Una aporía infranqueable de fuertes consecuencias e implicaciones éticas y políticas, se encuentra presente en el pensamiento del mundo occidental desde hace ya muchas décadas. Esta aporía surge principalmente de la confrontación teórica política de la modernidad europea y de la bastante renombrada “pos -modernidad”.
La modernidad, de alguna manera, es un intento de secularización de las normas del mundo cristiano. Estas normas trataran ahora de encontrar su fundamento y origen en la razón humana; sin embargo, estas tienen las mismas pretensiones de ser normas universales y absolutas al igual que en el cristianismo. Un claro ejemplo de esto lo podemos apreciar en la ética kantiana, en la cual, para que una decisión sea moralmente correcta, debe ser guiada por una norma que pueda universalizarse.
El gran problema al que nos lleva este tipo de éticas, es que al igual que en el mundo del cristianismo, el individuo no tiene voluntad propia, y el uso de la libertad queda sumamente restringido. El individuo, junto con todas sus contingencias imposibles de cuantificar en un sistema ético de este corte, es prácticamente engullido.
Con la “muerte de Dios” que representa la caída de todos los valores absolutos (los religiosos y los de la razón), y que es el principio de lo que se denomina “pos-modernidad”, se abre un nuevo horizonte político y ético. Corrientes ideológicas como el liberalismo, debieron encontrar algún apoyo en este nuevo panorama, pues los intereses individuales en el contexto pos- moderno, adquieren un gran valor al liberarse del yugo de los absolutismos.
El problema ahora, es que el nihilismo en el que la sociedad occidental se encuentra sumergida, nos ha llevado a un exceso de individualismo. La falta de valores normativos, se ha manifestado mas como una limitación para la cohesión social y el bien común, que como una garantía de libertad para cada uno de nosotros.
Esta excesiva individualidad, nos ha llevado a olvidar que somos seres políticos. Que entre cada uno de nosotros existe un espacio común, y que los problemas que se presentan en ese espacio nos son comunes.
El liberalismo en exceso, nos hace perder la dimensión de la comunidad. En un liberalismo de este tipo, solo unos pocos pueden ejercer su voluntad y arbitrio. El resto, al igual que en el modelo político de los valores universales, siguen subsumidos.
En conclusión, parece que ninguna de las dos posturas, nos ofrecen una verdadera solución al problema político real que acontece al enfrentar a un otro. El absolutismo por un lado como anteriormente dijimos, nos devora, nos diluye. Por el otro lado, el individualismo al no tener ningún límite, es capaz de engullir la totalidad del entorno, el papel se invierte. O ¿es que será legítimo adueñarme por la ley propia de toda exterioridad?
La modernidad, de alguna manera, es un intento de secularización de las normas del mundo cristiano. Estas normas trataran ahora de encontrar su fundamento y origen en la razón humana; sin embargo, estas tienen las mismas pretensiones de ser normas universales y absolutas al igual que en el cristianismo. Un claro ejemplo de esto lo podemos apreciar en la ética kantiana, en la cual, para que una decisión sea moralmente correcta, debe ser guiada por una norma que pueda universalizarse.
El gran problema al que nos lleva este tipo de éticas, es que al igual que en el mundo del cristianismo, el individuo no tiene voluntad propia, y el uso de la libertad queda sumamente restringido. El individuo, junto con todas sus contingencias imposibles de cuantificar en un sistema ético de este corte, es prácticamente engullido.
Con la “muerte de Dios” que representa la caída de todos los valores absolutos (los religiosos y los de la razón), y que es el principio de lo que se denomina “pos-modernidad”, se abre un nuevo horizonte político y ético. Corrientes ideológicas como el liberalismo, debieron encontrar algún apoyo en este nuevo panorama, pues los intereses individuales en el contexto pos- moderno, adquieren un gran valor al liberarse del yugo de los absolutismos.
El problema ahora, es que el nihilismo en el que la sociedad occidental se encuentra sumergida, nos ha llevado a un exceso de individualismo. La falta de valores normativos, se ha manifestado mas como una limitación para la cohesión social y el bien común, que como una garantía de libertad para cada uno de nosotros.
Esta excesiva individualidad, nos ha llevado a olvidar que somos seres políticos. Que entre cada uno de nosotros existe un espacio común, y que los problemas que se presentan en ese espacio nos son comunes.
El liberalismo en exceso, nos hace perder la dimensión de la comunidad. En un liberalismo de este tipo, solo unos pocos pueden ejercer su voluntad y arbitrio. El resto, al igual que en el modelo político de los valores universales, siguen subsumidos.
En conclusión, parece que ninguna de las dos posturas, nos ofrecen una verdadera solución al problema político real que acontece al enfrentar a un otro. El absolutismo por un lado como anteriormente dijimos, nos devora, nos diluye. Por el otro lado, el individualismo al no tener ningún límite, es capaz de engullir la totalidad del entorno, el papel se invierte. O ¿es que será legítimo adueñarme por la ley propia de toda exterioridad?
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