lunes, 7 de marzo de 2011

De México para el mundo


Para quien no lo haya advertido, permítaseme informarle, acaso un poco tardíamente, que el mundo se encuentra en proceso de un cambio civilizatorio profundo, exhaustivo, sistémico e integral. Las múltiples rebeliones en la región norafricana –sólo por mencionar el fenómeno más patente del actual desmembramiento mundial– revelan (especialmente si se observa el irrefrenable “efecto dominó” de los estallidos) el signo transitorio de la presente era. México forma parte irremediable de este escenario global.

Obviamente nos interesa saber cómo se conduce el país en medio de este mayúsculo pantano movedizo. Vastos sectores de la sociedad mexicana han asistido a la movilización en pequeña y mediana escala: manifestaciones pacíficas confinadas al perímetro territorial de origen, creación de organizaciones barriales para las tareas de vigilancia y autodefensa, marchas consuetudinarias en señal de reclamo a las autoridades (que no representantes), proliferación de colectivos cuyos objetivos acotados se articulan, a veces involuntariamente, en aras de un mismo fin, formación de agrupaciones civiles de base que expresan sin disimulo su escepticismo respecto a democracia electoral (advierten el engaño oculto en la noción de “representatividad”), gestación de redes sociales vía internet que constituyen un contrapunto a la información mutilada de los medios masivos. Esta movilización, pese a su virtual tibieza, tiene un valor sobresaliente, máxime si se considera la violencia demencial que sacude al país y la cuota de terror que genera este estúpido rumbo nacional. (Nota marginal: de acuerdo con un grupo de tanatólogos –que estudian el fenómeno de la muerte– entrevistados en la revista Proceso, “los mexicanos tardarán varias generaciones en recuperarse de esta patología social y duelo crónico.”)

La situación es diametralmente opuesta en lo que respecta a las autoridades. La obstinación para la concreción de proyectos a todas luces perniciosos es cada vez más tosca e irrestricta. Basta un ejemplo para comprobar este fúnebre horizonte institucional: frente al deliberado abandono del campo, las autoridades en México han conferido a las corporaciones agroindustriales extranjeras la función de fijar precios y comercializar con la siembra nacional. En consecuencia, multinacionales foráneas como Cargill han conseguido monopolizar la cadena maíz-tortilla (alimento primigenio de las antiguas civilizaciones nativas) y, como resultado, aumentar a placer el precio del producto (según la Profeco la empresa aludida fue la que más incrementó el precio del maíz durante el año en curso). Esta negligencia relativa a la salud productiva de los mexicanos viene acompañada de otro agravio acaso emparentado: estos recursos que debieran invertirse en el campo, el gobierno ha escogido dilapidarlos en infraestructura bélica. De acuerdo con datos recientes, la suma de recursos que México recibirá en el marco de la Iniciativa Mérida alcanzará 900 millones de dólares.

Es una ecuación franca y simple: el campo nos hace autosuficientes; la guerra nos hace dependientes. Negocio íntegro para los norteamericanos: nos arrebatan la posibilidad –con la complicidad del gobierno de México– de alcanzar el autoabastecimiento alimentario y, a la par, nos “auxilian” con armas para combatir los males que produce el desabasto, la miseria, el olvido.

Las poblaciones en otros países –siendo el ejemplo más fresco el mundo árabe norafricano– acuden a un despertar de conciencia al desafiar estas estructuras típicamente semi-coloniales. Déjole al lector la siguiente pregunta: ¿Cuándo pasará México del estadio tibio de la resistencia a la movilización a gran escala en favor del cambio social profundo, emulando los levantamientos del África septentrional?

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