La ortodoxia marxista evoca litúrgicamente al proletariado en razón de su hipotética condición revolucionaria única e intransferible. Los apóstoles de la democracia apuestan por el ciudadano civilizado para la transformación gradual y controlada de la sociedad. El empresariado y su inmenso séquito de ideólogos confieren al individuo emprendedor la tarea de enderezar el torcido curso de la humanidad. El evangelista y su ejército de prosélitos reivindican la voluntad mesiánica de un tal “Señor padre celestial” como agente inalienable –aunque diferido– de cambio. Los sacerdotes de la felicidad y la auto-ayuda delegan la responsabilidad del cambio colectivo al “individuo a priori”.
En fin, la lista de propuestas relativas a la salvación humana y el cambio social es interminable. Todas presumen de una suerte de “receta revolucionaria”. Y, con arreglo a esta fórmula, los delegados de las distintas corrientes elaboran manuales estratégicos que exigen veneración y exclusividad a sus respectivos adherentes.
Nadie pone en duda la eficacia ideológica de las panaceas referidas. Ni, mucho menos, su formidable capacidad para aliviar almas en incontenible pena. Pero, ¿qué tan plausibles, certeros y efectivos son los diagnósticos y antídotos que anuncian y vitorean?
Las grandes revoluciones han traído consigo grandes cambios. Empero, curiosamente ninguna de ellas ha sido capaz de cambiar en lo esencial el mundo: la opresión, la miseria material e intelectual, la violencia, el fanatismo, el despotismo, el terror, siguen intactos, incluso en aumento. El principio “lampedusiano” (“si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”) sigue cosechando triunfos incontestables.
Parece justo traer a colación esta cruda y axiomática realidad en la presente coyuntura conmemorativa (Centenario de la Revolución Mexicana).
Cien años han transcurrido desde la histórica ocasión en la que el pueblo mexicano se levantó en armas en contra del otrora uno por ciento de las familias que poseía y controlaba el noventa por ciento de las tierras cultivables. En la actualidad son diez o quince familias las que determinan el proceder político y social de más de cien millones de mexicanos. En términos proporcionales la situación es análoga. El actual liberalismo tecnocrático es el equivalente al positivismo científico de la era porfiriana. El trabajo parcialmente asalariado y flexible en vigencia no es tan distinto del salario rural y las tiendas de raya de la época pre-revolucionaria: explotación humana con nuevas modalidades, pero explotación al fin.
Si las tendencias seculares indican que los cambios han devenido en más de lo mismo, entonces ¿quién(es) será(n) el agente o sujeto capaz de revertir esta crónica, fatal y fatídica trayectoria del hombre?
El abanico de grupos minoritarios/marginales es formidablemente extenso. La sabiduría popular afirma que “la unión hace la fuerza”. A mi juicio, solo un conglomerado de múltiples grupos y microcosmos solidariamente vinculados conseguiría modificar este sinuoso rumbo. En todo caso ya no se puede hablar de un sujeto, en singular, sino de sujetos, en plural.
Después de tantos fracasos, desilusiones y frustraciones colectivas y planetarias, el único proyecto humano plausible y deseable es uno de características universal y particularmente valederas, legítimas.
Si bien la realización de ese “otro” mundo es incierta e impredecible, lo cierto es que tampoco es imposible. La palabra última la tendrán los “sujetos”.
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