Recién se desató una nueva campaña en el país en contra de los fumadores y el consumo de cigarrillos, promovida esta vez por institutos académicos (UNAM, IPN) y grupos civiles adherentes, mediante la cual se propone decretar un colosal aumento del 235% al impuesto sobre cigarros. Con esta tosca medida se pretende –según la versión a viva voz de sus panegiristas- reducir en un 10 por ciento el número de fumadores en el país, que de acuerdo con sus precarias estimaciones asciende a 14 millones de mexicanos. La pregunta que cabe aquí formular, amable lector, es la siguiente: ¿por qué se empeñan realmente en mitigar de forma tan decidida el tabaquismo, no solo en México, sino en todo el planeta? La persecución de fumadores parece ser la vanguardia en el terreno de la filantropía política.
Pero, como bien dicen en la política: “piensa lo peor y acertaras”. Esta insólita campaña no se explica en función de los posibles beneficios que pudiera arrojar en materia de salud pública y salubridad; ni tampoco en función de la democratización de espacios en los que concurrimos gentes con hábitos distintos (fumadores y no fumadores). Lo que realmente esta en juego en esta “cruzada altruista” es la supervivencia material de los institutos de salud públicos y privados, de las empresas farmacéuticas de gran envergadura y de las compañías de seguros médicos: el volumen de pacientes con enfermedades derivadas del consumo de cigarrillos rebasa con creces la capacidad de atención de la que disponen los benevolentes encomenderos al servicio de nuestra salud.
Pero sería una equivocación garrafal analizar el caso mexicano de forma aislada. De hecho, esta política anti-tabaquismo nace y se implementa por vez primera en Estados Unidos. Mientras resultó próspero y rentable el negocio de inducir cada vez más gente al vicio del tabaco, nadie protestó ni denunció su consumo en aquel país. Los casos de enfisema pulmonar aún no arrojaban cifras inconmensurables. De modo tal, que las empresas privadas de la mano con los gobiernos podían solventar eficazmente tales gastos de salud.
Pero, una vez que aumentó exponencialmente el número de pacientes con padecimientos asociados al tabaquismo, el consumo incontrolado de cigarrillos cesó de ser una actividad generadora de espléndidos dividendos. Por el contrario, la adicción a la nicotina y el consumo masivo de tabaco pasaron a representar un expendio descomunal para los dueños de La Salud SA. de CV. (las enfermedades asociadas con el tabaquismo cuestan a la economía global 500 mil millones de dólares anuales). Poco a poco, y al mismo son con que se privatizaban los servicios médicos en todo el mundo, el resto de los países comenzaron a enfrentarse al mismo dilema, y por tanto, a implementar las mismas estrategias que pusieron en marcha los norteamericanos para combatir el problema: prohibir terminantemente el consumo de cigarrillos en espacios públicos en virtud de disminuir gradualmente la proporción de fumadores, y por otro lado, aumentar al doble los precios de las cajetillas para contrarrestar las perdidas que esta medida implicaba y así no interferir con el floreciente negocio de las tabacaleras. Una política win-win –para emplear la terminología economicista de moda.
México, claro esta (sobre todo para quienes somos victimas de esta apócrifa campaña), no fue la excepción, y se alineó con esta misma táctica (en México las enfermedades derivadas del consumo de tabaco cuestan al sector salud 21 mil mdp.). Pero, ¿si realmente desean acabar con el tabaquismo, porque entonces no restringen la publicidad y promoción que las compañías tabacaleras despliegan con todo desparpajo en espacios propagandísticos y medios de comunicación? Si en efecto les preocupa la salud pública, ¿por qué entonces no sancionan o prohíben la producción de cigarrillos manufacturados a base de sustancias toxicas y adictivas, principales sospechosas de la propagación del cáncer pulmonar?
Estas campañas anti-tabaquismo, a las que se han sumado toda clase de organizaciones –algunas quizá con un interés sincero de procurar la salud de los mexicanos-, no hacen sino tender la mano a las gigantes transnacionales (tabacaleras y de salud) en su misión por recuperar nuevamente las cuotas de ganancia a las que tuvieron libre acceso en otro tiempo.
Bien dice el refrán: “nadie sabe para quien trabaja.”
Pero, como bien dicen en la política: “piensa lo peor y acertaras”. Esta insólita campaña no se explica en función de los posibles beneficios que pudiera arrojar en materia de salud pública y salubridad; ni tampoco en función de la democratización de espacios en los que concurrimos gentes con hábitos distintos (fumadores y no fumadores). Lo que realmente esta en juego en esta “cruzada altruista” es la supervivencia material de los institutos de salud públicos y privados, de las empresas farmacéuticas de gran envergadura y de las compañías de seguros médicos: el volumen de pacientes con enfermedades derivadas del consumo de cigarrillos rebasa con creces la capacidad de atención de la que disponen los benevolentes encomenderos al servicio de nuestra salud.
Pero sería una equivocación garrafal analizar el caso mexicano de forma aislada. De hecho, esta política anti-tabaquismo nace y se implementa por vez primera en Estados Unidos. Mientras resultó próspero y rentable el negocio de inducir cada vez más gente al vicio del tabaco, nadie protestó ni denunció su consumo en aquel país. Los casos de enfisema pulmonar aún no arrojaban cifras inconmensurables. De modo tal, que las empresas privadas de la mano con los gobiernos podían solventar eficazmente tales gastos de salud.
Pero, una vez que aumentó exponencialmente el número de pacientes con padecimientos asociados al tabaquismo, el consumo incontrolado de cigarrillos cesó de ser una actividad generadora de espléndidos dividendos. Por el contrario, la adicción a la nicotina y el consumo masivo de tabaco pasaron a representar un expendio descomunal para los dueños de La Salud SA. de CV. (las enfermedades asociadas con el tabaquismo cuestan a la economía global 500 mil millones de dólares anuales). Poco a poco, y al mismo son con que se privatizaban los servicios médicos en todo el mundo, el resto de los países comenzaron a enfrentarse al mismo dilema, y por tanto, a implementar las mismas estrategias que pusieron en marcha los norteamericanos para combatir el problema: prohibir terminantemente el consumo de cigarrillos en espacios públicos en virtud de disminuir gradualmente la proporción de fumadores, y por otro lado, aumentar al doble los precios de las cajetillas para contrarrestar las perdidas que esta medida implicaba y así no interferir con el floreciente negocio de las tabacaleras. Una política win-win –para emplear la terminología economicista de moda.
México, claro esta (sobre todo para quienes somos victimas de esta apócrifa campaña), no fue la excepción, y se alineó con esta misma táctica (en México las enfermedades derivadas del consumo de tabaco cuestan al sector salud 21 mil mdp.). Pero, ¿si realmente desean acabar con el tabaquismo, porque entonces no restringen la publicidad y promoción que las compañías tabacaleras despliegan con todo desparpajo en espacios propagandísticos y medios de comunicación? Si en efecto les preocupa la salud pública, ¿por qué entonces no sancionan o prohíben la producción de cigarrillos manufacturados a base de sustancias toxicas y adictivas, principales sospechosas de la propagación del cáncer pulmonar?
Estas campañas anti-tabaquismo, a las que se han sumado toda clase de organizaciones –algunas quizá con un interés sincero de procurar la salud de los mexicanos-, no hacen sino tender la mano a las gigantes transnacionales (tabacaleras y de salud) en su misión por recuperar nuevamente las cuotas de ganancia a las que tuvieron libre acceso en otro tiempo.
Bien dice el refrán: “nadie sabe para quien trabaja.”
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