Es bien sabido por todos que la salud de las personas es, y siempre ha sido, –aunque cada vez con mayor desvergüenza y cinismo- motivo de lucro, de usufructo privado. No poco se ha dicho al respecto. No solo en México se habla de ello, sino también, y mas enérgicamente, en los países mas prósperos. Es un mal que aqueja al mundo entero, salvo contadas excepciones. Sin embargo, es evidente que este problema, es decir, el afán de maximizar las ganancias a costa de la salud pública, es más patente en los países donde la precariedad es la regla, la norma. Y tal es el caso de nuestra humilde nación.
En efecto (y no me dejará mentir nadie), todos los mexicanos, me atrevo a decir que sin excepción, hemos sido víctimas en una o múltiples ocasiones de negligencia médica, de diagnósticos equívocos o de tratamientos fraudulentos. Mucho tiene que ver el hecho de que en México, al igual que en otras culturas, a los médicos, así como a sus prescripciones, se les confieren una cualidad de infalibilidad, pese a sus constantes desaciertos. La figura del doctor ha sido colocada en un pedestal. Su hipotética capacidad para curar, para sanar, para remediar todas las dolencias y trastornos del cuerpo humano, difícilmente es cuestionada, discutida. Esto explica que nos sujetemos a sus dictámenes y recetas médicas sin titubear, sin averiguar nunca su validez.
Pero la causa esencial de estos frecuentes desatinos y atracos –claro está- es la condición lucrativa de los servicios de salud. Uno asiste al médico por necesidad; necesidad de curar algún malestar físico, anímico o incluso mental. En tanto que el médico (de antemano una disculpa por la generalización) recibe y atiende pacientes no por razón de un compromiso honrado con la salud de su comunidad, sino más bien, o al menos primeramente, con motivo de la retribución que exige por consulta. Esta visto que muy frecuentemente los doctores emiten diagnósticos aún sin conocer bien a bien el verdadero problema del enfermo. Reconocer su incompetencia o incapacidad para curar la enfermedad del paciente implica, simple y sencillamente, renunciar al pago por sus servicios. Algo que ni su estatus ni sus bolsillos suelen estar dispuestos a tolerar.
Lo ideal sería socializar de manera íntegra y universal los servicios de salud. Pero es improbable que esto se realice prontamente. Así que mientras la humanidad arriba a esas instancias lo único que nos resta por hacer es tener mayor cautela a la hora de seleccionar los doctores a los que acudimos. Asimismo, es importante no olvidar que somos nosotros quienes debemos cuidar de la salud propia, y no conferirle esa tarea a la gracia y bondad divina de algún santo, ni tampoco a los doctores o a sus instituciones médicas, ávidas de dinero y beneficio. Ese cuidado debe correr a cargo de uno mismo, pues esta visto que quienes cargan formal e institucionalmente con esa responsabilidad responden primordialmente a estímulos de carácter económico, y no sociales, altruistas, estrictamente médicos, tal y como todos (bueno, casi todos) esperamos que algún día suceda.
En efecto (y no me dejará mentir nadie), todos los mexicanos, me atrevo a decir que sin excepción, hemos sido víctimas en una o múltiples ocasiones de negligencia médica, de diagnósticos equívocos o de tratamientos fraudulentos. Mucho tiene que ver el hecho de que en México, al igual que en otras culturas, a los médicos, así como a sus prescripciones, se les confieren una cualidad de infalibilidad, pese a sus constantes desaciertos. La figura del doctor ha sido colocada en un pedestal. Su hipotética capacidad para curar, para sanar, para remediar todas las dolencias y trastornos del cuerpo humano, difícilmente es cuestionada, discutida. Esto explica que nos sujetemos a sus dictámenes y recetas médicas sin titubear, sin averiguar nunca su validez.
Pero la causa esencial de estos frecuentes desatinos y atracos –claro está- es la condición lucrativa de los servicios de salud. Uno asiste al médico por necesidad; necesidad de curar algún malestar físico, anímico o incluso mental. En tanto que el médico (de antemano una disculpa por la generalización) recibe y atiende pacientes no por razón de un compromiso honrado con la salud de su comunidad, sino más bien, o al menos primeramente, con motivo de la retribución que exige por consulta. Esta visto que muy frecuentemente los doctores emiten diagnósticos aún sin conocer bien a bien el verdadero problema del enfermo. Reconocer su incompetencia o incapacidad para curar la enfermedad del paciente implica, simple y sencillamente, renunciar al pago por sus servicios. Algo que ni su estatus ni sus bolsillos suelen estar dispuestos a tolerar.
Lo ideal sería socializar de manera íntegra y universal los servicios de salud. Pero es improbable que esto se realice prontamente. Así que mientras la humanidad arriba a esas instancias lo único que nos resta por hacer es tener mayor cautela a la hora de seleccionar los doctores a los que acudimos. Asimismo, es importante no olvidar que somos nosotros quienes debemos cuidar de la salud propia, y no conferirle esa tarea a la gracia y bondad divina de algún santo, ni tampoco a los doctores o a sus instituciones médicas, ávidas de dinero y beneficio. Ese cuidado debe correr a cargo de uno mismo, pues esta visto que quienes cargan formal e institucionalmente con esa responsabilidad responden primordialmente a estímulos de carácter económico, y no sociales, altruistas, estrictamente médicos, tal y como todos (bueno, casi todos) esperamos que algún día suceda.
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