Tal parece que al presidente brasileño le ha agradado la ocurrencia de su símil mexicano: es hora de combatir el narcotráfico y la delincuencia organizada de manera frontal. Es decir, sacar a la policía y al ejército a las calles, poco importa que los únicos resultados sean decenas de muertos (miles en el caso mexicano) y una sensación de inseguridad que va en aumento para el resto de la población.
El fin de semana pasado, combates entre narcotraficantes dejaron un saldo de 21 muertos, a lo que Luiz Inacio Lula da Silva reacciono afirmando que “es necesario limpiar la suciedad que esta gente impone a Brasil”.
Para dicho combate se han dispuesto ya de 40 millones de euros, y se habla ya sobre la posibilidad de solicitar un préstamo a los Estados Unidos, siempre tan dispuestos a cooperar en cuestiones de seguridad nacional (sabrá Dios por qué).
Las autoridades brasileñas no harían mal en echar un vistazo al caso mexicano: lo contraproducente que ha demostrado ser el combate al narcotráfico en términos de vidas humanas y pérdidas económicas (¿qué es más importante?) antes de emprender una cruzada en contra de seres humanos que viven en condiciones de extrema pobreza, y que han encontrado en la delincuencia una forma de sobrevivir.
En Rio de Janeiro existen casi mil favelas, mismas que en su mayoría no cuentan ni siquiera con los servicios básicos: redes sanitarias, eléctricas, de teléfonos, de agua potable. Las tazas de analfabetismo dentro de las favelas son superiores al 20%. La mayoría de las casas están construidas con materiales de deshecho y piso de tierra. La línea de pobreza es un punto ya para los cerca de dos millones de brasileños que habitan estas zonas.
Y ahora de buenas a primeras Lula se propone limpiar las favelas. Y obviamente no se trata de limpiarlas otorgándoles una vivienda digna a cada familia. No se trata de limpiarlas ofreciendo mejores condiciones de vida, mejores escuelas, mejores servicios de salud, mejor sanidad.
No, se trata de “acabar con la delincuencia organizada”, aunque sea a punta de pistola.
Lula es presidente desde 2003 y hasta el año que viene. Sus políticas han sido caracterizadas por el más alto grado de pragmatismo: como líder de la única potencia emergente de Sudamérica, se ha permitido jugar para ambos bandos: coquetea tanto con Chávez como con Obama. Ha ofrecido su apoyo al Movimiento de Trabajadores Rurales Sin Tierra, mientras que en Brasil el 40% de las tierras pertenece al 2% de la población. Lo mismo se para en un Foro Social Mundial defendiendo las causas de los movimientos sociales que en las reuniones del G-20 para estrechar manos con los líderes del mundo.
Brasil en el 2007, al organizar los Juegos Panamericanos, aumento la represión policial en nombre de la higiene social. Rio de Janeiro fue elegida sede de los Juegos Olímpicos de 2016. La última vez que dichos juegos se celebraron en el continente latinoamericano, el gobierno del país sede tuvo a bien organizar una serie de represiones a diversos movimientos con tal de tener en paz a la nación para recibir a las delegaciones internacionales (con todo el dinero que estas representan). El año fue 1968. Y tal parece que la historia se repite.
El fin de semana pasado, combates entre narcotraficantes dejaron un saldo de 21 muertos, a lo que Luiz Inacio Lula da Silva reacciono afirmando que “es necesario limpiar la suciedad que esta gente impone a Brasil”.
Para dicho combate se han dispuesto ya de 40 millones de euros, y se habla ya sobre la posibilidad de solicitar un préstamo a los Estados Unidos, siempre tan dispuestos a cooperar en cuestiones de seguridad nacional (sabrá Dios por qué).
Las autoridades brasileñas no harían mal en echar un vistazo al caso mexicano: lo contraproducente que ha demostrado ser el combate al narcotráfico en términos de vidas humanas y pérdidas económicas (¿qué es más importante?) antes de emprender una cruzada en contra de seres humanos que viven en condiciones de extrema pobreza, y que han encontrado en la delincuencia una forma de sobrevivir.
En Rio de Janeiro existen casi mil favelas, mismas que en su mayoría no cuentan ni siquiera con los servicios básicos: redes sanitarias, eléctricas, de teléfonos, de agua potable. Las tazas de analfabetismo dentro de las favelas son superiores al 20%. La mayoría de las casas están construidas con materiales de deshecho y piso de tierra. La línea de pobreza es un punto ya para los cerca de dos millones de brasileños que habitan estas zonas.
Y ahora de buenas a primeras Lula se propone limpiar las favelas. Y obviamente no se trata de limpiarlas otorgándoles una vivienda digna a cada familia. No se trata de limpiarlas ofreciendo mejores condiciones de vida, mejores escuelas, mejores servicios de salud, mejor sanidad.
No, se trata de “acabar con la delincuencia organizada”, aunque sea a punta de pistola.
Lula es presidente desde 2003 y hasta el año que viene. Sus políticas han sido caracterizadas por el más alto grado de pragmatismo: como líder de la única potencia emergente de Sudamérica, se ha permitido jugar para ambos bandos: coquetea tanto con Chávez como con Obama. Ha ofrecido su apoyo al Movimiento de Trabajadores Rurales Sin Tierra, mientras que en Brasil el 40% de las tierras pertenece al 2% de la población. Lo mismo se para en un Foro Social Mundial defendiendo las causas de los movimientos sociales que en las reuniones del G-20 para estrechar manos con los líderes del mundo.
Brasil en el 2007, al organizar los Juegos Panamericanos, aumento la represión policial en nombre de la higiene social. Rio de Janeiro fue elegida sede de los Juegos Olímpicos de 2016. La última vez que dichos juegos se celebraron en el continente latinoamericano, el gobierno del país sede tuvo a bien organizar una serie de represiones a diversos movimientos con tal de tener en paz a la nación para recibir a las delegaciones internacionales (con todo el dinero que estas representan). El año fue 1968. Y tal parece que la historia se repite.
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