Antaño fueron considerados héroes y libertadores. Hoy son figuras puestas en tela de juicio, acusadas de tiranía, despotismo y soberbia. Tal parece ser el destino ineludible de los personajes insurgentes que en algún momento levantaron sus voces y sus armas para luchar por constituir lo que según ellos podría ser un mundo mejor.
Cierto es, sin duda, que la naturaleza humana poco resiste el embriagante efecto del poder y que las personas somos seres totalmente cambiantes. Lo que ayer se creyó puede fácilmente ser sustituido por nuevas creencias según devengan las circunstancias, pero esa es una característica propia de casi todo ser humano.
No obstante, ciertos gobiernos –los del llamado “primer mundo”- siempre se han sentido con la suficiente calidad moral para juzgar y enjuiciar a quien consideran que no sigue la línea de la mal llamada democracia, aun cuando ellos constituyen aparatos enteros- no sólo un personaje aislado y caricaturesco- dedicados a la realización de proyectos propios, no importando a quien se le pase por encima ni de qué manera.
Esto no quiere decir que figuras como Fidel Castro, Hugo Chávez y Muamar el-Gaddafi no puedan ser puestas en tela de juicio, sino que generalmente sus detractores no son modelo de referencia ni tienen calidad moral para otorgarse a ellos mismos el papel de policías del mundo, menos cuando es bien sabido que se les ataca en pos apropiarse de algún recurso como en el caso de Medio Oriente y su Petróleo o simplemente por vivir bajo un régimen económico que no le es conveniente a los intereses primermundistas.
La búsqueda de formas alternativas de gobierno tiene su origen precisamente en las tiranías de los países desarrollados, pues son ellos quienes explotan indiscriminadamente los recursos y manejan a su favor los mercados. Este es el verdadero origen de la desigualdad y la injusticia.
Si por cuestiones circunstanciales y humanas los movimientos sociales y las insurgencias se corrompen, esto no quiere decir que las necesidades desde las cuales surgen no sean legítimas y urgentes y su corrupción no justifica las otras formas tiránicas de gobernar el mundo.
El mundo de occidente sabe perfectamente la barbarie y la destrucción que ha dejado detrás de sí, tal como lo ilustra el Ángel de la Historia de Walter Benjamin. Aun así levantan el dedo, señalan y juzgan. Si las perspectivas y juicios del primer mundo triunfan a pesar de su ilegitimidad, lo hacen por ser poseedores del poder económico y tener el control de los medios informativos, nunca por tener en sus manos esa quimera histórica con la que aún estos días se obsesiona occidente: La verdad.
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