homicidios contra periodistas en México desde 2011. Hasta febrero de 2014, se contabilizaron 10 periodistas asesinados, cuatro desaparecidos, y 132 agresiones contra la prensa estatal. Según la organización Reporteros Sin Fronteras, el estado de Veracruz es uno de los 10 lugares más peligrosos del mundo para ejercer el periodismo. Por añadidura, cabe resaltar que todo el territorio nacional es centro de operaciones del crimen y el narcotráfico, y sus ejércitos regulares e irregulares tienen carta de ciudadanía, y licencia para matar o delinquir con el aval cómplice de la autoridad pública. 

5. En este trágico contexto, el Gobierno del Estado de Veracruz se dispone a celebrar unos “Juegos Centroamericanos y del Caribe” con poca o nula aceptación ciudadana, y empañados por escándalos de malversación de fondos públicos, cambios de uso de suelo fuera del marco de la ley, censura sistemática de la prensa local, y graves violaciones a los derechos humanos, particularmente de los migrantes procedentes de esos países que ahora, el Gobierno del Estado, se dispone a recibir hipócritamente con los brazos abiertos. 

6. Solicitamos la comprensión y sensibilidad de las delegaciones que tienen programado visitarnos, y exhortamos a los atletas, y a la población en general, a que se unan a nuestro reclamo. Sabemos que estos eventos entrañan ilusiones para los deportistas. Pero si alguna delegación condena públicamente la acción violatoria del Estado, en solidaridad con la crisis humanitaria que envuelve a nuestra entidad, será acreedora de nuestro más profundo reconocimiento. 

7. Somos conscientes de la pluralidad que existe en el terreno de la lucha política. No obstante, es preciso hacer notar que nuestras acciones de reprobación a los “Juegos Centroamericanos y del Caribe”, se ciñen a una agenda cuyos procedimientos son enfáticamente pacíficos y civiles. 

8. Refrendamos la postura pública adoptada por diversas organizaciones civiles, incluida la comunidad universitaria, respecto al carácter socialmente agraviante e inoportuno de la competencia deportiva en puerta. Serán los Juegos del Hambre, Sangre e Injusticia. 

Xalapa Veracruz a 14 de Noviembre de 2014 



Lista de firmantes: 

Colectivo La digna voz 
Colectivo por la Paz Xalapa 
#YoSoy132 Xalapa 
#YoSoy132 Encuentros Nacionales 
#YoSoy132 Internacional 
Tercera Generación Maestría en Ciencias Sociales IIH-S (Universidad Veracruzana) 
Iniciativa Ciudadana para la Investigación Social y los Derechos Humanos 
Pobladores Asociación Civil 
Alianza Internacional de Habitantes 
Encuentros YoSoy132 Madrid 
Foro Teatral Área 51 A.C. 
Colectivo ACERO-JCM 
Colectivo Benita Galeana-JCM 
Asamblea Popular Monumento a la Revolución 132 
Mesa de Transformación Política y Vinculación con Movimientos Sociales 132 
Unidad de Artes – Universidad Veracruzana 
El Candigato Morris 
La Asamblea Veracruzana en Defensa Ambiental (LAVIDA) 
Educación para el Desarrollo Comunitario Emiliano Zapata A.C. 
Pueblos Unidos de la Cuenca Antigua por los Ríos Libres 

sábado, 15 de noviembre de 2014

Fin al narcoestado

En las redes sociales circula una verdad que sólo algunos incautos se atreverían a objetar: a saber, que “la llama de la insurgencia está encendida”. Esta enunciación tiene básicamente dos implicaciones: una, que el país mudó de ánimo, que transitó de la indiferencia a la indignación; y dos, que la llama es sólo eso: una luz momentánea. La primera da cuenta de un estado de humor nacional, precedido por una larga secuencia de atropellos sin reparación, y un sentido de justicia sistemáticamente agraviado. (En cualquier rincón del país se puede escuchar un sonoro ¡ya me cansé!). La segunda indica el carácter volátil y transitorio de ese ánimo. De esta ecuación se desprende una consigna, que coincidentemente circula con el mismo eco en la redes: ¡desobediencia civil ya! En algo está de acuerdo la mayoría de la población en México, y es justamente en la necesidad de actuar, y preferentemente sin demoras. El sentido de urgencia no es en ningún modo una conjura contra la necesidad de reflexión metódica: es tan sólo el imperativo temporal que nos impone la magnitud de la crisis. Es preciso pensar y actuar. Y pensar y actuar ya. Un día en el presente nacional equivale a decenas de muertos a manos del crimen, la guerra y el Estado. 

Y puede ser que la muerte no tenga remedio; que no exista una figura de reparación mínimamente compensatoria para ese daño. Esta es una idea que seguramente a todos nos asalta con cierta frecuencia. Con más razón las muertes no pueden ser en vano. La magnitud del agravio debe traer consigo un desagravio de magnitudes mayúsculas. En México ni siquiera es meritorio de la verdad jurídica: acá la muerte encierra una triple injusticia: la de la criminalización, la de la humillación y la del olvido. La muerte impune y la impunidad letal son las divisas dominantes del narcoestado mexicano. 


Frenar el estado de horror es la primera tarea 

Precisamente el pensamiento y la acción deben abocarse a este primer objetivo. Los crímenes contra los normalistas en Guerrero arrojaron luz sobre un hecho que ahora es incontrovertible: la delincuencia organizada es el Estado, y el narco es el jefe supremo de ese Estado. Aún con toda la parafernalia pericial y mediática, las familias de los 43 estudiantes desaparecidos mantienen firme su tesis: “Se los llevó la autoridad municipal; en complicidad con otra gente, pero se los llevó la policía en unas patrullas, se los llevó la autoridad… Pueden haber mil líneas de investigación pues ya sabemos que en Guerrero te ejecutan, te desaparecen, te asesinan, te encarcelan, te reprimen y no pasa nada. Eso ya lo conocemos nosotros. Pero no queremos que se desvíe la investigación de que los policías se los llevaron, y el Estado tiene que responder por eso. Fue su crimen” (Proceso 25-X-2014). 

El Ejército Popular Revolucionario (EPR) refuerza esta hipótesis: “Los misteriosos civiles [a los que presuntamente fueron entregados los estudiantes]… son militares en misión contrainsurgente de paramilitarismo”. Otra vez la imputación del crimen es atribuida a la autoridad.

En este sentido, la inferencia es prácticamente una obviedad: la autoridad es responsable de este episodio de horror. 

Pero si nos remitimos a los hechos, y a la intuición práctica, descubrimos que esta ocasión de crimen barbárico no es un incidente aislado. En toda la geografía nacional se presentan situaciones análogas. Y los señalamientos de la población con frecuencia apuntan a la autoridad: efectivos militares, policías, paramilicias al servicio de un poder público o privado, etc. 

El Estado no sólo no es garante de los derechos humanos, sociales o civiles: el Estado es el principal transgresor de estos derechos. La suspensión de garantías individuales y colectivas es el oficio no declarado de ese Estado. 

Frenar el estado de horror forzosamente implica tomar el asunto de la reparación o procuración de justicia en manos de la población civil. No le podemos seguir pidiendo al verdugo que repare sus crímenes. Decretar el divorcio radical de la sociedad y el Estado es un paso firme en esa dirección. 

El Estado –se sostuvo en otra ocasión– “es el responsable de los crímenes en Guerrero por dos razones: uno, porque involucra directamente a personal estatal en los actos represivos-delictivos; y dos, porque el Estado es el facilitador de las empresas criminales, suministrando, a través de las políticas que impulsa, la trama legal e institucional que permite el libre albedrío de los negocios privados, aún allí donde tales intereses particulares entrañan altos contenidos de criminalidad, horror e ilegalidad” 

La pregunta, en todo caso, es cómo denunciar e imputar penas categóricas al Estado. 


Desmontar el narcoestado es la segunda tarea 

El renglón jurídico de la lucha o insurgencia es sólo un acercamiento germinal. La insurgencia debe ocuparse de una tarea todavía más compleja: a saber, desmontar el conjunto de relaciones e intereses objetivos que priman en la vida pública nacional. El desmantelamiento del narcoestado es el objeto fundamental de esta segunda tarea. 

¿Qué es un narcoestado

“Un narcoestado es uno donde la institución dominante es la empresa criminal. Los funcionarios de ese Estado están todos coludidos con el narco, pero no por una cuestión de corruptelas personales o grupales, sino sencillamente porque el narco es el patrón de ese Estado. La narcopolítica es la cría de los negocios criminales, creada por y para la empresa criminal. Y con los narcofuncionarios, los patrones –la empresa criminal– ganan mucho más. En este sentido, la impotencia o negligencia de las instituciones para perseguir a los delincuentes es la ley natural de un narcoestado. El Estado es el brazo legalmente armado de la empresa criminal...” (La Jornada Veracruz 17-X-2014). 

El narcoestado es el modo de organización de los intereses dominantes, y por consiguiente, el facilitador de los crímenes de lesa humanidad que estrangulan al país. 

El narcoestado se basa en el control de la seguridad y la política, a través del sicariato generalizado, la confiscación de presupuestos estatales y municipales, el financiamiento de campañas electorales, y la infiltración de los negocios criminales al interior de las corporaciones militares y policiacas. 

Esta penetración o ensamblaje criminal se traduce en una disminución de gubernamentalidad de las instituciones formales. El poder del Estado termina allí donde comienza la vida de la empresa criminal. 

En este sentido, desmontar el narcoestado involucra por lo menos tres programas de acción: uno, recuperar el control de la seguridad, que es el objetivo de las policías comunitarias y las autodefensas; dos, congelar los procedimientos políticos de representación (boicot electoral), que es la propuesta de Javier Sicilia; y tres, habilitar canales alternativos de gestión de los caudales presupuestarios públicos. 

La “llama de la insurgencia” no debe desviarse de esta coordenada fundamental: ¡fin al narcoestado!




martes, 11 de noviembre de 2014

Los JCC en Veracruz: tapando el sol con un dedo.

La inminente inauguración de los "Juegos Centroamericanos y del Caribe" en el estado de Veracruz obliga a reflexionar sobre el papel que juegan este tipo de actividades deportivas en el entramado social y político de una sociedad determinada. Vaya como hipótesis la idea de que este tipo de justas, enarbolando los principios de la paz y la concordia entre los pueblos, funcionan en realidad como tapaderas de los conflictos entre grupos sociales al mismo tiempo que reditúan enormes ganancias, tanto a los organizadores –gobiernos y federaciones– como a las empresas locales e internacionales.

La reciente celebración del mundial de fútbol en Brasil no dejó lugar a dudas de lo que está en el centro de este tipo de competencias: el afán de lucro desmesurado, alimentado por el desplazamiento de enormes cantidades de personas para la construcción de elefantes blancos que sólo sirven para lavar dinero y alimentar el tráfico de influencias; pero además sirven para promover el ‘fair play’, que es exactamente lo que no existe en el mundo de los negocios y por ende tampoco en las relaciones entre gobernantes y gobernados. Me pregunto si en realidad existe en las propias competencias deportivas, avaladas en este caso por corporaciones internacionales profundamente corrompidas como es el caso de FIFA.

En el caso de Veracruz las cosas no son muy diferentes. Empecemos con los negocios, columna vertebral de las justas internacionales. El cambio de uso de suelo así como la adjudicación del contrato a las empresas Casas Carpín y Constructora Ara, para albergar las villas para los atletas, fue sólo una maniobra perversa para facilitar la invasión de las constructoras a la Reserva Territorial de Xalapa. La donación de los terrenos exigía modificar el uso del suelo de 10 hectáreas, lo que provocará una mayor presión para construir en la reserva, viejo anhelo de la oligarquía local. A cambio de la donación, las constructoras se comprometieron a facilitar el uso de las viviendas para los atletas; una vez culminados los juegos se pondrían discrecionalmente en venta. O sea, a cambio de ceder el uso de las viviendas por un mes, las constructoras se quedarían con los terrenos gratis y posteriormente podrían vender las viviendas al mejor postor. Mejor ni especular sobre el monto de las comisiones pagadas por las constructoras a los generosos donantes para gozar de semejante privilegio.

Pero por si fuera poco, cien días antes de la inauguración de los JCC, el gobierno del estado decidió ponerle la cereza al pastel de los negocios privados con recursos públicos, anunciando que, para asegurar la comodidad de los atletas y toda vez que no había recursos para amueblar las villas, se les albergará en hoteles y moteles. Supongo que ante las pingües ganancias que se embolsarían las constructoras en cuestión, los hoteleros pusieron el grito en el cielo y pidieron una rebanada del pastel. Fue entonces cuando el gobierno del estado, a través de su Secretario de Turismo, anunció que los atletas se quedarían en hoteles, quebrantando así un principio de seguridad básico en la organización de este tipo de justas: la concentración de los competidores en un sólo lugar para facilitar las labores de seguridad, transporte y alimentación. Una raya más al voraz tigre de los negocios.

En lo que toca a la función política de los JCC, resulta grotesco que un gobierno estatal que se ha mostrado indiferente al sufrimiento y las violaciones sistemáticas a los derechos humanos de los migrantes centroamericanos en su paso por el estado de Veracruz, se convierta en el amable anfitrión de atletas provenientes de los mismos países de los cuales son originarios la mayoría de ésos migrantes. Convertido en un territorio de desapariciones, secuestros y vejaciones sistemáticas a miles de personas -locales y extranjeras- el estado de Veracruz se convertirá, como por arte de magia, en lo contrario. El gobierno del estado utilizará sin ruborizarse a los JCC como una ventana al mundo para ocultar la crisis humanitaria que viven sus habitantes, pero eso sí, con la noble intención de promover los negocios y la creación de empleos, faltaba más.

En un contexto de indignación nacional e internacional por la desaparición de los 43 estudiantes normalistas en Guerrero y ante las maniobras para administrar el conflicto por parte del gobierno federal, la celebración de los JCC no estará exenta de movilizaciones y protestas por parte de la ciudadanía. No comprender lo anterior y asumir que como anfitriones debemos evitar manifestarnos pacíficamente para no empañar el espíritu de concordia entre los pueblos de la región es simplemente tratar de tapar el sol con un dedo. ¿Se manifestarán también los atletas para protestar por el trato que se les dispensa a sus compatriotas?

viernes, 7 de noviembre de 2014

Los encapuchados o el caballo de Troya mediático

Lo que tenemos en México es un Estado comprometido con acciones abiertamente ilegales. La fuente predominante de las violencias (en plural) es justamente esa condición delincuencial del Estado o narcoestado. El volumen de violencias que engendra este ordenamiento político es extraordinario e inenarrable. Y son esas violencias las que deben ocupar el análisis y la censura radical de la prensa y la población civil. No porque se trate llanamente de un ejercicio de violencia, sino porque se trata de una violencia efectuada en contra de la totalidad de la población, y con fines políticos inconfesables. Precisamente este es el tema que nos interesa tocar, en atención a una generalizada confusión que priva en la opinión pública, a todas luces inducida desde los centros del poder. 

Muy oportunistamente se trata de desviar la condena ciudadana de esa violencia que acá denominamos violencia objetiva o matriz, que es constitutiva al poder, para dirigirla hacia esas otras violencias subjetivas que a menudo responden o bien a una manifestación de rabia legítima, o bien a un método de lucha “beligerante” cuya larga tradición cosecha no pocos éxitos. La narrativa del “encapuchado” o “vestido de negro” o “anarquista” sigue esta tesitura de contaminación de la percepción ciudadana, con el fin de canalizar la opinión hacia dominios ideológicos rentables para los poderes constituidos. 

Por añadidura, esta obstinada concentración de la prensa oficial en las acciones de los conocidos “bloques negros” tiene como propósito provocar una ruptura o división al interior de la movilización ciudadana. La gente teme que la acusación de “violencia”, frecuentemente endosada a los “anarquistas”, se haga extensiva a la generalidad de las protestas, y por consiguiente la reserva moral de éstas se vea significativamente disminuida, abriendo las puertas a la represión de los agentes estatales. Este temor, nutrido con especial frenesí, conduce a la fractura de la sociedad en lucha. Pocos están dispuestos a meter las manos al fuego por estos grupos disidentes. Esta desconfianza o repudio se traduce en distanciamiento de los sectores más inclinados por el pacifismo. Y es esta dilución a la que apuestan los gobiernos para desarticular la protesta, con el aditamento de la represión clandestina y selectiva. 

Para situarnos en un terreno conceptual mas o menos común, cabe definir a la violencia, en una acepción elemental, como un ejercicio intencional de la fuerza (física o mental) por un sujeto individual o colectivo, contra otro, también individual o colectivo, para infligir perjuicios o imponer una voluntad. Acá se advierte el carácter instrumental de la violencia: la violencia no es un fin en sí mismo; la violencia es un medio al servicio de un fin. La censura a las acciones “beligerantes” olvida que la violencia no es indeseable por sí sola. El cuestionamiento debe estar dirigido a los fines que persigue la violencia. No es equiparable el uso de la violencia contra personas (máxime en una relación de poder tan canallescamente desigual) con los actos “violentos” (nótese el entrecomillado) cuyo blanco son los símbolos del poder político. (Glosa marginal: por una sencilla falta de correlatividad, es insostenible la trillada aseveración de que “el fuego no se combate con fuego”). No se puede descalificar o avalar una acción en abstracto. Es preciso valorarla a la luz de un proceso de lucha, en estrecha relación con los objetivos de un movimiento. Censurar un hecho o acto por lo que parece, y no por lo que significa en una coyuntura concreta, es reproducir el prejuicio o ardid discursivo del poder. 

Es falso que la presencia de “encapuchados” aumenta la probabilidad de infiltración de los agentes del Estado. En los movimientos pacifistas no faltan nunca los infiltrados, que se ocupan de llevar la protesta hacia escenarios de nula efectividad política. 

También es falsa la disyuntiva lucha pacífica-lucha violenta. El pacifismo puede ser violento en su impacto institucional, provocando una ruptura de los procedimientos rutinarios. Y la violencia puede ser pacifista cuando consigue dirimir un conflicto y restablecer una paz socialmente deseable. La cuestión reside en valorar el uso de un método u otro en función de los fines que persigue. No es accidental que la violencia requiera siempre de una justificación: esa justificación es el fin; la violencia es sólo el medio. 

En este sentido, es preciso evitar las discusiones infértiles sostenidas en asideros prejuiciosos. Ignorar los relatos de la prensa tradicional es un imperativo ciudadano categórico. Es allí donde se incuba la tergiversación de la realidad, y el germen de la desmovilización social. La siguiente secuencia de titulares da cuenta de este artificio: “Encapuchados bloquean Insurgentes sur en protesta por desaparecidos”; “Encapuchados exigen liberación de presos políticos; bloquean Tlalpan”; “Encapuchados prenden fuego a unidad de Metrobus frente a CU”; “Encapuchados vandalizan Insurgentes”; “Toman encapuchados estaciones de radio en Chilpancingo”; “Jóvenes encapuchados bloquean las instalaciones de la preparatoria”; “Encapuchados rociaron gasolina e incendiaron la puerta de Palacio de Gobierno”. 

Para abordar la pertinencia de la violencia, y abocarse a un análisis desprejuiciado, es preciso trasladarse al terreno político. En efecto, la política comprende estos dos aspectos inseparables: el ideológico-valorativo (fines), y el práctico-instrumental (medios). La justificación debe buscarse en los fines. No nos podemos permitir censurar los medios –o la violencia– en abstracto, sin consideración de la realidad concreta. 

El relato de los “encapuchados” es un caballo de Troya mediático, es decir, un engaño destructivo que tiene como propósito plantar la semilla de la división; fracturar, desmovilizar, criminalizar la protesta, y justificar una eventual represión de Estado.

http://jornadaveracruz.com.mx/Nota.aspx?ID=141108_073724_358

viernes, 31 de octubre de 2014

De por qué el Estado es responsable de los crímenes en Guerrero: una aproximación teórica

Una de las iniciativas constitutivas a la neoliberalización de los Estados es la criminalización de la población. Especialmente la población joven, estudiante o económicamente improductiva. En el léxico del poder, estas estrategias están englobadas en la noción de “gestión de poblaciones marginales”. La novedad de la gestión neoliberal –que se distingue de otros modos de administración no sólo por una cuestión “epocal”– consiste en que ésta es infinitamente más letal: la criminalización se traduce no pocas veces en exterminio. En los albores del neoliberalismo, las políticas de seguridad contemplaban una reestructuración legal y penitenciaria, orientada al encierro de personas, en especial jóvenes, desempleados, subempleados y pobres, por oposición al rigor disciplinario de otras épocas. Pero la estrategia escaló en intensidad y amplitud. La persecución se extendió a vastos sectores poblacionales. Y las premisas tácticas cobraron un aspecto más violento e intolerante. El control de las poblaciones en los Estados neoliberales integraría la guerra y el exterminio como métodos privilegiados, y en los países del llamado “tercer mundo”, la desaparición forzada a gran escala. Los experimentos dictatoriales-militares en América del Sur anunciaban el advenimiento de ciertas técnicas que a la postre se extenderían a la generalidad de las sociedades. La guerra contra el narcotráfico, que es un modo de violencia estatal, habilitaría en México un escenario bélico óptimo para el dominio en el contexto de la neoliberalización, inaugurando las formas más radicales de terrorismo estatal, violencia e intimidación represiva. El caso Ayotzinapa es sólo un ejemplo de esas formas radicales de violencia estatal. No es otra cosa que el Estado efectuando uno de sus quehaceres fundamentales: la gestión de poblaciones a su entender “residuales”. 

Para acusar al Estado por los crímenes en Guerrero es preciso tener ciertas bases teóricas, aún cuando la intuición histórica nos ofrece un sostén legítimo e invaluable. Por eso en esta ocasión se convino recuperar el pensamiento de Karl Marx en relación con el concepto de Estado. Más que una explicación detallada de sus ideas, acá sólo se aspira a proveer algunas pistas para documentar teóricamente la naturaleza del Estado, las fuentes de la criminalidad en México, y en particular la trama de relaciones objetivas que decretan la culpabilidad del Estado en el asesinato de seis personas, y la desaparición de otras 43, el pasado 26 de septiembre en Iguala, Guerrero. 

Escribe el autor alemán: 

“Desde el punto de vista político el Estado y la organización de las cosas no son dos cosas distintas. El Estado es la organización de la sociedad. Allí donde el Estado confiesa la existencia de abusos sociales, los busca o bien en leyes naturales, irremediables con las fuerzas humanas, o en la vida privada, independiente de él, o en disfuncionalidades de la administración, que depende de él… 

“La existencia del Estado y la de la esclavitud son inseparables. El Estado antiguo y la esclavitud antigua –contraste clásico y sin tapujos– no se hallan soldados entre sí más íntimamente que el moderno Estado y el moderno mundo del lucro –hipócrita contraste cristiano–. Si el Estado moderno quisiese acabar con la impotencia de su administración, tendría que acabar con la actual vida privada. Y de querer acabar con la vida privada, tendría que acabar consigo mismo, ya que sólo existe por oposición a ella… El Estado no puede creer en la impotencia interna de su administración, o sea de sí mismo. Lo único de que es capaz es de reconocer defectos formales, accidentales y tratar de remediarlos ¿Que estas modificaciones no solucionan nada? Entonces la dolencia social es una imperfección natural, independiente del hombre… o la voluntad de la gente privada se halla demasiado pervertida como para corresponder a las buenas intenciones de la administración… 

“La contradicción entre el carácter y la buena voluntad de la administración por una parte y sus medios y capacidad por la otra no puede ser superada por el Estado, sin que éste se supere a sí mismo ya que se basa en esta contradicción. El Estado se basa en la contradicción entre la vida pública y privada, entre los intereses generales y especiales. Por tanto la administración tiene que limitarse a una actividad formal y negativa, toda vez que su poder acaba donde comienza la vida burguesa y su trabajo. Más aún, frente a las consecuencias que brotan de la naturaleza antisocial de esta vida burguesa, de esta propiedad privada, de este comercio, de esta industria, de este mutuo saqueo de los diversos sectores burgueses, la impotencia es la ley natural de la administración. Y es que este desgarramiento, esta vileza, este esclavismo de la sociedad burguesa es el fundamento natural en que se basa el Estado moderno”. 

El Estado mexicano insistentemente ha tratado de fincar la responsabilidad de los hechos en Iguala a los cárteles de la droga, a grupos criminales particulares que operan en la región. Es decir –siguiendo a Marx– reconoce la “existencia de abusos sociales, [pero] los busca… en la vida privada, independiente de él”. Y es natural, pues “el Estado no puede creer en la impotencia interna de su administración, o sea de sí mismo. Lo único de que es capaz es de reconocer defectos formales, accidentales y tratar de remediarlos”. Por eso las autoridades públicas anuncian pomposamente búsquedas, operativos y pesquisas intrascendentes, tercamente omitiendo su corresponsabilidad en la trama. La “dolencia social”, que en este caso se trata de la criminalidad o la delincuencia organizada, presuntamente no es un asunto que involucra al Estado. La narrativa oficial argüiría que “la voluntad de la gente privada –los cárteles o células delincuenciales– se halla demasiado pervertida como para corresponder a las buenas intenciones de la administración”. Pero este relato ignora deliberadamente que “el Estado se basa en la contradicción entre la vida pública y privada, entre los intereses generales y especiales. [Y que] por tanto la administración tiene que limitarse a una actividad formal y negativa, toda vez que su poder acaba donde comienza la vida burguesa…” 

En el marco de un narcoestado, la ecuación es más o menos la misma: allí donde comienza la vida de la empresa criminal, acaba el poder del Estado. Esta vileza, señala Marx, “es el fundamento natural en que se basa el Estado moderno”. 

En este sentido, el Estado es el responsable de los crímenes en Guerrero por dos razones: uno, porque involucra directamente a personal estatal en los actos represivos-delictivos; y dos, porque el Estado es el facilitador de las empresas criminales, suministrando, con base en las políticas que impulsa, la trama legal e institucional que permite el libre albedrío de los negocios privados, aún allí donde tales intereses particulares entrañan altos contenidos de criminalidad e ilegalidad. 

Fue el Estado.