sábado, 28 de marzo de 2015

Impunidad en caso Ayotzinapa: el Estado al servicio del crimen

A seis meses de la desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa, y la ejecución de otras seis personas cuyas historias pocas veces figuran en la trama, cabe la conjetura de que el gobierno federal administró exitosamente el inicuo episodio de barbarie. El propósito era superar la “crisis” con el menor costo político para los poderes involucrados: gobiernos municipal, estatal, federal; ejército; policías municipal y estatal. Es interesante –aunque no menos indignante– observar la fortaleza del Estado en materia de fuero e impunidad: en una operación que intervinieron casi todos los niveles de mando de la autoridad pública, el costo para los poderes constituidos se redujo a la reubicación de un procurador en otro cargo público, la aprehensión de un alcalde (que es la única figura de mediano-alto rango que enfrenta un proceso penal) y la destitución de un gobernador que continua su carrera política caciquil desde las comodidades del anonimato. Eso desde el punto de vista institucional doméstico. En el ámbito de las relaciones internacionales, el crimen de Estado no tuvo más efectos que la reprensión pública del Parlamento Europeo y la emisión de recomendaciones de las acomodaticias Comisiones de Derechos Humanos Nacional e Interamericana. Y claro, cabría agregar –sin afán de minimizarlo– la movilización ciudadana que encabezan los padres de familia de los normalistas, que por cierto es algo que está administrando el gobierno también con relativo éxito. Bien podría argüirse que ya pasó la tormenta. En la lógica cortoplacista de la política pragmática, el régimen solventó satisfactoriamente el lapsus de crisis. Pero sin duda las consecuencias políticas latentes para el Estado no son todavía visibles. Por ahora, priva la impunidad total. 

Y esta es la cuestión en torno a la cual se hace urgente reflexionar. Ayotzinapa es un crimen que involucra a la totalidad del Estado, porque es el Estado el que suministra la trama de condiciones para la comisión de esos  delitos de lesa humanidad. En la “razón de Estado”, Ayotzinapa es un procedimiento rutinario. Cuando ciertas organizaciones no gubernamentales o civiles exigen “reparación de daños” o justicia al Estado, no hacen más que refrendar la autoridad de ese Estado, y delegar a ese centro de poder (a veces involuntariamente) la facultad extraordinaria de juzgar sus propios actos delictuosos. Este es el principio de la impunidad. 

En el fondo de esos reclamos persiste la idea de que una autoridad es legítima por el sólo hecho de ser una autoridad formal. Pero esta idea se traiciona en los contenidos. La presunta legitimidad del Estado mexicano es esencialmente coacción revestida de simulacros de consenso pobremente montados. Es preciso comenzar a virar la relación Estado-población con base en ese precepto que enuncia Noam Chosmky: “El poder es siempre ilegítimo hasta que no demuestre lo contrario”.  Especialmente en un régimen tan desquiciadamente corrupto, este es el principio que debe guiar la acción ciudadana. Pero el problema no es de un régimen: es de un Estado. Cabe hacer notar que en este país los últimos gobiernos han alcanzado el mando del Estado a través de golpes de Estado constitucionales (1988, 1994, 2006, 2012). Golpes que, por otro lado, la intelligentsia mexicana llama elecciones democráticas. Pero que ponen al descubierto una realidad incontrovertible: la constitutiva ilegalidad e ilegitimidad de las instituciones de Estado. 

La corrupción, en este sentido, es un asunto de Estado, y no una anomalía. Reclamar justicia a la fuente de corrupción es, otra vez, el principio de la impunidad. 

Con estas ideas en mente, cabe hacer una última reflexión. 

La impunidad no es un signo de debilidad institucional, ni de “captura” del Estado por parte de algún agente extraestatal. No se puede admitir esta tesis en un país donde las máximas figuras de autoridad contravienen sistemáticamente las leyes, e incurren en actos o decisiones anticonstitucionales. Parece más bien que todo está dispuesto, incluido el aparato de justicia, para imponer un orden de excepción. Ayotzinapa es presa de esa excepcionalidad.

El segundo ciclo de reformas neoliberales, que abarcó áreas económicas estratégicas, es una desposesión de facto de patrimonios y derechos, y en este sentido una profundización de la excepcionalidad. 

El uso del ejército para combatir un enemigo interno, con facultades y prerrogativas de policía, pero con el goce de fuero militar, es una invitación a transgredir derechos básicos e instalar un manto de opacidad que se traduce en impunidad. 

La ausencia de justicia es una acción de Estado, no un síntoma de inoperancia. Dawn Paley, periodista independiente, dice: “La impunidad no es el resultado de un Estado débil o deficiente, sino que se proporciona de forma activa a la pléyade de grupos armados que cometen crímenes y actos de terror contra ciudadanos, migrantes y pobres. La provisión de impunidad a actores armados que están políticamente alineados con el capitalismo es parte de la razón de ser de un moderno Estado-nación”.

Es la impunidad la que fortalece el control estatal. Del Estado no se pude esperar justicia para Ayotzinapa. 

Es la hora de la rebelión ciudadana. 

domingo, 22 de marzo de 2015

La Doctrina Monroe o la paródica reedición del colonialismo estadunidense en América Latina

El despido de Carmen Aristegui de MVS en México, los fondos buitre o el misterioso homicidio del fiscal Nisman en Argentina, la catalogación de “inusual amenaza” que por decreto unilateral endosó la administración de Barack Obama a Venezuela, el  “fuera” Dilma de las movilizaciones en Brasil, el opaco “reencuentro diplomático” entre EE.UU. y Cuba, la infiltración de los intereses norteamericanos en el proceso de paz colombiano que tiene lugar en La Habana, el “fortalecimiento” del dólar frente a las unidades monetarias latinoamericanas, son prueba fehaciente de otro episodio de colonialismo estadounidense en la región. Sin duda que ciertos analistas argüirán que estos eventos están libres del injerencismo de Estados Unidos. Pero basta con observar el perfil de las acciones de la alicaída potencia en otras geografías, y la terca presencia de la “solución” militar en el tratamiento de los problemas que enfrenta el “pináculo de la jerarquía estadounidense”, señaladamente los países limítrofes con Rusia, Afganistán, Siria e Irak, para inferir la presencia de un plan global de acción contra los territorios que en otra época administró sin restricciones Estados Unidos. Otras referencias valiosas que apuntan en la dirección de una agenda de reconquista regional son las tentativas de desestabilización en Ecuador, Bolivia, y los golpes de Estado exitosos en Honduras y Paraguay, en cuya confabulación estuvieron involucrados abiertamente ciertos conciliábulos de Washington.

¿Qué habría ocurrido si un hecho análogo a la desaparición de los normalistas en Guerrero hubiera tenido lugar en Venezuela? En México –país vecino de Estados Unidos– el crimen sigue impune, y la comunicadora que más cobertura brindó a ese y otros temas de corrupción sórdida fue abruptamente retirada del aire, en un despido masivo que involucró a todo su equipo de investigaciones especiales. Ningún funcionario público está bajo proceso penal por el delito en Guerrero, aún cuando la Comisión Interamericana de Derechos Humanos calificara los hechos violentos en Iguala como un acto de “desaparición forzada” y por consiguiente un crimen de Estado. Hay que señalar que Estados Unidos nunca condenó propiamente la desaparición de los 43 normalistas. Los heraldos de Washington, incluida la prensa pretendidamente crítica, urdieron un discurso de censura, pero rigurosamente concentrado en la figura de Enrique Peña Nieto; una administración de la tragedia que hace suponer que se trató de una típica reprimenda de un patrón a un empleado, con el propósito de conseguir más docilidad u obsecuencia de ese subalterno.
   
Venezuela, que ni por asomo atraviesa una crisis humanitaria equiparable a la de México (aún cuando se acuse que los índices de inseguridad son altos), que jamás insinuó agredir u ocupar militarmente un país soberano, fue declarado, a través de un decreto expedido por el presidente Barack Obama, una “amenaza para la seguridad de Estados Unidos”.

Adviértase el doble rasero. En México, el propio Estado es una amenaza para la seguridad de la población doméstica. Pero como el gobierno de México es un aliado rastrero de Estados Unidos, allí la solución a la crisis siguió un curso favorable para los poderes públicos: el silenciamiento de la única informadora crítica en el ámbito de la prensa comercial, y la disposición ex profeso de un manto de opacidad e impunidad alrededor del caso Ayotzinapa. El mutismo de Estados Unidos al respecto es un guiño de anuencia En cambio Venezuela, cuyo gobierno representa un freno para la agenda estadounidense en la región del sur, es blanco de castigos e imposiciones (destaca la sanción a siete funcionarios de ese país), por cuanto constituye, según Washington,  “una amenaza extraordinaria (sic) para la seguridad nacional y política exterior de Estados Unidos”, que es como un revival de aquella declaratoria de Ronald Reagan que terminó en una impresentable intriga de corrupción, crimen y contrainsurgencia en Nicaragua (Irán-Contra). Reagan dijo: “Yo, Ronald Reagan, encuentro que las políticas y acciones del gobierno de Nicaragua constituyen una inusual y extraordinaria amenaza a la seguridad nacional y a la política exterior de Estados Unidos, y declaro una emergencia nacional para enfrentar esa amenaza”.

En el fondo, Estados Unidos está obstinado con cambiar esa situación que oportunamente describe Evo Morales: “Washington debe saber que no estamos en tiempos de reparto imperial y el modelo neoliberal ya no sirve para América Latina”.

Con base en la evidencia disponible se pueden anticipar algunas inercias en la acción intervencionista de Estados Unidos.

El modelo más efectivo para hacer avanzar la agenda de Washington es el de la guerra, especialmente en la modalidad colombo-mexicana. Estados Unidos entrena a grupos paramilitares de origen venezolano en territorio mexicano y colombiano. No es ninguna novedad que ese país escoja el paramilitarismo como estrategia de insurgencia y/o desestabilización de gobiernos legítimos adversos a la injerencia estadounidense. La apuesta de los barones en Washington es introducir suficientes células de insurgencia paramilitar en Venezuela, con el apoyo de las élites de este país (históricamente disciplinadas), sabotear la economía de la nación sudamericana, y desestabilizar el gobierno en turno con base en tácticas multifactoriales. El derrocamiento de un régimen por la vía paramilitar es altamente rentable para la segunda etapa del golpe: arrastra una estela de violencia, delincuencia e inseguridad que justifica una eventual guerra contra el crimen que, como se ha visto en Colombia y México, es el preámbulo de una usurpación de patrimonios y recursos.

Dawn Paley, periodista independiente, resume este procedimiento rutinario: “Inmediatamente después del Plan Colombia, la compañía estatal de petróleo, Ecopetrol, fue privatizada, y nuevas leyes fueron promulgadas para alentar la inversión extranjera directa… batallones especiales del ejército fueron entrenados para proteger los oleoductos que pertenecían a compañías estadounidenses. En el marco del Plan Colombia, la inversión foránea en las industrias extractivas se elevó a los cielos, y se firmaron nuevos acuerdos comerciales”.

¿Acaso no es la misma fórmula que se usó en México? Primero la guerra; luego la militarización o el Plan México (Iniciativa Mérida); y por último el ciclo de reformas que abarcó la privatización de la industria petrolera.
   
En Colombia y México todo está organizado alrededor de la rapiña. Los intentos de desestabilización en Argentina, Brasil, Venezuela y otras naciones de Centro y Suramérica, aspiran a la restauración oligárquica en esos países. Básicamente apuntan a la instauración de regímenes con vocación entreguista, como Colombia y México. Él propósito es que todo se organice alrededor de la desposesión, de tal modo que Estados Unidos conserve una posición dominante en esa carrera por la supremacía que sostiene con China, Rusia, y en menor medida Europa.
   
Y aunque es cierto que estos eventos descritos traen a la memoria el fantasma de la Doctrina Monroe, cabe recordar, acaso a modo de aliento, la advertencia del viejo Marx:  “Hegel señala que a veces los hechos y personajes de gran importancia en la historia mundial se repiten dos veces. Olvidó agregar: la primera vez como tragedia, la segunda como farsa”.  

jueves, 19 de marzo de 2015

Libertad de expresión y propiedad privada: los límites de la democracia liberal.

El conflicto escenificado por Carmen Aristegui y MVS ha provocado una amplia reacción de parte de un importante sector de ciudadanos, periodistas, políticos y organizaciones de la sociedad civil. El fondo del asunto ha quedado definido por dos posiciones opuestas: la idea de que el problema es entre particulares, sostenido por el gobierno federal, y la idea de que el asunto tiene que ver con la libertad de expresión, que ha sido sostenido en general por los que apoyan a la conocida periodista.

Efectivamente, el despido de Aristegui puede ser reducido a la oposición arriba mencionada, la cual define claramente los límites de los derechos humanos en una democracia liberal. Si bien esta última resulta ser el espacio ideal para la defensa de los derechos humanos –según los liberales de todos colores- dicha defensa se agota en el momento en que se presenta ante el templo del dios todopoderoso del liberalismo: la propiedad privada.

De nada sirven los tratados internacionales, las leyes e instituciones promovidas hasta la náusea por el estado liberal por medio de las cuales se promueven libertades y derechos, la verborrea de los políticos y funcionarios que una y otra vez se inclinan ante la majestad de la dignidad humana; porque por encima de todo eso está la libertad de explotar a quien se pueda amparado en la sacrosanta propiedad privada.

La propiedad privada resulta entonces el valor central de toda la democracia liberal y todo lo demás se subordina a ella pues, de acuerdo a los teóricos de la democracia (Sartori por ejemplo, en su libro Teoría de la democracia), sin liberalismo, o sea sin el respeto irrestricto y absoluto a la propiedad privada, no puede existir la democracia. Dicho de otro modo: la democracia sólo puede existir en un estado liberal, el cual coloca en el centro de su deteriorado edificio a la propiedad privada. Más aún, y de acuerdo con el autor italiano: “… más democracia no implica menos liberalismo… nuestra democracia no puede ser más que un orden jurídico apoyado en un complejo de términos de libertad.”  Y ese complejo de libertad descansa precisamente en la propiedad privada y todas las demás libertades giran alrededor de ella.

Sobra decir que la mayoría de las personas, al detenerse a observar la democracia liberal no logran traspasar el velo de los derechos humanos, del pluralismo, del estado de derecho, del voto universal y las lecciones periódicas, que está ahí precisamente para ocultar el hecho de que la democracia liberal es un traje hecho a la medida para mantener como su principio básico la propiedad privada. Ya Lenin lo dijo hace muchos años y cito de memoria: la democracia liberal es el mejor disfraz de capitalismo.

Es por eso que resulta interesante observar las protestas de la ciudadanía en el caso del conflicto de MVS vs. Aristegui. Demuestran que el velo de las libertades ya no cumple como antaño con la finalidad de ocultar sutilmente al verdadero dios de la democracia liberal. Más que defender a la periodista están defendiendo la idea de que los límites para la existencia de la libertad no radican en la defensa de la propiedad privada sino en la defensa de los derechos, en este caso el derecho a la información y de la libertad de expresión. Que la propiedad privada como bien privado, debe estar subordinada a los derechos humanos como bien público. En la medida en que esta confusión se aclare –o al menos se discuta y se visibilize- colocando en la base al bien público sobre los intereses privados, estaremos en condiciones de construir una democracia al margen del liberalismo, a pesar de lo que dijo Sartori.


Por eso no sorprende la posición del gobierno federal al asumir que es un conflicto entre intereses privados, lo que me recuerda una de las frases famosas de Vicente Fox: ¿Y yo por qué? para responder a la exigencia para que interviniera en el conflicto entre dos canales televisivos en enero de 2003. A pesar de que el espectro radioeléctrico no es propiedad privada sino pública -por lo que el estado está obligado a garantizar que las empresas que gozan de dichas concesiones coloquen el derecho a la información por encima de su propio interés- la tendencia en el manejo de los medios de comunicación en México apunta a una mayor concentración que fortalezca la violación sistemática de los derechos humanos y que defienda y promueve intereses privados. El uso privado de bienes públicos es claramente una manera de limitar o conculcar derechos. En la democracia liberal todos los derechos a una vida digna son subordinados a la garantía absoluta de la existencia y ampliación infinita de la propiedad privada. Bien decía Proudhon: la propiedad es un robo.

viernes, 13 de marzo de 2015

Los mitos acerca de la guerra contra el narcotráfico / Versión completa

La literatura sobre el tema pocas veces abona al conocimiento de los resortes de la guerra contra el narcotráfico. Si bien el periodismo aventaja a la academia en la documentación de los horrores de la guerra, lo cierto es que los dos, periodismo y academia, presentan un rezago importante en la explicación de las causas. Yerran quienes hurgan sólo en la historia del narcotráfico, en esa histórica relación entre el Estado o agentes estatales o partidos políticos y las organizaciones del crimen organizado, señaladamente el narco, que es una figura preeminente de la delincuencia en el país. Es posible que allí se puedan documentar algunas claves. Pero el error radica en concentrar la atención en esa historia –la del narcotráfico– y no en la guerra. Esta literatura acerca de la historia de la delincuencia organizada ha ido a la alza en los últimos ocho años, ciertamente en respuesta a la conflagración que por decreto unipersonal inauguró Felipe Calderón. Wilbert Torre, autor de Narcoleaks, recupera una anécdota acerca de este panista mesiánico, que ilustra el despropósito de sus políticas y la estulticia de los impulsores: “Muy al inicio de su gestión, un día Barack Obama se le ocurrió comparar a Calderón con Elliot Ness, el legendario némesis de Al Capone, y Calderón aceptó la comparación sin reparar en la ironía subyacente: Elliot Ness es ese moralista que dedicó sus mejores años a aplicar la ley de una prohibición absurda y que, una vez que la prohibición terminó, continuó su carrera en Cleveland, donde mejor se le recuerda por haber incendiado barrios pobres de la ciudad en busca de un asesino en serie que nunca pudo encontrar”. Una primera conjetura: la historia del combate al narcotráfico es la tragicomedia del perro persiguiendo en círculos su propia cola.

¿Por qué verter los esfuerzos en la recuperación de esa historia y no en la guerra? La sospecha es que existen intereses políticos involucrados en la priorización de los pormenores históricos de la droga, en detrimento de la trama geopolítica que envuelve al escenario belicista que enfrenta el país.

Hay evidencia suficiente para sostener que el tráfico de droga no es una alta prioridad de la guerra. Al contrario, en México asistimos a la emergencia de un narcoestado, es decir, un Estado en donde la empresa criminal, destacadamente el narco, conquistó un predominio en la economía nacional, los procesos políticos y las instituciones de seguridad. Entonces, la pregunta es: ¿por qué la guerra? Basándonos en el desastroso curso de la guerra, los inenarrables costos humanos, y la desquiciada impunidad que priva en el país, se arriba a una segunda conjetura: la guerra contra el narcotráfico está más vinculada con la guerra sucia que con esa historia del narcotráfico que la literatura académica a menudo recoge en sus investigaciones.

Toni Negri arroja una pista útil para el tratamiento de la guerra que nos ocupa –la guerra contra el narcotráfico–, poniendo hincapié en la arista propiamente beligerante de esta intriga, y no en los objetivos pretendidamente perseguidos: “…la guerra, así como hoy ha sido inventada, aplicada y desarrollada, es una guerra constituyente. Una guerra constituyente significa que la forma de la guerra ya no es simplemente la legitimación del poder, la guerra deviene la forma externa e interna a través de la cual todas las operaciones del poder y su organización a nivel global se viene desarrollando”.

El primer gran mito acerca de la guerra contra el narcotráfico es que se trate de una guerra contra el narcotráfico. Está claro que el objetivo no es la droga o las redes de tráfico. Situar la atención en esas coordenadas es un error al que se acude no pocas veces premeditadamente, con el objeto de evitar la centralidad del Estado y los intereses geopolíticos en la ecuación. La generalización de la violencia e inseguridad, la impunidad que gozan irrestrictamente los delincuentes, la presencia de narcodinero en todos los niveles de la cadena de mando político, es decir, municipal, estatal o federal, la incorporación de agentes policiales y/o castrenses de alto rango a las filas del crimen organizado (y no al revés, como sugieren los “especialistas”, que es el narco el que infiltra las instituciones de seguridad), las ingentes sumas de dinero provenientes del narco mexicano que sin rubor lavan los bancos estadunidenses con la solícita omisión de las autoridades e instituciones formales, la sistemática comisión de crímenes de lesa humanidad que por definición son efectuados por agentes estatales o grupos extralegales que actúan con la aquiescencia del Estado, el enriquecimiento sultánico de empresarios y/o políticos coludidos con los cárteles de la droga, son signos claros de la presencia protagónica del Estado y los poderes fácticos en esta maquinación delincuencial, y una prueba categórica de que la guerra responde a otra agenda diametralmente opuesta a los fines declarados.

En este sentido, cualquier estudio que soslaya el protagonismo del Estado en esta trama de criminalidad y violencia no merece un minuto de atención. Y esto nos remite al segundo mito acerca de la guerra contra el narcotráfico: a saber, que esta guerra encierra una disputa entre soberanías, un reto del crimen al Estado por el control de las instituciones.


Segundo mito. La guerra contra el narcotráfico encierra una disputa entre soberanías, un reto del crimen al Estado por el control de las instituciones.

El razonamiento de este segundo mito se sostiene en un error teórico crucial, cuya génesis se ubica en los dogmas de la doctrina liberal: a saber, que el Estado está al servicio de la población, y que su naturaleza es la de proteger el interés ciudadano, salvaguardar el orden civil o jurídico, garantizar el disfrute de los derechos humanos fundamentales, hacer respetar las reglas económicas vigentes, y que por consiguiente “el funcionamiento de los mercados de bienes y servicios prohibidos por la ley operan por definición sin el concurso de los Estados” (Valdés Castellanos en “La historia del narcotráfico en México”).

Esta definición de Estado no resiste el menor análisis. México es un catálogo de ejemplos que contradicen estos presupuestos: normalización de los crímenes de lesa humanidad, desapariciones forzadas a la alza (entre enero de 2007 y octubre de 2014 se registraron 23 mil 172 casos), negligencia institucional e impunidad rampante (Amnistía Internacional destaca que “sólo se han dictado siete condenas a escala federal por desaparición forzada, todas ellas entre 2005 y 2010”: La Jornada 25-II-2015), monopolios u oligopolios en todos los ramos de la economía nacional, rescates financieros altamente lesivos para la economía popular, ejecuciones extrajudiciales sistemáticas (Tlatlaya recientemente), reformas inconstitucionales, represión a gran escala, desarticulación de mociones ciudadanas autónomas (policías comunitarias, autodefensas en Michoacán) etc.
Marcando distancia con las perogrulladas liberales, cabe insistir que el Estado es básicamente una forma de organización de la violencia al servicio de un poder. Que el Estado no persiga legalmente al crimen (el porcentaje de impunidad, con ligeras variaciones en las diferentes entidades federativas, oscila entre el 98 y el 100 por ciento), es un signo del predominio de la criminalidad en la agenda del Estado. Vale decir: la violencia estatal se organiza alrededor del crimen en sus distintas modalidades (la banca internacional, los monopolios privados en áreas estratégicas de la economía, el narcotráfico).

En esta trama no existe ninguna disputa entre soberanías, ni un reto del crimen al Estado por el control de las instituciones. No es un desafío del crimen al Estado: es un Estado al servicio del crimen.

Esta lectura de una presunta “disputa entre soberanías” conduce a otro mito.


Tercer mito. El crecimiento de la delincuencia organizada se alimenta de la debilidad, vacíos e inoperancia del Estado (hipótesis engañosa de Edgardo Buscaglia).

Que casi la totalidad de los crímenes permanezcan impunes no es un signo de debilidad sino de enorme fortaleza del Estado. Sólo un poder de la envergadura del Estado puede proveer ese manto de impunidad. Si nos alejamos un poco de la narco-trama descubrimos que el Estado se adhiere estructuralmente a un plan de acción único, incluso allí donde se trata de situaciones inscritas en el presunto orden legal: a saber, la protección a ultranza de intereses privados. Es ilustrativo el accidente en la mina de Pasta de Conchos en Coahuila, donde perdieron la vida 75 trabajadores, a causa de una ausencia de estándares mínimos de seguridad. La empresa Industria Minera México, subsidiaria del Grupo México de Germán Larrea, el segundo empresario más poderoso del país, abortó la operación de rescate de los mineros, arguyendo condiciones de alto riesgo. Más tarde se descubrió que se pudo haber salvado a los trabajadores si los responsables hubieran dado el visto bueno para el rescate. A pesar de la negligencia criminal, el gobierno federal dispuso que la mina siguiera funcionando, y otorgó a Larrea nuevas concesiones para los siguientes 50 años (Carlos Illades en “Guerra de Estado”). O también recuérdese el incendio de la Guardería ABC en Hermosillo, Sonora, en el que fallecieron 49 niños y 76 resultaron heridos. La estancia infantil operaba con base en un régimen de subrogación en beneficio de una sociedad civil privada. Y aunque después se reveló que el incendio fue provocado intencionalmente y que el establecimiento no cumplía con los requisitos de seguridad que marca la ley, la Suprema Corte de Justicia de la Nación decidió exonerar a todos los funcionarios involucrados. Los dos son ejemplos categóricos (dos entre cientos o miles) de figuras empresariales delictuosas. Y el Estado intervino a favor de esa criminalidad y en contra de las víctimas. ¿No es esa la función que desempeña el Estado en la siniestra trama del narcotráfico? Por añadidura, el Estado reprime brutalmente a maestros, trabajadores, estudiantes, y otorga fuero legal  a los delincuentes. ¿Dónde está el vacío? ¿Cuál debilidad? La corrupción legal y la negligencia criminal son las cifras dominantes del Estado, y no una mera excepcionalidad.

Gilberto López y Rivas acierta cuando escribe: “Así, mientras el Estado desmantela algunos de sus aparatos, da fuerza a otros… Lejos de la desaparición de los ejércitos nacionales, para el caso de América Latina se observa su modernización en todos los órdenes, el fortalecimiento de su capacidad de fuego, mayor tecnificación, entrenamiento intensivo en tareas contrainsurgentes, cambio en sus misiones para transformarse en fuerzas de ocupación interna de los pueblos con la justificación ideológica, como ocurre en México, de la supuesta ‘lucha contra el narcotráfico’” (http://www.jornada.unam.mx/2015/01/16/politica/017a2pol?partner=rss).

Este mito de los “vacíos de poder”, que a menudo desemboca allí donde acaban todos los análisis estériles: en sostener que México es un Estado fallido, lleva irreparablemente a otro mito.


Cuarto mito. El crimen organizado nulifica o reemplaza al Estado y crea un orden paralelo al orden legal e institucional.

Este mito viene a cuento por el cobro de “cuotas” o impuestos que exigen las organizaciones criminales a los negocios y las familias, presuntamente a cambio de protección o seguridad. Y que en este sentido, el narco sustituye al orden institucional en el suministro de ciertos bienes o servicios. Pero esta tesis tampoco se sostiene. La alianza orgánica entre la clase política y el narcotráfico se traduce naturalmente en vínculos “fiscales” y de “seguridad”. El Estado delega ciertas facultades de coacción al crimen, pero recibe a cambio una rebanada de los beneficios. El financiamiento de candidaturas a cargos de elección popular es una de esas retribuciones. Y con ello el narco asegura el funcionamiento sin freno o contestación de sus negocios. Por adición, históricamente los nexos entre los altos mandos civiles-militares y el narcotráfico abonaron a la construcción de uno sólo orden, en el que la legalidad e ilegalidad avanzan de la mano. Estado-crimen es un binomio, no un antagonismo. Los Abarca sólo son la punta del iceberg.

Y este juicio errático de un “orden extralegal paralelo” redunda en un último mito.


Quinto mito. Los cárteles de la droga disputan las plazas con el propósito de asegurar el control sobre territorios específicos.

Acá se trata de una verdad parcial. Es cierto que el control territorial-comercial es un asunto de primer orden para cualquier empresa; el narco no es la excepción. Pero el error radica en asumir que la disputa entre los cárteles se restringe a la variable territorial. Los negocios mejor posicionados son aquellos que cuentan con el apoyo resuelto del Estado. Y en este sentido, la disputa por las plazas es sólo es una nota al pie de una estrategia general de los cárteles: a saber, la monopolización de los recursos del Estado. Es decir, si bien el mercado de la protección tiende a ser monopólico, comúnmente se omite que el más fuerte competidor en el mercado de protección es justamente el Estado. Guillermo Valdés describe esta realidad, pero sin atinar en señalar al Estado: “Todo mundo tenderá a contratar a la mafia más violenta y poderosa, la cual se volverá monopólica pues sacará del mercado al resto de sus competidoras”. Pero si se admite que el Estado es una forma de organización de la violencia (legítima o ilegítima, es indistinto), que tiene a su disposición una legión de recursos humanos e infraestructurales, es tan sólo natural que las empresas criminales procuren el control de esos recursos. Lo que acá se sostiene básicamente es que la disputa entre los cárteles no es sólo por las plazas o la jurisdicción geográfica-territorial: la pugna gira alrededor de una posible asociación con el principal competidor en el mercado de protección: el Estado.

La conclusión, desprovista de la mitología oficialista o academicista, es que la guerra nunca fue contra las drogas o el narcotráfico. En sentido estricto, la guerra es una política de Estado para organizar la violencia en beneficio de la empresa criminal.




martes, 3 de marzo de 2015

La guerra fría está más viva que nunca en Latinoamérica.


El entusiasmo que ha generado la posibilidad de que Cuba y EE. UU. reanuden relaciones diplomáticas podría ser visto como el fin de la guerra fría en el continente americano. Sin embargo, y aceptando el enorme significado del acercamiento, los conflictos enmarcados en el proceso de mantenimiento de la hegemonía yanqui al sur del Río Bravo no han desaparecido. El acoso permanente ejercido en los últimos años contra países como Venezuela o Argentina, o los golpes de estado 'democráticos' como el sufrido en Honduras el 2009 demuestran que la guerra fría sigue viva, y tal vez más fuerte que nunca.

Las mas de cinco décadas de enfrentamientos entre Cuba y EE. UU configuraron paradigmáticamente el desarrollo de la guerra fría en la región, aunque no es el único ejemplo de las consecuencias del reparto del mundo después de la segunda guerra mundial. Los golpes militares en Guatemala, Bolivia, Brasil, Argentina y Chile así como las dictaduras en países como Nicaragua, Haití y Cuba dejaron claro que la doctrina Monroe cobró realidad sobre todo en el siglo XX... y en el XXI.

Las diferencias entre la guerra fría del siglo pasado y la del presente tienen que ver principalmente con la coyuntura internacional, caracterizada hoy por el debilitamiento de la rivalidad entre dos bloques hegemónicos -aunque los acontecimientos actuales en Ucrania parecen actualizar el viejo conflicto- y la histeria belicista de los que aún hoy creen ser los legítimos dueños del mundo. Yes we can fue el slogan de Obama, que básicamente codificó la idea de que los EE. UU. podían y debían recuperar la supremacía mundial, justo cuando ya la habían perdido. Poco después, ya como presidente recibió el premio Nóbel de la Paz y en su discurso no tuvo empacho en asumir la idea de la guerra justa... para imponer su dominación y salvar a la democracia occidental, por supuesto.

El reciente intento de golpe de estado en Venezuela no deja lugar a dudas de que la lógica imperialista y golpista vive en Latinoamérica, enmarcada en la certeza de que la región es un espacio no negociable, permanente patio trasero de los EE. UU., y que toda acción encaminada a romper dicha lógica deberá enfrentar la oposición abierta o velada del estado yanqui. No importa si el gobierno non grato ganó elecciones ejemplares o mantiene relaciones comerciales rentables con Exxon o Coca Cola. El desafío es intolerable por la sencilla razón de que expresa precisamente la debilidad que desean invisibilizar, la nueva dinámica del sistema interestatal que expone el fin de una época, el agotamiento de un proceso que, como se mencionó antes, está representado sobre todo por el bloqueo económico contra Cuba y el continuo hostigamiento que sin recato alguno ejerció por décadas contra sus habitantes.

Por otro lado, así como se mantiene la lógica de la guerra fría impulsada desde Washington también se mantiene entre las oligarquías latinoamericanas la idea de que solo hay un camino para ubicarse en el mundo contemporáneo: el sometimiento económico, político y cultural para con los intereses del tío Sam. Tradicionalmente aliadas a las potencias mundiales (España, Inglaterra y EE. UU) para mantener sus privilegios, consideran peligroso modificar sus lealtades y desde adentro han cumplido con el papel de quinta columna, tan útil para impedir cualquier cambio significativo en sus países.

Loas gobiernos de Argentina y Venezuela han vivido y viven con las viejas artimañas utilizadas el siglo pasado, esa perversa combinación de estrangulamiento económico y propaganda negativa sistemática, para hacerle la vida imposible a los habitantes y obligarlos a acabar con los gobiernos que ellos mismos elevaron al poder. En el caso de Venezuela, el ocultamiento de víveres y las presiones sobre su moneda y sobre el precio del petróleo, sostén básico de su economía; en el caso de Argentina con los bonos basura y ahora con el affaire Nissman. Ambos procesos, -orquestados por el gobierno “progresista” del Tío Tom-Obama quien, para evitar suspicacias sobre su vocación liberal, abre la mano para negociar el restablecimiento de las relaciones diplomáticas pero con enormes limitaciones como el tema de la devolución de Guantánamo o la negativa a retirar a Cuba de la lista de países que financian el terrorismo- obeceden al mismo objetivo: mantener la influencia yanqui en su espacio tradicional de dominación y dejar en claro que aquellos que se opongan sufrirán las consecuencias.

El mantenimiento de la Guerra Fría en Latinoamérica confirma que, a pesar del fin del mundo bipolar, la lógica capitalista pervive en la máxima: si no estás conmigo estas contra mí. Latinoamérica ha ganado enormes batallas en la materialización del sueño bolivariano, relegando al baúl de la historia a la Organización de los Estados Americanos (OEA) que caracterizaba el viejo modelo del orden mundial, para darle vida al Mercosur pero sobre todo a la Alianza Bolivariana de los Pueblos de Nuestra América-Tratado de Comercio de los Pueblos (ALBA-TCP). Y es precisamente este desafío el que ha exhacerbado el intervencionismo yanqui, el que ha mantenido viva la guerra fría y los métodos de sometimiento de regiones y pueblos enteros. Combinado con el debilitamiento de la hegemonía estadounidense aparece entonces una coyuntura inmejorable para consolidar una nueva era en la región, encabezada por los pueblos que han decidido romper con el yugo que hemos cargado por décadas, como el venezolano y argentino pero también del boliviano o el ecuatoriano. En este sentido es fundamental para la región y sus habitantes proseguir con el desafío ya que con ello no sólo estaremos fortaleciendo un nuevo proyecto histórico latinoamericano y mundial, con todas la limitaciones que pueda tener, sino también cavando la tumba del imperialismo yanqui.