La Ley de Seguridad Interior es el resultado natural de 10 años de sobrempoderamiento de las fuerzas castrenses en México y más de treinta años de aplicación del diseño de seguridad estadounidense, que involucra altos contenidos de militarización. La guerra contra el narcotráfico, que es un tipo de guerra multimodal (ocupacional-territorial, contrainsurgente y de exterminio), y que por decreto anticonstitucional ordenara Felipe Calderón Hinojosa en 2006 (padrino institucional del narco-holocausto en México), habilitó un escenario bélico políticamente propicio para el escalamiento del poder militar en las estructuras institucionales del país. La Ley de Seguridad Interior es la claudicación del mando civil frente al mando militar, la coronación de una dictadura cívico-militar pactada.
Si consideramos los resultados tangibles como prueba de intencionalidad (que en política es lo que corresponde hacer), es posible afirmar que la guerra contra el narcotráfico, desde su génesis e instrumentación, fue una estrategia para instalar la dictadura en México. La Ley de Seguridad Interior es parte de ese continuum.
La hipótesis de que la guerra contra el narcotráfico es el “pedal de acelerador” de la dictadura en México se sostiene en indicadores que coincidentemente mostraron un comportamiento análogo en los regímenes militares de Sudamérica. Por ejemplo: la militarización de las estructuras de seguridad, las desapariciones forzadas, la tortura atribuida a efectivos militares (que en México se elevó 1000% a partir de 2009, de acuerdo con la CNDH), la aniquilación de activistas-defensores de derechos humanos-periodistas, y la multiplicación de ejecuciones sumarias extrajudiciales efectuados por personal militar (Tlatlaya, Apatzingán, Villa Purificación, Iguala, Puerto de Veracruz y un largo etc.). En suma, un conjunto de acciones que por definición concurren en dictadura.
La iniciativa de ley que presentó César Camacho Quiroz (coordinador parlamentario del PRI, y un peón institucional de baja estofa), tiene como propósito reglamentar la acción de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública, funciones que, por cierto, corresponden constitucionalmente a las policías. Por añadidura, la propuesta de ley amplifica el horizonte de la presencia militar en la vida pública, injerencia que, por cierto, ha sido una de las causas del ensangrentamiento del suelo nacional, y no un disuasorio como rastreramente insisten los ideólogos del oficialismo.
La Ley en principio es anticonstitucional. En contenido es criminosa. Tiene las características definitorias del PRI-Estado. Posee la impronta de la política institucional en México. Huele a PRI. Es del PRI (el Estado en su conjunto, no el partido).
Puedo escuchar los gemidos desconsolados de los presuntos liberales que no saben que no son liberales, y de los aprendices de corruptos que no saben que son aprendices de corruptos. Pero, en fin, regresando a la hipótesis de esta entrega…
Hay tres momentos cruciales que ayudan a explicar el sobrempoderamiento de las fuerzas castrenses en México, y la consiguiente involución del país de una dictadura-civil-asistencialista a una dictadura-cívico-militar-sin-concesiones (que en realidad es lo que está en cuestión con la iniciativa de la Ley de Seguridad Interior): uno, la incorporación de jefes militares a los ministerios e instituciones de seguridad pública en las administraciones de Ernesto Zedillo y Vicente Fox Quesada (con la llegada del general Rafael Macedo de la Concha a la Procuraduría General de la República en 2000, terminaron 97 años de tradición civil en esa institución); dos, el despliegue de 45 mil militares en las calles tras la declaratoria de guerra del “borracho, usurpador y asesino” Felipe Calderón (nótese que el epíteto es cosecha de su colega Humberto Moreira, no mío); y tres, la operación fallida del gobierno de Enrique Peña Nieto por encubrir la participación del ejército en la desaparición forzada de los estudiantes de Ayotzinapa (todos los peritajes independientes apuntan al batallón de infantería). En los dos primeros momentos, las fuerzas armadas conquistaron espacios públicos de alto capital político. En el tercer momento, ese capital político quedó al borde de un descalabro terminante. La Ley de Seguridad Interior es un recurso para fortalecer, ensanchar e inmunizar el capital político de los militares.
Otros tres episodios de la historia nacional, relativos a esos más de treinta años de aplicación del diseño de seguridad estadounidense, que prefiguraron la inevitabilidad (desde la lógica de los poderes constituidos) de una Ley de Seguridad Interior, son los siguientes: uno, la “guerra sucia” que tuvo lugar en los decenios 1970-1980, y que incorporó a efectivos militares en las tareas de contrainsurgencia e inteligencia; dos, la aparición de la Dirección Federal de Seguridad, primera agencia gubernamental que combinó tareas de contrainsurgencia y antidrogas, conformada mayoritariamente por elementos del ejército; y tres, la aprobación e implementación de la Iniciativa Mérida (Plan México), tributaria del Plan Colombia, en el marco de la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte, que profundizó el maridaje de la fuerza pública nacional con los comandos de inteligencia militar en Estados Unidos. La Ley de Seguridad Interior corona el proceso de conversión de las fuerzas armadas nacionales en fuerzas armadas al servicio de centros de autoridad extranjeros.
La próxima elección presidencial está en puerta. El ejército es un actor político neurálgico en esa trama electoral. Con la aprobación de la Ley de Seguridad Interior, el PRI cosecha dos prebendas: en caso de un triunfo, lealtad; y en el escenario de una derrota, impunidad.
La Ley de Seguridad Interior es el PRI: pero agravado, envejecido y arrodillado.
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