martes, 30 de septiembre de 2014

Veracruz: violencia e inseguridad

Nadie puede objetar que la inseguridad pública, y la violencia en sus múltiples modalidades, son realidades y preocupaciones que van a la alza en el México actual. Para valernos de la palabrería gubernamental, lo único que se observa que va “para adelante” o “se mueve” es la criminalidad común y la bancarrota de la seguridad personal. En Veracruz la gente a menudo se pregunta por las posibles soluciones para frenar la inseguridad que campea, cada vez más corrosivamente, en la vida pública de la entidad. Pero cuando se plantea de este modo la cuestión, se corre el riesgo de ignorar los aspectos de fondo. Si la violencia e inseguridad son fenómenos tan extendidos, acaso dominantes en la trama social, cabría más bien preguntar por el origen o las causas del problema. Esta segunda actitud naturalmente entraña más complejidad. Y es que existen básicamente dos formas de abordar un asunto público: o bien desde la óptica de la cura o antídoto, o bien desde el punto de vista de las causas estructurales. Nótese que una aproximación errática conduce sin remedio a la mistificación del problema. Por esta razón nos inclinamos más por el análisis de las causas, en oposición a la presunta reparación, que con frecuencia consiste en la solución que más conviene al poder fáctico en turno. Esta actitud también evita la incursión estéril en la condenación ética, que es perfectamente legítima pero que no contribuye a conocer o cambiar el curso de las cosas. 

En Veracruz la inseguridad es un problema mayúsculo, que bien se puede ilustrar con cifras, pero cuya dimensión y ferocidad es sólo comprensible en el contacto directo con las familias de las víctimas de secuestro o desaparición forzada, que son dos modalidades de crimen que están especialmente arraigadas en la entidad. El gran mérito del Colectivo por la Paz (Xalapa-Veracruz) reside, en primer lugar, en su lucha y resistencia política; pero también, y acaso más señaladamente, en su empeño por sensibilizar a una sociedad –la veracruzana– en cuyo seno se articulan las múltiples dinámicas delictivas que corroen al país, y que las más de las veces se perpetran sin indagatoria o reparación alguna. Pero precisamente la propuesta acá es que esta naturaleza aberrante de la criminalidad no reemplace el análisis o la explicación racional. 

Apenas la semana anterior se arguyó que la inseguridad pública no es el resultado de una ausencia del Estado, ni de la disfuncionalidad de ciertos individuos anómalos. Antes bien, al menos en el caso específico de México, la inseguridad se presenta con más incidencia allí donde el Estado interviene. Veracruz es un laboratorio de las políticas militares que los centros de poder impulsan nacional e internacionalmente. En la entidad se instrumentó el mando único policial, y se dispuso la ocupación territorial de la Marina y el Ejército en tareas conjuntas de seguridad, con el acompañamiento de las Policías Estatal y Federal. Esta presencia inusual contrasta con la creciente inseguridad que estrangula al estado. En noviembre del año pasado, el Colectivo por la Paz emitió una declaración sintomática de esta crisis: “Los 221 secuestros y 383 desapariciones ocurridos entre los años 2010 y la primera mitad del 2013, las extorsiones y demás crímenes cometidos en contra de la sociedad, nos conducen y nos obligan a establecer un posicionamiento de demanda social a las autoridades en materia de prevención del delito, de seguridad y paz social; así como en la procuración e impartición de justicia y castigo a la delincuencia organizada” (Animal Político 22-IX-2014). 

El reclamo no ha sido atendido. Y sin embargo el número de efectivos policiales y militares ha ido a la alza en la entidad. Por añadidura, se espera que próximamente se incorporé la Gendarmería Nacional al abánico de “fuerzas del orden” que presuntamente combaten la criminalidad. Y cabe señalar que no se atiende el reclamo y tampoco se mitiga la dinámica delincuencial por la sencilla de razón de que no es una prioridad de los gobiernos. Estructuralmente el diseño de la estrategia tiene otros fines. Más de un agente ministerial ha confesado en encuentros con periodistas, que la orden de “arriba” es desestimar los casos que involucren personas desaparecidas, y por consiguiente tienen la instrucción de abortar cualquier seguimiento a esas ocasiones de crimen. El conocimiento público de esta negligencia inexcusable, obligó al procurador general de Justicia en la entidad, Luis Ángel Bravo Contreras, a lanzar una advertencia de sanción a los fiscales “que hayan iniciado un expediente y abandonado el caso [de desaparecidos]” (Al Calor Político 23-IX-2014). Una advertencia cuya materialización se antoja difícil debido a que el delito de “desaparición forzada” se basa justamente en la complicidad u omisión cómplice del Estado. Aunque sin duda lo ideal es que la amonestación no quedara en buenas intenciones retóricas. 

En otra entrega se consignó el fondo técnico-judicial de esta figura delictiva: “Para situarnos en un terreno más o menos común, cabe recuperar la definición de ‘desaparición forzada’ que suscribe la Convención Internacional para la Protección de Todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas, a saber: ‘…el arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación de libertad que sean obra de agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la negativa de reconocer dicha privación de libertad o del ocultamiento de la suerte o el paradero de la persona desaparecida, sustrayéndola a la protección de la ley’” (Amnistía Internacional 2013). 

El informe “La Defensa de los Derechos Humanos en México: una lucha contra la impunidad”, presentado la primera semana del mes en curso, sostiene que la desaparición forzada acusa un incremento significativo debido a que “pasó de ser sólo un mecanismo de eliminación y control de la disidencia política a uno más amplio de control social, despojo territorial y control de flujos migratorios” (La Jornada 7-IX-2014). 

Pero en materia de secuestro la entidad veracruzana también registra un saldo impresentable. Falsa es la comparecencia gubernamental referente a la actualidad de esta modalidad de crimen en el estado. El portal de noticias e-veracruz da cuenta de la inconsistencia discursiva y el alcance real de este delito: “Aunque el gobernador Javier Duarte señala que Veracruz tiene el séptimo lugar nacional [en materia de secuestro], los números de casos refieren que es el segundo sólo detrás de Tamaulipas... La tendencia a la alza de la cifra de secuestros es notable desde el 2010. En ese año, apenas se contabilizaron 17 secuestros, mientras que a partir del año 2011 la cifra comienza a crecer hasta los 60 casos, en 2012 se alcanzan los 91 y en 2013 los 109 delitos. Sin embargo, el aumento más alto se produce desde el año pasado hasta el presente. Con los 113 secuestros en Veracruz reportados al mes de agosto de este año, ya se rebasaron a los 109 que fueron contabilizados durante todo 2013, y representan la cifra más alta desde 1997” (e-veracruz 24-IX-2014). 

En mayo del año en curso, también el sitio web Animal Político registraba el avance de este fenómeno delicuencial en Veracruz: “Uno de los datos que más resalta en el informe del Secretariado [del Sistema Nacional de Seguridad Pública] es un aumento del 80.56% en materia de secuestros en Veracruz, lo anterior si se compara el primer cuatrimestre del 2013 con el de este año. En los primeros cuatro meses del 2013, Veracruz tuvo 36 secuestros en tanto que en el mismo periodo de este año la cifra se incrementa a 65 averiguaciones previas abiertas por este ilícito. En tanto que el informe de víctimas de homicidio, secuestro y extorsión 2014 detalla que van en ese estado 67 víctimas de secuestro” (Animal Político 22-IV-2014). Y aunque formalmente la desaparición forzada y el secuestro constituyen dos tipos de delincuencia distintos, en el fondo son parte de una misma problemática, y el reflejo fiel de la inseguridad generalizada, que a su vez es consecuencia de los procedimientos rutinarios –políticos, económicos, sociales– que rigen los destinos del país. El homicidio culposo es otro delito con tasas de incidencia en aumento. En twitter, el hashtag #saldodelterror, documenta la jornada de violencia diaria. De acuerdo con la última actualización, el “saldo del terror” en México fue de 1 militar, 1 policía y 60 civiles muertos: un total de 62 ejecutados (#saldodelterror 27-IX-2014). En estos saldos frecuentemente figuran activistas y periodistas “incómodos”, lo que hace suponer que los perpetradores de los homicidios también “actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado”. 

La conclusión obligada es que la acción, y no la ausencia del Estado es lo que produce y reproduce el fenómeno de la inseguridad en el estado y el país. Que la respuesta militarizada a los problemas sociales es parte del problema, no la solución. Que el desplazamiento del Estado en provecho de las corporaciones que operan a sus anchas en la geografía nacional, sin rendir cuentas a nadie, acarreó una ciris de organización territorial-administrativa que redundó en bancarrota jurídica de las entidades federativas. Que la desposesión patrimonial en marcha trae consigo la desposesión de derechos fundamentales, como el derecho básico a la seguridad personal y familiar. Que este abandono se traduce en una gestión a menudo imperfecta de poblaciones marginales, y un deterioro sociespacial sin precedentes. Que esta disminución de “gubernamentalidad” es parte de un cálculo que transfiere todos los costos políticos y sociales a los segmentos poblacionales más desprotegidos. 

La politóloga Pilar Calveiro documenta con clarividencia esta realidad crucial de nuestro tiempo: “Podría decirse que, en un movimiento perverso, el Estado y la burocracia se autodestruyen, ya que tienden a minar su propio poder al favorecer la expansión de las redes transnacionales que los corroen. Todo ello ha implicado un altísimo costo social”. 

La violencia e inseguridad es sólo un saldo de este altísimo costo social.

http://www.jornadaveracruz.com.mx/Nota.aspx?ID=140929_230605_825

viernes, 26 de septiembre de 2014

Los cascos azules mexicanos, el imperialismo y los derechos humanos.


En su gira internacional para ser agasajado por los principales beneficiarios de las reformas en México, Enrique Peña Nieto continuó demostrando su servilismo poniendo a disposición del Consejo de Seguridad de la ONU a las fuerzas armadas mexicanas para las acciones de paz, que la mayoría de las veces, no son sino invasiones veladas para la protección de los intereses de EEUU y sus socios. 

En una acción planeada por sus asesores de imagen para reforzar la imagen de ganador entre sus representados y entre la opinión pública internacional, Peña Nieto decidió ampliar la colaboración de apoyo financiero a un apoyo regular de efectivos militares a las ‘misiones de paz’. Calificándolo como un paso histórico (de esa historia de la infamia y el sometimiento de los gobernantes de las naciones débiles para con los imperios) el presidente, quien por primera vez se presentaba ante la asamblea general, no dejó pasar la oportunidad para reclamar una reforma profunda en la ONU, como si formara parte del club exclusivo que la controla. Una cosa es que le aplaudan su discurso y lo feliciten y otra muy distinta que lo escuchen o lo consideren un estadista, a pesar del premio que le otorgó una fundación conservadora, Appeal of Conscience, como parte de las actividades de la gira promocional de su imagen. 

Al hablar de la ONU hay que reconocer el hecho de que ésta se encuentra en plena decadencia, aunque sigue siendo funcional para promover los intereses de las naciones más poderosas del planeta. La ONU representa el orden inter estatal que gobernó al mundo desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y por lo mismo, está lejos de ser un organismo en el cual todos sus miembros tienen el mismo peso. Por ejemplo, por años la mayoría de las naciones integrantes han votado a favor del fin del bloqueo económico a Cuba pero basta la oposición de los EEUU para que todo siga igual. Además, ya nadie le hace mucho caso a la ONU, al grado de que su actor principal prescinde de ella para llevar a cabo invasiones a países que considera peligrosos para la paz mundial, o sea, la paz de los negocios de sus corporativos. 

En consonancia con los desplantes egocéntricos de Peña Nieto, el subsecretario de para Asuntos Multilaterales de la Secretaría de Relaciones Exteriores, Juan Manuel Gómez Robledo se apresuró a negar que la decisión de Peña Nieto rompiera con los principios históricos de política exterior de México. Y agregó que “… no correspondía al papel de México, tomando en cuenta las grandes aportaciones financieras a estas Operaciones de Mantenimiento de la Paz, que lo convierten en el segundo país de América Latina en términos de contribución a estas operaciones, que el año pasado sumaron 28 millones de dólares.” Dicho en otras palabras, si ya estamos pagando ¿por qué no pagar más? Y es que los gastos de envío y manutención de tropas a las misiones de paz no las paga la ONU. 

Por otro lado, y en una coyuntura marcada por la masacre de Tlatlaya, en el estado de México, en donde se señala al ejército como sospechoso de ejecutar a 21 personas, cuesta trabajo imaginar que participen fuera de nuestras fronteras en acciones humanitarias. Si a esto se agrega que es una de las instituciones con mayor incidencia de quejas por violaciones a los derechos humanos, de acuerdo con la estadística generada por la Comisión Nacional de Derechos Humanos al respecto, pues de plano se puede suponer que todo esto parece ser una operación de lavado de cara de las fuerzas armadas mexicanas: farol de la calle y oscuridad en la casa… en el mejor de los casos. La ONU ha aplicado sanciones en los últimos dos años a 189 de sus soldados, policías y empleados civiles en Haití por violaciones, pedofilia y tráfico humano (http://www.grupotortuga.com/Cascos-azules-en-Haiti-violaciones). 

En última instancia, la existencia de cascos azules mexicanos representa una raya más al tigre de la militarización que vivimos en México. Las fuerzas armadas suman en favor de convertirse en la institución privilegiada del país, teniendo ahora presencia internacional, lo que probablemente aumentará su fuerza política pues contará con múltiples aliados internacionales. El proceso de desmantelamiento de los principios del estado de bienestar en México resulta para muchos fundamental en la búsqueda de nuevos horizontes para el futuro de la nación; para otros no es más que una muestra clara de la decadencia de un sistema interestatal que cada vez más se apoya en la fuerza para sobrevivir.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Militarización e inseguridad pública: los dos rostros del Estado neoliberal mexicano

Una ideología es básicamente un conjunto de creencias que cuando se ocupan de interpretar la realidad irremediablemente la distorsionan. El problema de la inseguridad pública a menudo se atiende ideológicamente. Y en este sentido, con frecuencia se cree que la inseguridad es un síntoma de “ausencia” del Estado, o bien –en la más rudimentaria de las explicaciones– una disfuncionalidad de ciertos individuos que tienen una suerte de vocación antisocial congénita. Casi siempre van engarzadas estas dos interpretaciones. Pero ninguna de las dos acierta en su empeño por descubrir las causas profundas de este flagelo. Al contrario, distorsionan la materialidad del fenómeno. Y por consiguiente, frenan cualquier tentativa de identificación y solución del problema. Si bien es cierto que el “fracaso” en el combate a la inseguridad pública es sólo parte de un cálculo ceñido a las coordenadas de costo-beneficio (y por consiguiente. más o menos conscientemente inducido), lo que enciende los focos de alerta es la avenencia de ciertos segmentos de la población, y la condescendencia o impotencia de otros, en relación con la política de seguridad que alcanzó rango de exclusividad en el tratamiento de este problema: a saber, la militarización. La creciente aceptación ciudadana en torno a las políticas militares tiene precisamente un fondo ideológico, es decir, un sustrato falsario de la realidad, que se resume en la siguiente ecuación: más Estado menos delincuencia, o la inversa, menos Estado más delincuencia. No obstante, en el marco de los Estados neoliberales la fórmula sigue la lógica contraria u opuesta: más Estado más delincuencia, o menos Estado menos delincuencia. El problema es que frecuentemente se omite que en la actualidad la presencia del Estado se afirma exclusivamente en términos de ocupación militar, policial o paramilitar, y no en atención a reclamos cuyo tratamiento exige otros modos de intervención, y que esta presencia rigurosamente militar ha demostrado ser un catalizador y no un paliativo de la violencia e inseguridad. 

La fabricación de consenso en torno a la primacía de la militarización en la procuración de bienestar social, data de algunos años atrás, y sin duda cobra una fuerza inédita en el marco de la decadencia de Estados Unidos. En la anterior entrega se sostuvo: “Sólo en un renglón la supremacía de Estados Unidos sigue ilesa: la fuerza militar. Por eso la solución a los problemas que enfrenta el pináculo de la jerarquía estadunidense se ciñe tercamente a la vía militar” (http://lavoznet.blogspot.mx/2014/08/militarizacion-la-cifra-dominante-de.html). En un intento de apología de esta contemporaneidad geopolítica, que bien se puede tomar como una confesión involuntaria, el director del Centro Carr, Michael Ignatieff, de la Kennedy School of Government de Harvard, escribió en un artículo del New York Times: “El imperium del siglo XXI es una invención nueva para los anales de ciencia política, un imperio descafeinado, una hegemonía global que se apoya en los mercados libres, los derechos humanos y la democracia, impuestos por la potencia militar más asombrosa que el mundo haya conocido” (Noam Chomsky, 2006). Este no es más que uno de múltiples ejemplos que ilustran el empeño de ciertos grupos de poder por normalizar la militarización, e incluso maridarla con la seguridad o bienestar de las poblaciones. 

En México, esta falsa conciencia que atribuye a lo militar la condición de antídoto para todos los males sociales, y especialmente para la inseguridad pública, encontró eco y raigambre. En el libro “México a la deriva: y después del modelo policiaco ¿qué?”, el jurista Pedro José Peñaloza registra el ascenso y preeminencia del gasto militar: “[En el sexenio pasado] la Secretaría de la Defensa Nacional ‘acaparó’ cerca del 40 por ciento, del total del presupuesto destinado anualmente a seguridad: de los 112 mil millones de pesos autorizados para ese renglón en 2010, los militares concentraron 38.9 por ciento. Desde el inicio del sexenio de Calderón, los recursos [registraron] un incremento del 61 por ciento (43 mil millones de pesos)”. Otro dato que no puede escapar al escrutinio es el referente al aumento de personal y equipamiento militar en México. De acuerdo con el Banco Mundial (y adviértase que las cifras pueden ser conservadoras), entre 1995 y 2006 el gobierno mexicano elevó 50.5% su personal militar; una tasa de incremento que contrasta significativamente con la de otros países latinoamericanos. Por ejemplo, Brasil y Argentina reportan un aumento en las filas de las fuerzas armadas del 10 y el 8 por ciento respectivamente. También en el rubro de equipamiento militar, México registra un alza significativa: en 2006 el país importó equipo con un valor de 68 millones de dólares, cifra que da cuenta de un incremento de 61% en relación con la década anterior (La Jornada 13-IV-2008). Pero el problema, que nadie o sólo unos pocos quieren ver, es que esta inversión ingente en el ramo militar no se tradujo nunca en una disminución de la delincuencia e inseguridad. Otra vez Peñaloza advierte: “El dogma… se derrumba: a pesar de la voluminosa inyección de recursos [a las fuerzas castrenses] y del engrosamiento de las filas policiales, los índices delictivos no bajan: peor aún, se incrementan. En 2009 se registraron 1 millón 805 mil presuntos hechos delictivos: 131 mil del fuero federal y el resto del fuero común. De esta forma, los delitos del ámbito federal se incrementaron casi 20 por ciento, en relación con lo reportado en diciembre de 2006, y los del orden común 14 por ciento”. 

Y todo este júbilo por lo militar, que tristemente no ceja, se manifiesta de forma obscena en el presente, en casi todas las esferas de la vida pública. Veracruz es un caso paradigmático. El 13 de diciembre de 2013, en un titular de la sección de política en La Jornada Veracruz, se podía leer: “Piden empresarios militarización de las principales ciudades por la ola delictiva”. En otra nota que apareció en la edición del pasado lunes 15 de septiembre, en el mismo rotativo, se consigna la solicitud de los dirigentes del Partido de Acción Nacional de dar urgente entrada a la Gendarmería en el estado de Veracruz. “Seguiremos insistiendo en que llegue la Gendarmería Nacional, igual que otras fuerzas, la verdad es que en el tema de la inseguridad nada sobra (sic), al contrario, si llega la Fuerza Civil que están anunciando, bienvenida, pero que también llegue la Gendarmería, el Ejército, la Marina, y la Policía Federal”. Sólo faltó pedir el ingreso de efectivos militares estadounidenses; aunque sospechamos que es un anhelo que se incuba subrepticiamente en los diversos grupos empresariales. 

Lejos quedaron los tiempos en que las fuerzas armadas se ocupaban de combatir o impedir la agresión de fuerzas foráneas. Ahora están al servicio de la agenda del poder en turno, y acaso en el mejor de los escenarios, a disposición del combate a la criminalidad común que el propio sistema provoca y nutre con la impunidad. 

La posición del gobierno oscila entre el engaño y la continuidad de la militarización. Cuando no atiende estos reclamos de universalización irrestricta del recurso militar, se atrinchera en narrativas negacionistas. Sino véase la reciente declaración del comandante de la Tercera Zona Naval, Jorge Alberto Burguette Keller: “No hay ninguna condición de inseguridad, las condiciones siguen siendo de habitabilidad, funcionalidad y buen estado de ánimo social”. El comandante de la Sexta Región Militar, Genaro Fausto Lozano Espinoza, complementó este guiño retórico con el típico cinismo folklórico tan acudido por las autoridades públicas: “Está mejorando la situación, este mes está muy tranquilo, es para celebrar a México (…) vamos a trabajar en la percepción ciudadana que es igual de importante a la realidad (¡sic!), hay una estrategia para ayudar a la percepción y que se pueda disfrutar de las fiestas [patrias]” (La Jornada Veracruz 14-IX-2014). 

Tanto empresarios como mandos políticos se resisten a identificar las causas reales de la inseguridad pública, o peor aún, a admitir el avance de este opresivo fenómeno en todas sus modalidades. Por ejemplo, de acuerdo con diversas ONG’s, el delito de desaparición forzada va en aumento: “De los más de 22 mil desaparecidos, 9 mil 790 son casos presentados en lo que va del gobierno de Enrique Peña Nieto, y 12 mil 532 durante el de Felipe Calderón, lo que implicaría que en dos años de la actual administración se han presentado 78 por ciento de las que hubo el sexenio pasado… además de que sólo se iniciaron 291 averiguaciones previas relacionadas con este ilícito entre 2006 y 2013” (La Jornada 28-VII-2014). Otras cifras incluso más alarmantes, señalan que en el período 2006-2012 se registró la desaparición de 26 mil personas. Pero cualquiera que sea el dato exacto (sin minimizar la inhumanidad de este crimen), la cifra que más alarma es la que proporciona la Comisión Nacional de Derechos Humanos, referente a la participación de las corporaciones militares: “El involucramiento de las Fuerzas Armadas en labores de seguridad pública ha tenido un efecto directo en el aumento (sic) a violaciones graves de derechos humanos. Las quejas presentadas… por violaciones de derechos humanos por parte de militares se han incrementado en un 1000%... Particularmente resulta preocupante el incremento en la cifra de desapariciones forzadas desde que dio inicio [la pasada administración federal]” (http://lavoznet.blogspot.mx/2014/05/la-desaparicion-forzada-una-modalidad.html). 

Mancomunar militarización con “mercados libres, derechos humanos y democracia”, y por añadidura con el combate a la inseguridad pública, es uno de los grandes éxitos de una intensa campaña propagandística que cultivan los Estados neoliberales, especialmente los que presentan estados avanzados de bancarrota jurídica. Es interesante –aunque insultante– este fenómeno ideológico, principalmente por dos razones: uno, porque es un ejemplar de los sustratos falsarios que dan forma a las texturas del imaginario colectivo; y dos, porque pone de manifiesto esa relativa naturalización de la militarización, como elemento incluso complementario de la seguridad pública o los derechos humanos. En suma, esta “conciencia falsa” niega lo que la militarización realmente es: a saber, la anulación categórica de la democracia, la seguridad pública y los derechos humanos. 

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Referendo en Escocia: neoliberalismo vs socialismo

Mañana 18 de septiembre se llevará a cabo el referendo más importante en los 300 años de vida del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte. Escocia irá a las urnas para decidir si se mantiene como parte de esa unión política o si se convierte en un Estado independiente. 

Para Londres, el triunfo de los independientes representa una seria amenaza. Por eso combate la campaña a favor del sí con todas sus fuerzas. La prensa de negocios y la BBC no han escatimado recursos para asustar al electorado y orientarlo hacia el voto negativo. Lo cierto es que la disminución de influencia política sería un duro golpe para Londres, pero es en el frente económico donde el poderío británico se vería más afectado, entre otras cosas por la pérdida de una buena parte de los recursos de los campos de petróleo y gas del Mar del Norte. 

Para los partidos independentistas el referendo ofrece una oportunidad única para recuperar la independencia de Escocia y establecer un gobierno democrático de centro-izquierda que permita escapar de las garras del neoliberalismo que Londres y, más especialmente, la City, han impuesto a los 5.3 millones de escoceses. 

Hace 25 años se sometió a voto el tema de la devolución de algunos poderes a Escocia. El resultado fue negativo. En aquel tiempo se argumentó que el tamaño de Escocia hacía inconcebible la independencia, como si la auto-determinación de un pueblo fuera cuestión de economías de escala. En 1997 se aprobó en otro referéndum la creación del parlamento escocés, con poderes limitados. Pero en ese parlamento no se puede discutir el desempleo, los derechos sindicales, los salarios, la desigualdad, los recortes al gasto en salud y educación, o la regulación financiera y bancaria. 

Ese parlamento tampoco pudo debatir las aventuras militares de Tony Blair en Irak y Afganistán. Hoy no puede opinar sobre la base de submarinos nucleares Trident en la margen derecha del río Clyde o la nueva gesta que prepara Londres en el norte de Irak. 

El debate económico sobre el referendo ha girado alrededor de la viabilidad de una Escocia independiente. Los argumentos van y vienen, pero los datos son bastante contundentes. La economía escocesa sería fuerte y diversificada. 

Los yacimientos del Mar del Norte fueron abiertos hace 50 años, pero las reservas que corresponderían a una Escocia independiente anuncian una producción rentable para las próximas dos o tres décadas. Lo más probable es que una Escocia independiente procedería a nacionalizar la industria petrolera y gasera, siguiendo el exitoso ejemplo noruego en donde siempre se mantuvo el control público sobre este sector. Aunque hay dificultades metodológicas para medir los flujos de comercio internacional en Escocia, si se incluyen las exportaciones de crudo y gas, el saldo de la cuenta corriente del nuevo país independiente sería superavitario. 

La recaudación fiscal en Escocia alcanzó los 57 mil millones de libras esterlinas en el ejercicio fiscal 2011-12, lo que representa casi 10 por ciento de los ingresos tributarios del Reino Unido. La estructura impositiva es esencialmente regresiva, lo que agrava el problema de la desigualdad económica, pero una nueva política fiscal permitiría revertir las tendencias negativas, reorientar el gasto público, promover el desarrollo industrial, científico y tecnológico. 

Hoy el debate económico sobre la independencia está centrado sobre la divisa de una nueva Escocia independiente. Hay tres vías posibles. La primera implica seguir usando la libra esterlina. La desventaja es que la nueva república habría entregado el control de su política monetaria a Londres y la regulación del sistema bancario y financiero escaparía a las autoridades escocesas. La tasa de interés en el nuevo espacio económico estaría fuertemente afectada por esta falta de control monetario y hasta la política fiscal se vería constreñida. Esta es la propuesta del Partido nacionalista escocés, pero esa vía implica permanecer en la zona de influencia de la City y quedarse en el neoliberalismo. 

La segunda es la adopción del euro como divisa del nuevo país. Se parece a la anterior por la falta de control de la política monetaria y es rechazada por todos en Escocia porque equivale a adoptar las posturas neoliberales de Maastricht y Lisboa. El esquema que condujo a la eurocrisis no puede ser una referencia en materia de política macroeconómica en Escocia. 

La tercera vía estaría basada en una moneda propia basada en un régimen de flotación semi-regulada. Las nuevas autoridades monetarias tendrían que organizar la transición, pero en principio nada impide la adopción de una nueva moneda que permita recuperar el control soberano de los principales instrumentos de la política macroeconómica. Muy probablemente esta nueva postura estaría cercana a un esquema de corte demócrata-socialista al estilo Noruega. 

El referendo en Escocia pone frente a frente la opción de extraviarse en el neoliberalismo o la de avanzar en la dirección del control social sobre la inversión.

jueves, 11 de septiembre de 2014

(Neo) Liberalismo y educación en México: Un matrimonio por conveniencia en pleno divorcio.

Una vez consumada la revolución francesa, la burguesía triunfante empezó el proceso de su entronización como clase dominante extendiendo la mano a los trabajadores prometiéndoles un mundo de abundancia, libertad e igualdad. La concesión de los  derechos políticos exigía, según ella, un ciudadano educado que lo convertiría en el motor de la modernización, clave para el paraíso liberal. La burguesía tenía muy claro que la única manera de enterrar el viejo régimen pasaba por arrebatarle a la aristocracia y el clero el control de la educación y poder así conformar una nueva conciencia colectiva, más acorde con sus propósitos marcados por el individualismo y la competencia. Sin embargo, dos siglos después, las necesidades del capital se han modificado lo suficiente como para que los liberales de hoy renuncien a la educación pública en aras de aumentar sus márgenes de ganancia y el control social necesario para lograrlos.

Las necesidades provocadas por la industrialización en el siglo XIX fueron la base para que millones de campesinos emigraran a las ciudades para convertirse en potenciales asalariados. Los procesos de la producción industrial y del sector de servicios necesitaban una mano de obra más educada, capaza de llevar adelante procesos de producción y distribución de mercancías. Pero al mismo tiempo, la burguesía no estaba dispuesta a seguir gastando en la capacitación de sus trabajadores por lo que empezó a trasladar ese costo a la sociedad, obligando al estado a configurar un sistema educativo que desarrollara en los trabajadores nuevas capacidades y las habilidades necesarias para aumentar su productividad e innovación técnica. Tradicionalmente, el obrero aprendía a trabajar en la fábrica, en su espacio de trabajo, pero el ritmo frenético de la industrialización necesitaba de mano de obra capacitada que se incorporara  a la producción con capacidades ya adquiridas. Es entonces cuando surge el sistema educativo nacional, liberal, que a la par que se erigía como instrumento de la justicia social servía a los intereses del capital.

Este proceso inició en los países centrales como Francia e Inglaterra, enfocándose primordialmente en la educación básica –el ciudadano debería saber leer y escribir para poder defender sus derechos y convertirse en un ciudadano activo políticamente, defensor y promotor de derechos- pero tuvo enorme influencia en la conformación de sistemas educativos nacionales a lo largo y ancho del mundo. En el caso mexicano, ya desde  las primeras décadas se concibe a la educación como un proceso indispensable para romper con las inercias del virreinato. La educación de corte lancasteriano es un primer intento de conformar un sistema nacional aunque el estado cedió el control a los administradores del enfoque educativo. No fue sino hasta mediados del siglo XIX cuando se empezaron a gestar propuestas más acabadas, que giraban alrededor de la conformación de una conciencia nacional y del mejoramiento de la capacidad productiva de los trabajadores; maestros como Enrique C. Rébsamen y Carlos A. Carrillo contaron con el apoyo del estado mexicano para conformar un sistema nacional educativo que incorporara a su práctica los últimos avances en materia pedagógica así como la progresiva unificación de programas y perfiles profesionales de los maestros en todo el país. Un paso importante fue la creación de las escuelas normales que se encargaría de formar a los maestros necesarios para enfrentar semejante tarea.

Sin embargo, y a pesar de los esfuerzos de un sector de los liberales mexicanos, la educación a lo largo del siglo XIX en México fue más una intención que una realidad. La mayoría de la población siguió estando marginada de la escuela y no fue hasta los años del cardenismo y sobre todo de los gobiernos de Ruiz Cortines y López Mateos que el proyecto liberal educativo logró llegar a las mayorías, gracias a la inversión social dirigida a construir escuelas, editar libros de textos,  formar y contratar a miles y miles de maestros. En consecuencia el crecimiento del sector educativo obligó al estado a incorporar a los maestros en la dinámica corporativa del régimen posrevolucionario, reconociendo sus organizaciones gremiales y colocándolos en un lugar importante del entramado político institucional. Esto explica la fundación en 1943 del Sindicato Nacionales de Trabajadores de la Educación (SNTE) que aglutinó a todos los maestros del país. Y fue entonces cuando se intensificaron  los conflictos entre los maestros y el estado, toda vez que el reconocimiento oficial de sus organizaciones gremiales incluía al charrismo sindical, que cerró las puertas a la democracia interna y colocó a la corrupción y tráfico de influencias como moneda corriente en su vida interna así como su subordinación al presidente en turno. El clientelismo cobró su factura y la divisa de la relación entre el estado y los maestros fue: tú me das, yo te doy, aunque claro de manera desigual. Tú me apoyas con tus votos, yo te reconozco tus derechos, siempre y cuando estos no rebasen mi línea de tolerancia, o sea cuestionen el poder de la clase dominante.

Tal vez por lo anterior, las principales luchas de los maestros han tenido que ver con la demanda de democracia interna. Fue el caso del movimiento magisterial encabezado por Othón Salazar, a fines de los años cincuenta en la ciudad de México, y que fue salvajemente reprimido por el estado; o el surgimiento de la Coordinadora de la Educación de los Trabajadores de la Educación (CNTE) en 1979. Sin embargo, con el desmantelamiento del estado de bienestar, los conflictos magisteriales agregaron a sus demandas tradicionales otras demandas que tenían que ver con sus condiciones laborales, con la permanencia del sistema educativo nacional surgido de la revolución mexicana. Lo que está en juego ahora es precisamente la existencia del sistema educativo nacional y como consecuencia, el trabajo de los maestros.

A lo largo de los últimos treinta años, el estado mexicano ha sufrido una serie de transformaciones, entre las que destaca el lugar de la educación en los nuevos planes de la burguesía, con la finalidad de mantener los rendimientos del capital al alza a costa de lo que sea. Las luchas magisteriales se inscriben así en un ciclo de luchas que enfrenta el empobrecimiento generalizado de la población y la marginación sistemática de las mayorías: entre menos participen en la política mejor. El corporativismo en México es hoy apenas una sombra de lo que fue, pues el estado neoliberal ha prescindido de esa máscara, confiado en la despolitización de amplios sectores de la población y en su alianza con el capital internacional.

En el caso de Veracruz, la decadencia del charrismo sindical ha sido contenida en parte por los esfuerzos de los gobiernos estatales y los políticos que, controlados desde el centro del país, no les importa cargar con el desprestigio de líderes sindicales que son más una carga que una ayuda. Y a estos últimos no les importa vivir del engaño y la simulación permanente, dependientes del poder público como siempre. De hecho es lo único que saben hacer. Lo que tal vez no saben, o prefieren no saber, es que en la medida en que las reformas neoliberales avancen, su importancia política disminuirá geométricamente y eventualmente desaparecerán. La fragmentación paulatina de la representación sindical de los maestros en el estado es una muestra clara de lo anterior, por no mencionar los márgenes de autonomía entre la lideresa hoy en desgracia y el invisible líder nacional del SNTE en nuestros días.

Sin embargo, la violencia social imperante en el estado, la crisis económica y el desprestigio de la política institucional son obstáculos importantes para comprender las limitaciones de las luchas magisteriales. En todo caso, por su tradición y por su número, los maestros veracruzanos son un actor relevante en los conflictos políticos que hoy enfrentan. Sus movilizaciones son un referente importante en el ámbito nacional y representan una esperanza, no sólo para los trabajadores de la educación y para los millones de estudiantes, sino para todos los que concebimos a la educación como un derecho y no como una mercancía. La defensa de sus derechos laborales en realidad es la defensa de un sistema educativo acorde con el artículo tercero constitucional: laico, gratuito y obligatorio. Y es aquí en donde radica la legitimidad de sus luchas y su popularidad entre amplias franjas de la población.

El que el neoliberalismo considere públicamente a la educación, a los maestros y a los estudiantes como mercancías ha cancelado definitivamente ese matrimonio por conveniencia celebrado hace dos siglos. El estado neoliberal considera que ese matrimonio está agotado y no ha parado en los últimas tres décadas por consumar el divorcio; agotado el ciclo liberal iniciado con la revolución francesa, la educación resulta hoy un elemento menor para el desarrollo del capital. La simplificación y robotización de los procesos de producción han logrado que los trabajos más comunes hoy sean los que exigen menos capacidades y habilidades adquiridas en los centros educativos. Basta leer la sección de anuncios clasificados para comprobarlo.

Es por ello que el movimiento magisterial podría empezar a redimensionar sus luchas, no ya para mantener o revitalizar ese matrimonio perverso sino para concebir perspectivas nuevas que, sin olvidar a todos aquellos que dieron su vida para mantener con vida al sistema educativo nacional posrevolucionario, conciban una educación para la emancipación, para la libertad y la autonomía de pensamiento. Una educación que ponga en el centro al ser humano y no a los procesos de producción que convierten al educando y al maestro en simple mercancía, en una pieza más de la estructura productiva. Liberado de su secuestro corporativo, el magisterio se convierte en sujeto histórico autónomo, consciente de su responsabilidad social y promotor de un mundo en donde quepan muchos mundos.

domingo, 7 de septiembre de 2014

El retrato de Dorian Gray o el extraño caso del señor Peña

Parece que el tema obligado de la semana es el segundo informe de gobierno del señor Peña, al menos para los que ofician en la prensa o en los medios de comunicación. Uno pensaría que existen un millar de asuntos de interés público mas urgentes que atender. Y en efecto, nada más cierto que eso. No obstante, se convino detenerse a analizar esta formalidad protocolaria del oficialismo, que cada año se torna más fútil e incolora, porque nos parece que en ese ritualismo pagano se incuban algunas claves para entender la naturaleza del actual régimen político. Ciertamente atravesamos una era de oscurantismo. Y no es ésta una mera opinión pesimista: es un juicio con nobles afanes categóricos. Basta con mirar la obscena teatralidad de la política nacional para advertir los contenidos clownescos, deliberadamente vagos u obtusos que rigen en la arena pública. En ese remedo chiclero de informe, que francamente a nadie interesa, yacen ciertos elementos definitorios de este oscurantismo referido. Cabe recuperar una cita del austriaco Karl Kraus, que ya en otra oportunidad se usó en este mismo espacio, pero cuya extemporaneidad y pertinencia obliga a refrendar: “Es en sus palabras y no en sus actos donde yo he descubierto el espectro de la época”. 

El valor de este segundo informe de gobierno reside en el alcance demostrativo de la pieza oratoria. El resto, es decir, la barricadas metálicas, la férrea custodia de los marinos, la conversión de la principal plaza nacional en ordinario estacionamiento, la solemnidad e hiperexclusividad del acto intramuros, es tan sólo una mímica rutinaria de la prepotencia que campea en los círculos del poder, una máscara ritualista que aspira a un autorretrato halagüeño de las élites dominantes. Todo eso es absolutamente intrascendente para el análisis. En todo caso, lo que cabe acá consignar es la mudanza en la semántica del poder. Porque aunque la función principal del discurso político es –y acaso ha sido siempre– manipular a través del ocultamiento, o a la inversa, ocultar a través de la manipulación, lo cierto es que las modalidades de manipulación varían en consonancia con las realidades de cada época. Y la fortaleza o debilidad de ese discurso a menudo es consustancial a la fortaleza o debilidad del poder en turno. Es cierto que la fastuosidad del acto del informe invita a pensar que todo es tersa en las altas esferas de la autoridad pública. Incluso se alcanza a advertir una cuota importante de triunfalismo. Pero ese autoengaño se traiciona en el discurso. 

La vacuidad es canon en nuestra época. La política no esta exenta de esta regla. La política en el presente está dramáticamente desubstancializada. Es una especie de política vacía de política. El discurso es el paradigma de este vaciamiento. En Palacio Nacional, el ritual del día del presidente puso en evidencia esta realidad epocal. El “mensaje político” consistió llanamente en un compendio de slogans y espots comerciales. Fue una suerte de comparecencia autorreferencial: la élite política empeñada en colgarse oropeles zalameros, y apostar a que el auditorio se rinda ante este artificio de autoelogio. El discurso ritualista no apunta a persuadir: la persuasión exige un argumento inteligente, y a menudo provoca resistencia. Este es precisamente el tema que nos ocupa e interesa: la semántica del poder mudó. Ahora el instrumento lingüístico, con todo el arsenal de prejuicios, prenociones o anhelos que evoca, está orientado a un solo fin: a saber, la seducción. Esta es la novedad del priísmo encopetado. Por eso la prioridad en la selección del candidato nunca fue la educación, el profesionalismo o la articulación retórica del personaje (o personero). Todo gravitó en torno a la imagen. La dupla Peña-Gaviota es una prueba fehaciente de este “espectro de la época”. Y las palabras, que tienen un poder oculto altamente susceptible a la seducción, son la confirmación de esta posmoderna realidad. Sino véase la impúdica secuencia de frases publicitarias desprovistas de contenido que enmarcaron el magno evento presidencial: “México está en movimiento”; “Un mejor México está en nosotros”; “Hoy, México ya está en movimiento. Si algo nos tiene que quedar muy claro es que éste no es el país de antes, este es el México que ya se atrevió a cambiar”; “Su presencia en este acto republicano –de la izquierda mexicana– reafirma la vocación democrática, nuestra condición de madurez y de civilidad política, y de normalidad democrática”. 

Jenaro Villamil señala con cifras ilustrativas el costo al erario público de este aparato propagandístico ceñido a un guión de mentiras flagrantes: “En otras palabras, en sus dos primeros años, Peña Nieto ejercerá más de 9 mil millones de pesos en promocionarse, monto superior al presupuesto anual de la UNAM, con una clara tendencia a concentrar este gasto en Televisa y TV Azteca” (Proceso 30-VII-2014).

Todos los psicólogos saben que un exceso de atención o cuidado de la imagen es un síntoma de inseguridad, debilidad, o bien de pudrimiento interno. En esa supuesta admiración de sí mismos, en ese afán de eterna juventud de las huestes tricolor, y de retrato triunfal con presunta conservación de vitalidad, se esconde el fondo oscuro y real del octogenario PRI: a saber, su corrupción e inexorable decadencia 

miércoles, 3 de septiembre de 2014

Centralización política y militarización: el caldo de cultivo de las reformas en México.

El pasado infame-informe de gobierno de Enrique Peña confirma que la clave para lograr imponer las directrices de las corporaciones internacionales también llamadas reformas tiene dos caras: la centralización política y la militarización del territorio nacional. El resultado es el retroceso evidente en algunos de los tímidos logros de la hoy desaparecida transición a la democracia que tanto entusiasmo causo entre los admiradores del poder.

El triunfo de Peña en las elecciones de 2014 canceló cualquier posibilidad de que el proceso político inaugurado en los años ochenta siguiera con vida. De hecho fue la puntilla que revirtió la tendencia a desmantelar el presidencialismo mexicano, reculando sin miramientos para alimentar la ilusión del regreso de la presidencia imperial. Los dos sexenios panistas fortalecieron la idea entre los políticos de que la única manera de (des) gobernar el país e imponer de una vez por todas el neoliberalismo era echando mano de la tradición autoritaria.

Las consecuencias de lo anterior se pueden constatar en la subordinación sin condiciones (excepto el pago generoso a las bancadas de los partidos en el congreso) del poder legislativo a los proyectos del ejecutivo, pieza central en el sistema político tradicional. Y si bien es cierto que hoy el congreso es plural (tiene varios colores que no ideologías) el resultado es el mismo: sometimiento generalizado al presidente. Para algunos puede parecer que las negociaciones para lograr consensos en las cámaras son un ejemplo de democracia deliberativa pero el hecho es que votan lo que los líderes de las bancadas acuerdan entre ellos -siguiendo la sacrosanta línea del presidente- de espaldas a la nación a la que dicen representar y de los propios miembros de sus bancadas, quienes se limitan a votar de acuerdo a las órdenes de sus dirigentes. No hay debates en el pleno ni polémicas de altura. Todo está prefabricado para ofrecer una imagen de civilidad y responsabilidad y al mismo tiempo ocultar la imposición y el sometimiento.

Al mismo tiempo, las flores de la transición, entre las que destaca el INE y el IFAI hoy muestran una regresión innegable para ponerse a la altura de las circunstancias centralizadoras. El primero se ha convertido en un monstruo que pretende centralizar la organización de los procesos electorales cuando ni siquiera podía organizar de manera transparente los procesos electorales federales. Se argumenta a favor de la creación del INE que los gobernadores se habían convertido en el fiel de la balanza electoral en sus estados, controlando a los órganos electorales locales. Cuesta trabajo pensar que arrebatándoles dicho poder para dárselo a uno sólo, el presidente, la democracia electoral va a mejorar, evitando los dedazos, el uso de recursos públicos en las campañas y el fraude electoral. Menos aun cuando el fiel de la balanza ahora será un individuo que ganó las elecciones innovando en el fraude electoral.

Por su parte, las reciente reforma en materia de transparencia y acceso a la información ha demostrado su sintonía con el proyecto presidencial al negarse a defender el derecho a la privacidad frente a las novedades de la reforma en telecomunicaciones, la cual legaliza el espionaje por parte del estado sin necesidad de justificar frente a un juez para hurgar en la vida privada de las personas. Además, y en la línea de la tendencia centralizadora, el IFAI podrá conocer o incluso atraer resoluciones de los órganos garantes locales que le parezcan relevantes. Les podrá corregir la plana a los institutos de acuerdo a los intereses del presidente y su grupo para castigar o presionar a los gobiernos estatales a su antojo.

Y si todo lo anterior, que es sólo una muestra del proceso de recentralización política que estamos viviendo en México, no logra mantener el orden social pues ya están en la calle las fuerzas armadas para contener cualquier brote pue ponga en peligro el proyecto neoliberal. Pero además, su presencia sistemática en la ciudad  y en el campo con retenes, patrullajes y operativos construyen un ambiente de temor y angustia que en muchos casos sirven, más que para contener la violencia, para desmovilizar a la sociedad, para evitar que se organice y se manifieste. En los dos años del gobierno de Peña, el gasto militar no ha dejado de aumentar y no sorprendería que las próximas reformas tengan la finalidad de blindar legalmente las intervenciones militares en la seguridad pública, como lo han solicitado reiteradamente los altos mandos castrenses.


Así que para todos aquellos que se vanaglorian del éxito de las reformas (entendido éste como lo fácil que fue imponerlas en el congreso) habrá que recordarles que este tipo de operaciones políticas tienen siempre un costo. Nada es gratis en política y la pregunta no es si la pobreza aumentará, porque los hechos la responden y la responderán sin tapujos, sino si la paz social necesaria para saquear los recursos naturales de México será posible sólo con la propaganda oficial triunfalista y convenientemente aderezada por los medios de comunicación. Pero eso no parece preocuparles a los que estacionaron sus automóviles en plena plancha del zócalo para rendirle tributo al tlatoani encopetado: para eso están las bayonetas.