Antaño, cuando los tiempos obligaban al elogio desmedido con tal de lograr aparecer en la foto, las buenas costumbres nos decían que teníamos que temblar de miedo ante las fastuosas ceremonias civiles de quien fuera dirigente del tan afamado rumbo nacional.
Desde la punta del árbol más alto de la casa presidencial, hasta en la oficina más alejada de todas, la autoridad ejerce su poderío: por donde pasa deja su rastro oloroso. Y se soporta en el andamiaje legal, construido por nuestros dedicados diputados y que es ejercido, en sus contadas ocasiones, por el poder judicial.
La verdadera autoridad, la que influye directamente en la construcción de leyes, en la aplicación de obras, en el gasto del dinero mantiene una cercana relación con algún partido: cada estado y cada elección tienen su propio folklor.
Así que los partidos políticos no sólo dominan en lo legislativo: llevan una considerable ventaja sobre los puestos más suculentos de la administración social.
En lo alto les apura el poder; en lo bajo, a algunos les preocupa la ley. En lo alto saben cambiar la Constitución; en lo bajo, retrasar el trabajo. De un modo u otro, los tres poderes se comen el uno al otro, alimentados por la avaricia incansable de quienes forman parte de ellos.
La otra avaricia, la de los empresarios, se mantiene en lo privado: revistas del corazón, lujos escandalosos y una moral distinta, modificable con el mejor postor.
Cuando las cosas se repiten hasta el cansancio, hasta el ojo menos educado logra encontrar las cosas que se repiten, sobre todo cuando año con año se vuelven más evidentes: se negocia cuatro meses con un partido, cuatro con otro, y los otros cuatro, con otro y otro y otro.
Para cuando los políticos se acuerdan del padrón electoral (manifestación evidente de que la realidad es distinta de lo que creen), sus ataques feroces lo anulan: devoradores de la más sólida buena imagen.
La moral se pervierte para satisfacer (porque así se los dice la teoría) los deseos de un pueblo que quiere negociar todo, pueblo emprendedor a priori, empresario de raza e indígena por afición.
Se pervierte día a día la autoridad con la aberrante lentitud de la burocracia, con las más dispares e imaginativas declaraciones de los políticos, con los abusos evidentes del empresariado; con los desvíos de recursos, los negocios que obligan a trabajar todos los días, todas las horas.
Cuando es tiempo de propagar sus ideas, detallan con creces sus errores, sus contradicciones, sus propios negocios. Se ventanean entre ellos, para después pedirse disculpas en lo privado.
Cuando la autoridad no funciona no se tiene que tomar mano dura, ni culpar a nadie; cuando los políticos no representan a nadie, cuando la burocracia sólo estorba, lo que hay que hacer es dejarlos morir solos.
Anular el voto es seguir su mismo camino:
-Dicen que va a ganar el voto nulo- le dijo un diputado a otro.
-Sí. ¿Cómo nos vamos a repartir el porcentaje?- le contestó el otro.
Sin una autoridad real, sin que nadie le crea algo a la clase política, me parece que ya va siendo tiempo de cambiar el rumbo. Así es esto del progreso y la modernidad.
Desde la punta del árbol más alto de la casa presidencial, hasta en la oficina más alejada de todas, la autoridad ejerce su poderío: por donde pasa deja su rastro oloroso. Y se soporta en el andamiaje legal, construido por nuestros dedicados diputados y que es ejercido, en sus contadas ocasiones, por el poder judicial.
La verdadera autoridad, la que influye directamente en la construcción de leyes, en la aplicación de obras, en el gasto del dinero mantiene una cercana relación con algún partido: cada estado y cada elección tienen su propio folklor.
Así que los partidos políticos no sólo dominan en lo legislativo: llevan una considerable ventaja sobre los puestos más suculentos de la administración social.
En lo alto les apura el poder; en lo bajo, a algunos les preocupa la ley. En lo alto saben cambiar la Constitución; en lo bajo, retrasar el trabajo. De un modo u otro, los tres poderes se comen el uno al otro, alimentados por la avaricia incansable de quienes forman parte de ellos.
La otra avaricia, la de los empresarios, se mantiene en lo privado: revistas del corazón, lujos escandalosos y una moral distinta, modificable con el mejor postor.
Cuando las cosas se repiten hasta el cansancio, hasta el ojo menos educado logra encontrar las cosas que se repiten, sobre todo cuando año con año se vuelven más evidentes: se negocia cuatro meses con un partido, cuatro con otro, y los otros cuatro, con otro y otro y otro.
Para cuando los políticos se acuerdan del padrón electoral (manifestación evidente de que la realidad es distinta de lo que creen), sus ataques feroces lo anulan: devoradores de la más sólida buena imagen.
La moral se pervierte para satisfacer (porque así se los dice la teoría) los deseos de un pueblo que quiere negociar todo, pueblo emprendedor a priori, empresario de raza e indígena por afición.
Se pervierte día a día la autoridad con la aberrante lentitud de la burocracia, con las más dispares e imaginativas declaraciones de los políticos, con los abusos evidentes del empresariado; con los desvíos de recursos, los negocios que obligan a trabajar todos los días, todas las horas.
Cuando es tiempo de propagar sus ideas, detallan con creces sus errores, sus contradicciones, sus propios negocios. Se ventanean entre ellos, para después pedirse disculpas en lo privado.
Cuando la autoridad no funciona no se tiene que tomar mano dura, ni culpar a nadie; cuando los políticos no representan a nadie, cuando la burocracia sólo estorba, lo que hay que hacer es dejarlos morir solos.
Anular el voto es seguir su mismo camino:
-Dicen que va a ganar el voto nulo- le dijo un diputado a otro.
-Sí. ¿Cómo nos vamos a repartir el porcentaje?- le contestó el otro.
Sin una autoridad real, sin que nadie le crea algo a la clase política, me parece que ya va siendo tiempo de cambiar el rumbo. Así es esto del progreso y la modernidad.
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