En primera
instancia, si se parte de la premisa de que el Estado tiene como objetivo
fundamental la preservación y promoción de la paz social -indispensable para generar
un ambiente favorable a los ‘negocios’, aunque el caos que vivimos no parece
afectarles mucho- es necesario que intervenga y regule la esfera educativa. Al
uniformizar contenidos educativos, controlando y supervisando a las autoridades
e instituciones educativas, el Estado no hace otra cosa que reducir la
posibilidad de conflictos sociales. De otro modo, la Nación no contaría con una
identidad colectiva, nacional, que le permitiera a sus miembros reconocerse
como ciudadanos y por lo tanto estaría expuesta a constantes divisiones. Se
podría objetar la neutralidad de la historia oficial, promovida en la educación
pública, pero sería difícil no reconocer que el objetivo de dicha historia no
es otra que dotar de símbolos nacionales que sirvan como asidero para no sólo formar
parte formalmente de la Nación, sino para que el ciudadano se sienta parte de
ella. La construcción de la Nación, o sea de esta comunidad de individuos que
se siente parte de una cultura, una historia, un marco legal común, inició en
México sólo después de la guerra de Reforma, en la que se debatieron
precisamente los valores constitutivos de la nacionalidad, en particular del
principal agente educador, la Iglesia o el Estado. La construcción de la
nacionalidad mexicana pasó necesariamente por el control estatal de la
educación. Toda la segunda mitad del siglo XIX fue el escenario en el que se
cimentaron los ejes constitutivos de nuestra mexicanidad; la escuela fue un
espacio central de dicho proceso, al mismo tiempo que el Estado liberal
empezaba a construirse, apostando precisamente por la invención de una Nación
desde la escuela laica.
Ahora me gustaría
abordar un segundo argumento, que está relacionado con lo que había señalado
antes en términos de inversión y educación.
A diferencia de
las instituciones privadas, las públicas se caracterizan por su gratuidad en términos
de cuotas o colegiaturas. Este hecho -puesto en duda en los últimos años, sobre
todo en las universidades mexicanas- representa otro elemento necesario para
contestar a la pregunta de este ensayo. Desde la idea de la importancia de
reconocer a la educación como un problema de carácter público, la gratuidad de
la educación pública se basa en el principio de que no son los individuos los
más beneficiados al adquirir conocimientos sino la sociedad en su conjunto. En
este sentido, no es el individuo el que invierte sino la sociedad, ya que será
ella la principal beneficiada al contar con ciudadanos y ciudadanas preparadas
para atender los conflictos sociales y económicos de un país.
El Estado, al
invertir en la educación, promueve el enriquecimiento de la Nación y su
capacidad para enfrentar los cambios que impone el mundo en el que vivimos.
Para ello es necesario que el estudiantado no conciba a la educación como una
inversión personal sino social. De este modo, el profesionista se incorpora al
mercado laboral pensando en que cómo
retribuir a la sociedad, más que en cómo recuperar lo que gastó en su
educación. Esta pequeña diferencia es, en mi opinión, en la que descansa uno de
los más fuertes argumentos a favor de la educación pública: en lugar de salir a
trabajar buscando cómo cobrarse, el individuo se incorpora a la sociedad
pensando en que cómo retribuir, para quedar a mano con la sociedad que le
concedió el privilegio de una educación universitaria. Es evidente que éste
profesionista no se olvida de sí mismo y de sus necesidades, pero al sentir que
está en deuda, por la educación que recibió, tendrá una visión más humana y
social de su vida profesional y de su relación con la sociedad en la que vive.
En el edificio de
la rectoría de la Universidad Nacional Autónoma de México, en Ciudad
Universitaria, hay un mural de David Alfaro Siqueiros que expresa este
argumento de manera plástica lo anterior y que lleva por título: Del pueblo a
la universidad, de la universidad al pueblo.
Independientemente
de cual sea la posición que se defienda de algo estoy seguro: el papel de la
educación en el desarrollo de las sociedades es fundamental. En consecuencia es
necesario abrir la discusión, involucrando a todos los actores sociales, para
definir los objetivos de la educación y de la Nación, desde una perspectiva
común, social, incluyente. Defender la educación pública consiste precisamente
en evitar la exclusión desde una perspectiva familiar o religiosa, situando el
problema en el espacio público y partiendo de la idea de una educación ajena a
prejuicios y falsedades disfrazadas de sentido común.
Por eso, al
preguntarnos ¿Por qué defender a la educación pública? habría que poner en la
balanza los beneficios de la educación desde la perspectiva de las necesidades
individuales o colectivas y plantear otra pregunta: ¿A qué clase de sociedad
aspiramos? Al responderla estaremos en mejor posición para comprender la
magnitud del problema.
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