El liberalismo político está en crisis. Las divisas de esa doctrina –estado de derecho, democracia, derechos humanos, soberanía popular– están sujetas a franco cuestionamiento. No es preciso ser un especialista (ese monje posmoderno que insiste en inyectar sentido allí donde sólo quedan consigas cadavéricas), o quizá es preciso no ser especialista, para reconocer la deterioración o quebranto de los pilares materiales e inmateriales del liberalismo moderno. Puede discutirse legítimamente que todavía tienen cierta vigencia referencial ese conjunto de creencias. Pero también cabe notar que inciden sólo tangencialmente en la trama política. Nadie piensa seriamente que las elecciones constituyen un ejercicio democrático. O que la titularidad del poder reposa sobre las espaldas de la población. O que los derechos humanos tengan facultades legales o políticas para atemperar la agresión contra las poblaciones. En todo caso son buenos deseos en un entorno de descomposición sin freno.
En eso acierta C. González cuando dice –siguiendo algunos planteamientos de Eric Hobsbawm– que en una perspectiva de larga duración, la coronación del liberalismo político se tradujo en la entronización de las corporaciones. Pero también es cierto que este “fracaso” de las promesas de bienestar (liberales) es objeto de una manipulación que favorece la proliferación de falsas nociones. Por ejemplo, en relación con el Estado y su presunta desaparición. Que las instituciones de Estado liberales únicamente suministren insumos cosméticos no significa que el Estado esté en proceso de desaparición. El problema reside en el concepto dominante de Estado de ascendencia liberal.
La definición académica tradicional de Estado señala que se trata de un cuerpo político cuyos elementos definitorios son: población, territorio, administración, gobierno, reconocimiento diplomático. Pero esta conceptualización es estéril. En la tradición liberal, el Estado es una especie de “mal necesario” sin cuya acción coercitiva las asociaciones humanas estarían condenadas a la ruina, pues prevalecería un “estado de naturaleza” donde los hombres, presumiblemente guiados por una pulsión utilitaria congénita, perseguirían sus propios fines en detrimento de la vida en comunidad. Luego, algunos de los pensadores liberales más influyentes agregarían que el Estado debía existir en función de la protección de la propiedad privada. Los liberales más modernos añadirían al inventario de “prerrogativas” la defensa de otros bienes inmateriales como los derechos humanos. Probablemente la definición clásica de Estado, es la citada por el sociólogo Max Weber, heredero de esa tradición liberal (aunque con retazos transfigurados de marxismo), que define el Estado como coacción legítima o monopolio legítimo de la violencia.
Pero ninguna de estas definiciones tiene valor probatorio, pues no consiguen explicar algunas de las dinámicas rutinarias de los Estados modernos. Son meras conjeturas ideológicas que esconden un cierto culto por la autoridad. Con frecuencia, estos influjos liberales se traducen en errores teóricos garrafales, e involuntarias apologías de autoritarismo, incluso ahí donde las intenciones puedan juzgarse como académicamente neutrales u honestas.
Hemos dicho que el Estado es básicamente una forma de organización de la violencia. El Estado liberal es una modalidad específica de organización de la violencia. Lo que está en ruinas o en vías de extinción es esa forma concreta de violencia: es decir, liberalmente organizada.
Pero por ningún lado se observa que el Estado palidezca. Desaparecen los presupuestos básicos que animaba la tradición liberal. Pero otros derroteros animan o legitiman la acción de Estado. La represión de oposiciones o poblaciones marginales, la promoción de un clima económico favorable para la inversión privada, el adelgazamiento de gasto público, la priorización estructural de los beneficios por encima de las personas, la expansión de la órbita militar y la consiguiente contracción de la arena pública, son algunas funciones que manifiestamente efectúa el Estado, sin distingo del color o ideario o partido o gobierno que dirige ese Estado (con honrosas excepciones en el sur del continente).
Esas funciones definen al Estado actual. La “aniquilación del Estado” es una quimera que comparten escuelas de pensamiento técnicamente antagónicas. Más bien asistimos al nacimiento de un “otro” Estado. Las características de ese Estado es el tema que debe ocupar a los analistas, lejos de las caducas supersticiones liberales.
La idea de la “desaparición del Estado” es una ficción con fines políticos encriptados. El propósito es ocultar el maridaje de las corporaciones con un Estado emergente declaradamente antisocial. Y esconder el predominio de las corporaciones en la definición de lo público. Paul Krugman dice que “las malas ideas florecen debido a que benefician a los grupos poderosos. Esto ocurre sin duda”
En otro aspecto acierta C. González. Escribe: “un Estado que si fuera realmente controlado por la gente no estaría de acuerdo en la existencia de monopolios privados o grandes consorcios como los petroleros o los mineros, ni en la transferencia directa de capital público a manos privadas, ni en la socialización de las pérdidas ni en la privatización de las ganancias”.
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