El miércoles pasado tuve el agrado de leer el brillante artículo de un colega (que, según dicen sus amistades, tiene la “conciencia tranquila”), en el que explica las propiedades análogas de la política y el fútbol. No obstante, y sin afán de menospreciar la aguda capacidad de observación e ilustración del multifacético compañero, me da la impresión que le falto añadir algunos pormenores históricos y socio-culturales que han condicionado el devenir del deporte “rey” (aunque le duela a los obstinados gringos). Así que, esto no es más que una pequeña contribución a la lúcida exposición de mi compañero.
Se puede decir que los orígenes del fútbol están dispersos por todo el mundo. Si bien hoy sabemos que los ingleses fueron los primeros en reglamentar el deporte de las patadas (1847) y en formalizar la competencia entre equipos (1863), no debemos pasar por alto que desde tiempos antiguos los egipcios, chinos, japoneses, aztecas y romanos practicaban entonces el juego de pelota con los pies. Algunas de estas remotas versiones tenían un claro parecido con lo que hoy conocemos como fútbol asociación.
No fue sino hasta 1904 que nació la FIFA (Federación Internacional de Fútbol Asociado), organismo que introdujo una serie de cambios en aras de regular, normalizar y explotar económicamente el balompié en todo orbe. Lo que antiguamente era un entretenimiento reservado para jóvenes acomodados (especialmente en Inglaterra), pasó a ser un deporte popular, luego de que los dueños del prometedor negocio incorporaran jugadores pobres provenientes del “barrio” a las filas de los clubes, en virtud de enriquecer visualmente el espectáculo futbolístico. Como resultado, el fútbol se “democratizó”, aunque desgraciadamente también se mercantilizó y politizó.
Desde entonces, el balompié dejó de ser una simple y llana diversión, un mero goce del cuerpo, para convertirse en una versión moderna del anfiteatro romano, en una arena cuasi-bélica con dos rivales ávidos de triunfo. Nomás que hoy, la sangre, el sudor y el espectáculo lo ponen los futbolistas, ya no los gladiadores.
El nacimiento del fútbol organizado coincide con el auge de los nacionalismos y se empalma con la febril formación de las sociedades industriales. Inmerso en este contexto, era de esperarse que el fútbol se hiciera industria, y que los equipos se convirtieran en sagrados símbolos patrios de los diversos Estados nacionales. Si a esto le abonamos su inconmensurable capacidad de convocatoria el resultado es básicamente lo que sabemos de este deporte: una empresa extraordinariamente rentable, capaz de aglutinar frente a un televisor a la plebe y despertarle ánimos de unidad nacional. “¡Negocio redondo!”, seguramente exclaman gobiernos y empresarios.
En efecto, el fútbol, como toda actividad vital del hombre, se ha mercantilizado. El showbusiness le ha devorado. La picardía, la frescura, la alegría, la osadía, y todas las pinceladas de fantasía que alguna vez engalanaron al deporte “más bello del mundo”, han sucumbido ante las fuerzas oscuras de la mercadotecnia y la tecnocracia deportiva.
Pero a pesar de las exageradas cantidades de dinero que arroja, del uso político que se le confiere, de las pasiones acaso perversas que despierta, el fútbol aún fascina de forma mágica a quienes lo practican profesionalmente, a quienes lo sueñan, a quienes lo viven y gozan en las calles del barrio, y sobre todo, a quienes los gritan, lloran y ovacionan en las gradas de un estadio.
“Este reino de la lealtad humana ejercida al aire libre”, observó alguna vez el intelectual italiano Antonio Gramsci, en relación con la práctica del fútbol.
Dicen que el fútbol y la política son lo mismo. Y quizá tengan razón. Pero –aunque sea poco factible que esto ocurra- yo prefiero imaginar un futuro en el cual perviva el fútbol y perezca la política.
Se puede decir que los orígenes del fútbol están dispersos por todo el mundo. Si bien hoy sabemos que los ingleses fueron los primeros en reglamentar el deporte de las patadas (1847) y en formalizar la competencia entre equipos (1863), no debemos pasar por alto que desde tiempos antiguos los egipcios, chinos, japoneses, aztecas y romanos practicaban entonces el juego de pelota con los pies. Algunas de estas remotas versiones tenían un claro parecido con lo que hoy conocemos como fútbol asociación.
No fue sino hasta 1904 que nació la FIFA (Federación Internacional de Fútbol Asociado), organismo que introdujo una serie de cambios en aras de regular, normalizar y explotar económicamente el balompié en todo orbe. Lo que antiguamente era un entretenimiento reservado para jóvenes acomodados (especialmente en Inglaterra), pasó a ser un deporte popular, luego de que los dueños del prometedor negocio incorporaran jugadores pobres provenientes del “barrio” a las filas de los clubes, en virtud de enriquecer visualmente el espectáculo futbolístico. Como resultado, el fútbol se “democratizó”, aunque desgraciadamente también se mercantilizó y politizó.
Desde entonces, el balompié dejó de ser una simple y llana diversión, un mero goce del cuerpo, para convertirse en una versión moderna del anfiteatro romano, en una arena cuasi-bélica con dos rivales ávidos de triunfo. Nomás que hoy, la sangre, el sudor y el espectáculo lo ponen los futbolistas, ya no los gladiadores.
El nacimiento del fútbol organizado coincide con el auge de los nacionalismos y se empalma con la febril formación de las sociedades industriales. Inmerso en este contexto, era de esperarse que el fútbol se hiciera industria, y que los equipos se convirtieran en sagrados símbolos patrios de los diversos Estados nacionales. Si a esto le abonamos su inconmensurable capacidad de convocatoria el resultado es básicamente lo que sabemos de este deporte: una empresa extraordinariamente rentable, capaz de aglutinar frente a un televisor a la plebe y despertarle ánimos de unidad nacional. “¡Negocio redondo!”, seguramente exclaman gobiernos y empresarios.
En efecto, el fútbol, como toda actividad vital del hombre, se ha mercantilizado. El showbusiness le ha devorado. La picardía, la frescura, la alegría, la osadía, y todas las pinceladas de fantasía que alguna vez engalanaron al deporte “más bello del mundo”, han sucumbido ante las fuerzas oscuras de la mercadotecnia y la tecnocracia deportiva.
Pero a pesar de las exageradas cantidades de dinero que arroja, del uso político que se le confiere, de las pasiones acaso perversas que despierta, el fútbol aún fascina de forma mágica a quienes lo practican profesionalmente, a quienes lo sueñan, a quienes lo viven y gozan en las calles del barrio, y sobre todo, a quienes los gritan, lloran y ovacionan en las gradas de un estadio.
“Este reino de la lealtad humana ejercida al aire libre”, observó alguna vez el intelectual italiano Antonio Gramsci, en relación con la práctica del fútbol.
Dicen que el fútbol y la política son lo mismo. Y quizá tengan razón. Pero –aunque sea poco factible que esto ocurra- yo prefiero imaginar un futuro en el cual perviva el fútbol y perezca la política.
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