martes, 16 de diciembre de 2014

Terrorismo de Estado: fase superior del TLCAN-NAFTA

El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (o NAFTA en inglés) es un proyecto de integración regional cuyas principales características son el bandidaje a gran escala, el coloniaje y la agresión sistemática a las poblaciones. A diferencia de otras tentativas integracionistas, acaso como la Unión Europea, el TLCAN no ofrece ni una sola concesión a las poblaciones civiles, sólo despojo, opresión y represión. En Europa, aún cuando la Unión resultó considerablemente lesiva para los países más rezagados (España, Grecia, señaladamente), los ciudadanos y trabajadores medianamente calificados tienen la oportunidad de salir de sus países de origen y emigrar a otros dentro de la Unión en busca de horizontes laborales, con una situación jurídica regular. No se trata de aplaudir las cosas que allá se hacen bien o mal; y tampoco ignoramos que esa integración europea responde más o menos a los mismos procesos, fuerzas e intereses que privan en el TLCAN, en claro beneficio de las élites regionales e internacionales. La referencia sólo pretende poner de relieve la dimensión de la tiranía que identifica al bloque que corresponde a nuestra región. Acá los mexicanos (y por extensión los centroamericanos) son víctimas de los más siniestros atropellos en su intento por cruzar “al otro lado”. Y los pocos que lo consiguen, a menudo son objeto de discriminación, violación de derechos laborales y humanos: migran de una realidad vejatoria a otra, con el agravante de la irregularidad legal e indocumentación indefinida, y con frecuencia a vivir en condiciones de hacinamiento infrahumanas. Esas son las “bondades” de “nuestra” integración regional, que por cierto no es “nuestra” sino de ellos, de los barones que arriba administran la calamidad en provecho de intereses facciosos e inconfesables. 

La simultaneidad de la agitación política en México y Estados Unidos no es accidental: el TLCAN es una política de estrangulación social transfronteriza, sin concesiones o consideraciones. Es una política de todo para ellos, nada para nosotros. Fórmula rudimentaria pero implacablemente fehaciente. 

Y dado que el pillaje, el ultraje de soberanías, y la violencia contra familias e individuos, naturalmente produce resistencia e indignación, se hace necesario, desde la perspectiva de los poderes constituidos, escalar las tácticas de represión, elevarlas a rango de producto único y vital de Estado. La primacía de las políticas de seguridad nacional y la gestión militarizada de los asuntos sociales en ambos países es parte de una estrategia cuyo objetivo es intimidar, controlar y aplastar cualquier viso de oposición al proyecto de los capitales congregados en el TLCAN. 

Los casos más visibles –mediáticamente– de este escalamiento de violencia y represión, correspondientes a la zona de “seguridad” que comanda Estados Unidos, son, por un lado, los estudiantes normalistas ejecutados y/o desaparecidos en Iguala, Guerrero (no se deben ignorar las decenas de miles de cadáveres sembrados en fosas comunes a lo ancho de toda la geografía nacional), y por otro, los cerca de 20 asesinatos de civiles afroamericanos cometidos en los últimos dos años por agentes policiales en EE.UU. Pero como bien apuntan múltiples analistas, eso es tan sólo la punta del iceberg. 

Desde que arreciaron las movilizaciones en los dos países, el número de ejecuciones extraoficiales, secuestros, desapariciones forzadas, feminicidios, han aumentado exponencialmente. La diferencia versa en que ahora las poblaciones están alertas y consignan todas esas ocasiones de crimen, claramente imputables al Estado. Se cobró conciencia de que esas modalidades de delito nunca fueron hechos aislados, sino el signo de una epidemia de brutalidad estatal cuya letalidad va a la alza.  

En México, por ejemplo, las organizaciones civiles reportaron en menos de una semana tres feminicidios que encienden la alarma (por añadidura a 19 plagios en Guerrero, y 70 desapariciones forzadas en Puebla, en el transcurso de un mes). Y no sólo por la saña de los atentados sino también, y acaso más señaladamente, por el perfil de las víctimas: jóvenes estudiantes que se presume participaron en la jornada de protestas que recién transcurrió. 

Esta ola de criminalidad sin freno tiene un correlato: la inacción inescrupulosa de las instituciones judiciales. En materia de justicia y seguridad, la única presunta solución que alcanzan a enunciar, y no sin dificultades, es el trillado recurso militar. Si se hiciera un seguimiento de todos los casos de tratamiento militar a los problemas sociales en la región, no alcanzaría una obra enciclopédica para englobarlos todos. El TLCAN se basa en esta fórmula: gestión militarizada de los asuntos sociales, y control criminal de las poblaciones. 

No se ve por ningún lado una voluntad para desviarse de estas coordenadas. Pese a los recortes previstos en materia de “ayuda exterior”, el Departamento de Estado de EE.UU. aprobó el otorgamiento de 115 millones de dólares a México con la condición de que 80 millones de ese monto estuvieran dirigidos a “tareas de seguridad y antinarcóticos” (léase militarización), y sólo “35 a refuerzo de las instituciones democráticas” (Semana 12-III-2014). El plan sigue en marcha a pesar de los señalamientos que fincan responsabilidades a las fuerzas castrenses en los ominosos casos de Tlatlaya y Ayotzinapa, y aún con los reportes de la Comisión Nacional de Derechos Humanos que denuncian un incremento del 1000% (¡sic!) en materia de violaciones de derechos humanos por parte de los militares a raíz de su involucramiento en tareas de seguridad pública. 

Otro desafortunado aspecto que mancomuna a los dos países suscritos al TLCAN es el de las prácticas de tortura y detención clandestina. Cabe recordar que en fechas recientes comenzaron a circular un par de informes, uno de Amnistía Internacional otro del Senado en Estados Unidos, que revelan que las fuerzas de seguridad en México y EE.UU. incurren sistemáticamente en estos actos criminales y violatorios de los derechos humanos fundamentales. 

Además, en México y Estados Unidos las instituciones de justicia y seguridad están en bancarrota. Que un gran jurado decidiera absolver a Darren Wilson –oficial de policía blanco– por el homicidio del joven negro Michael Brown, tras un juicio plagado de irregularidades e inusual, pone al descubierto que la desprotección jurídica es un ave migratoria, y lesiona la integridad de las poblaciones de los dos lados del río. 

Pero estos problemas intramuros no frenan a Estados Unidos en la persecución de su agenda extramuros, máxime cuando se trata de su doliente socio: México. El TLCAN debe seguir su desastroso curso. Después de las reformas aprobadas al sur del Río Bravo, la preocupación de EE.UU. por la solvencia de los negocios involucrados en ese ciclo reformista se hace más patente. Las acciones de protesta por Ayotzinapa tienen en estado de vilo a los inversionistas en el país vecino. Estas jornadas de movilización desnudaron a su virrey, Enrique Peña Nieto, y destaparon su debilidad. Y si alguna vez la consigna desde Estados Unidos fue “salvar al soldado Peña” (revista Time), ahora, frente al desmoronamiento-harakiri de esa administración, la gavilla de estrategas reunidos en Washington comienza a fabular un plan de emergencia, en la eventualidad de un virtual jaque al peñanietismo. Y dado que el único renglón de la supremacía de Estados Unidos que sigue ilesa es la fuerza militar, el conflicto que enfrenta el pináculo de la jerarquía estadunidense en tierras subsidiarias se suscribirá lógicamente al recurso militar. Las recientes declaraciones del titular de la Secretaría de la Marina, almirante Vidal Francisco Soberón Sanz, en el sentido de una presunta manipulación de los padres de familia de los normalistas desaparecidos, anuncian el uso de los mandos militares en México para restablecer la paz sepulcral que añoran los inversores norteamericanos al sur de su frontera, en beneficio exclusivo de sus agendas empresariales. A esta misión evangelizadora se sumará también el capo de la diplomacia estadunidense, John Kerry, quien hace unos días sostuvo: "apoyaremos al presidente Peña Nieto en sus esfuerzos para promover las reformas fundamentales de seguridad y justicia que México merece" (La Jornada 10-XII-2014). Todo indica que será Kerry quien se ocupe de coordinar las acciones diplomático-militares en tierras guadalupanas. 

Pero en México únicamente se autoengañan las autoridades. La población conoce el fondo oscuro de esos bienaventurados “apoyos”. Raúl Zibechi escribe: “Más que campañas desinteresadas se trata de diseños de intervención/ocupación adosados con miles de millones de dólares… para, con aval oligárquico, infligir brutales operativos de terrorismo de Estado, con miras al desalojo poblacional en regiones y territorios de interés por sus mercados, cultivos y/o riquezas naturales”. (La Jornada 11-XII-2014).  

La Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN), que firmaron los dos países en 2005 y que es el agregado militar del TLCAN, representa una intensificación de esos diseños de intervención-ocupación con fines de desposesión. 

Por todo lo sostenido anteriormente, se puede concluir que la gestión militarizada de los asuntos públicos y el control criminal de las poblaciones, ejes torales del TLCAN, se traducen en terrorismo de Estado. Y que la solución militar a los problemas sociales es terrorismo. 

Aunque ya se ha dicho en diversos foros, cabe insistir que no estamos frente a hechos aislados de violencia barbárica. Se trata de un terrorismo de Estado, conscientemente concertado y ejecutado. Y este terrorismo de Estado es consustancial a la fase superior del TLCAN-NAFTA.

viernes, 5 de diciembre de 2014

¿Qué es un narcoestado?

Wil G. Pansters, en un texto que lleva por título “Del control centralizado a la soberanía fragmentada: narcotráfico y Estado en México”, documenta que en la víspera de las elecciones presidenciales de 2000, el New York Review of Books publicó un artículo en el que se inquiría si el Estado mexicano era un narcoestado. La preocupación en realidad gravitaba alrededor de la candidatura de Francisco Labastida, exgobernador de su natal Sinaloa, y sobre cuya persona circulaban rumores acerca de presuntos vínculos con el narcotráfico. En esa época todavía existían académicos, funcionarios e intelectuales que sostenían que el narcotráfico era una lacra constitutiva a la supremacía indisputada del Partido Revolucionario Institucional. Naturalmente, las expectativas de esos grupos “críticos” (nótese el entrecomillado) estaban colocadas en el candidato de oposición: Vicente Fox Quezada, del proto-falangista Partido Acción Nacional. Sin embargo, la fallida “alternancia” refutaría esos torpes diagnósticos, y confirmaría que el problema no podía explicarse sólo “en términos de redes y lealtades partidistas en sí” (G. Pansters). 

El texto referido tiene algunas virtudes. Pero, como ocurre a menudo con los estudios acerca del narcotráfico, yerra en las premisas de fondo, y atiende el problema admitiendo la hipótesis falsaria que coincidentemente utiliza el discurso oficial para justificar la guerra contra el narcotráfico: a saber, la de una disputa entre soberanías, o bien, la de un desafío del crimen organizado al poder del Estado. Esta lectura es altamente lesiva para la comprensión del fenómeno en cuestión. E inevitablemente refuerza la tesis de ciertos autores como Edgardo Buscaglia, que a nuestro juicio distorsiona la trama de la alianza Estado-narcotráfico en México. Buscaglia escribe: “El crecimiento de la delincuencia organizada extremadamente violenta y transnacional se alimenta siempre de vacíos y fallas del Estado”. Si se extiende un poco más este razonamiento, termina desembocando allí donde acaban casi todos los análisis estériles: en sostener que el Estado mexicano es un Estado fallido. Y por extensión, en responsabilizar principalmente a la clase política por el drama del narcotráfico y la narcoviolencia. Esto se traduce en una explicación insolvente, que el propio Buscaglia resume ciñéndose a una falacia teórica garrafal: que “el corazón del narco son los políticos”. Desde luego que los políticos están involucrados en el narco. Pero conferirles el rol protagónico en la materia, es por lo menos tan errado como creer que la alternancia partidaria va a resolver el problema. 

Por eso se hace necesario definir qué es un narcoestado. Justamente para evitar estos tropiezos explicatorios. 

Narcoestado es más que una mera consigna empuñada al vapor del ciclo de protestas en curso. Hay quienes piensan que se trata de un neologismo con un alcance sólo panfletario. La propuesta, no obstante, es que el término tiene un valor conceptual. Y que por consiguiente connota y denota algo preciso, concreto. 

Narcoestado es más que un maridaje histórico entre el narcotráfico y el Estado. De hecho, no existe un Estado que se pueda sustraer de esta unión con la criminalidad, o con los ilegalismos que engloba el concepto de “narco”. El narcoestado es algo más que esa relación coyuntural o histórica entre crimen y Estado. 

Lo que acá se plantea es que un narcoestado es un modo específico de organización de la violencia y los intereses dominantes. Y que estos intereses dominantes están orgánicamente articulados a la criminalidad e ilegalidad. Es la organización de los negocios criminales alrededor del Estado. 

Cabe hacer algunas precisiones para entender esta ecuación. 

Para situarnos en un terreno común, adviértase que un Estado es básicamente una forma organizada de la violencia. Y que esa organización de la violencia –el Estado– responde a los modos de una clase dominante o un poder constituido. Es decir, el Estado es una violencia al servicio de un poder. 

En este sentido, un narcoestado no puede ser llanamente un contubernio entre un partido político y las redes del narcotráfico, como sugirieran algunos documentos como el arriba citado. Tampoco se trata de un Estado donde el crimen organizado tiene injerencia en los procesos y procedimientos de la administración pública. Mucho menos se puede hablar de narcoestado ahí donde ciertas empresas criminales cosechan réditos extraordinarios con el tráfico de la droga. Para tal caso, todos los Estados serían narcoestados

Por eso es preciso insistir en la especificidad de un narcoestado. En suma, se trata de un Estado que impulsa ciertas políticas (e.g. la guerra contra el narcotráfico) que suministran ex profeso una trama legal e institucional en beneficio irrestricto de los negocios criminales. Es el predominio categórico del binomio criminalidad empresarial-violencia criminal en la trama de relaciones sociales comprendidas en un Estado. 

Por ejemplo, en México es virtualmente imposible aspirar a un cargo de elección popular sin el aval y el financiamiento de las organizaciones criminales. Lo cual resulta cierto para todos los niveles de la cadena de mando político, es decir, municipal, estatal o federal. Esto implica que el crimen tenga control de la totalidad de las instituciones de Estado. Por eso se dice que tenemos un narcoestado. Otro ejemplo lapidario es la situación de los ministerios públicos o las instituciones judiciales. Más de un agente ministerial ha confesado en encuentros con periodistas, que la orden de “arriba” es desestimar los casos que involucren personas desaparecidas a manos del crimen, y por consiguiente tienen la instrucción de abortar cualquier seguimiento a esas ocasiones de delito. Con ligeras variaciones en las diferentes entidades federativas, el porcentaje de impunidad oscila entre el 98 y el 100 por ciento. Esto no es un desafío del crimen al Estado: eso es un Estado al servicio del crimen. 

Para recapitular, cabe recordar lo sostenido en otra entrega: “Un narcoestado es un Estado donde la institución dominante es la empresa criminal. Los funcionarios de ese Estado están todos coludidos con el narco, pero no por una cuestión de corruptelas personales o grupales, sino sencillamente porque el narco es el patrón de ese Estado. La narcopolítica es la cría de los negocios criminales, creada por y para la empresa criminal. Y con los narcofuncionarios, los patrones –la empresa criminal– ganan mucho más. En este sentido, la impotencia o negligencia de las instituciones para perseguir a los delincuentes es la ley natural de un narcoestado. El Estado es el brazo legalmente armado de la empresa criminal...” (http://lavoznet.blogspot.mx/2014/11/fin-al-narcoestado.html). 

Resumidamente, el narcoestado es la modalidad específica de organización de la violencia en México. Desde luego que no es un Estado fallido: es un Estado criminal. La guerra nunca fue contra las drogas o el narcotráfico. La guerra es una política de Estado para organizar la violencia en beneficio de la empresa criminal. Y el resultado de esa política es la configuración de un narcoestado.

http://www.jornadaveracruz.com.mx/Nota.aspx?ID=141205_065806_954

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Iguala y Tlatelolco: lo que los une y lo que los separa. 2/2

La matanza de Tlatelolco ha sido señalada como un punto de inflexión en el devenir del régimen político en México, ya que la sociedad nunca volvió a ser la misma. El agravio fue de tal magnitud que una década después el estado se vio obligado a reformarse, abriendo el juego electoral a partidos marginados en la clandestinidad, como el Partido Comunista Mexicano (PCM). La reacción de la sociedad mexicana, si bien en apariencia inexistente en un primer momento, configuró poco a poco una nueva relación entre sociedad y estado. Por un lado, la sociedad empezó a organizarse al margen del corporativismo posrevolucionario y por el otro empezó a producir información acorde con una agenda propia para contrarrestar  la información oficial.

Un elemento central en este proceso fue el surgimiento de dos corrientes políticas que articularon una respuesta para enfrentar la represión y el debilitamiento de la legitimidad del gobierno federal a partir de 1968. La primera corriente se concentró en aglutinar fuerzas para crear un partido político opositor con base en la ideología socialdemócrata que privilegió la lucha electoral para transformar al país. La segunda corriente se concentró en el trabajo de base, orientado a organizar desde abajo a la población para gestionar sus intereses frente al estado. Una fracción de esta corriente se radicalizó, surgiendo grupos guerrilleros en varias ciudades y en zonas rurales como la de Guerrero, argumentando la imposibilidad de cambiar desde la vía pacífica.

Habría que señalar que la aparente inmovilidad de la sociedad después del 2 de octubre estuvo causada en parte por el férreo cerco informativo que aplicó el estado para evitar que la sociedad se enterara cabalmente de los hechos. Un ejemplo de ello fue la actitud de Jacobo Zabludovski, quien un día después en el noticiario más visto del país, informó de todo menos de lo acontecido en Tlatelolco.  Pero además la represión fue brutal y tanto en la ciudad de México como en el resto del país se detuvo a cientos de estudiantes y ciudadanos que habían manifestado públicamente su apoyo al movimiento estudiantil. A su vez, el corporativismo mexicano logró que los sindicatos se mantuvieran al margen, obligando a los trabajadores a protestar de manera individual; los tres sectores del PRI cerraron filas y si tomamos en cuenta que buena parte de la población estaba nominalmente en el partido del estado, las protestas sociales se redujeron a su mínima expresión.

Casi medio siglo después, las relaciones entre el estado y la sociedad mexicana se han modificado de manera importante aunque no se puede pasar por alto que el PRI sigue gozando del apoyo de importantes sectores de la sociedad.  Hoy existe una sociedad más consciente de su responsabilidad para salvaguardar sus libertades civiles frente a un estado que se ha militarizado, reforzando su carácter autoritario a pesar de transiciones democráticas, creación de órganos autónomos y reformas constitucionales orientadas a colocar en el centro del marco constitucional a los derechos humanos.  La herencia del 68 se materializó en la rebelión de las comunidades indígenas en Chiapas; el primero de enero 1994 dijeron ¡Ya Basta! arrastrando consigo a sectores de la población tradicionalmente marginados de la lucha política pero sobre todo a la juventud mexicana, que vio en el levantamiento zapatista un ejemplo de dignidad y resistencia, un camino legítimo para actuar. El EZLN puso al descubierto para muchos la simulación reformista y democratizadora del estado, abriendo un nuevo ciclo de luchas sociales que persiste hasta nuestros días.

A partir de 1994, las nuevas tecnologías de la información debilitaron fuertemente poder del estado para ocultar y manipular la información. Esto no quiere decir que el cerco informativo haya desaparecido y aunque hoy esté debilitado sigue operando, al grado de que hoy los medios de comunicación sostienen alianzas con el estado con mucho mayor margen de negociación que hace casi medio siglo. Sin embargo, las redes sociales han abierto un espacio, limitado si se quiere pero muy efectivo para hacer visible el autoritarismo estatal. La indignación de la sociedad mexicana le deber mucho a la difusión de la barbarie en las redes sociales aunque habría que agregar el aumento de la pobreza, la inseguridad y la soberbia de los actores políticos institucionales, en particular los partidos políticos y los gobiernos federal y estatales.

Los ejemplos de autogestión y autonomía se han multiplicado desde 1994. Frente a la situación de inseguridad en la que vivimos han surgido o se han fortalecido policías comunitarias, autodefensas y municipios autónomos. Los casos de Michoacán y Guerrero han demostrado la eficacia de éstas formas de organización para enfrentar a los cárteles del narcotráfico y, al mismo tiempo, el temor del estado por perder su maltrecho monopolio de la fuerza legítima. Es aquí donde radica un elemento central que separa la sociedad del 68 y la de ahora.


En este sentido. la presente coyuntura está estrechamente relacionada con la matanza de Tlatelolco y dicha relación no está dada sólo por la existencia de delitos de lesa humanidad, como lo son el genocidio y la desaparición forzada, sino sobre todo porque los integrantes del estado y los gobiernos siguen demostrando su desprecio por la población que dicen representar, hoy más que nunca. Más allá de reformas cosméticas y estilos de gobernar, el estado mantiene su misión última: mantener el sistema de dominación, cueste lo que cueste. Y esto representa sin duda un elemento que nos permite comparar dos hechos que, a pesar de su distancia en el tiempo, visibilizan la naturaleza del estado liberal. Del estado no se pueden esperar acciones para que la barbarie desaparezca; sólo la sociedad puede lograrlo, manteniendo la ruta trazada por los zapatistas y dándole vida en todos los espacios posibles.