Hace prácticamente un año el mundo entero estaba a la expectativa sobre quién sería el nuevo candidato del Partido Demócrata a la Presidencia de los Estados Unidos, y por lo tanto, el próximo presidente, debido a que se antojaba imposible que el Partido Republicano ganase la elección, gracias a la baja popularidad de Bush.
La pregunta en ese entonces era quién ganaría, si la mujer o el negro, ambos miembros de minorías sin mayor papel en la política hasta hace poco, mucho menos en una elección presidencial en el país más poderoso del mundo.
Ahora, juntos siguen practicando las mismas políticas que caracterizaron no sólo a los ocho años de la presidencia de Bush sino a todos los gobiernos del expansionismo yankee. Y es que el debate resultaba a final de cuentas intrascendente: los capitales financieros en Wall Street y los militares industriales del Pentágono tienen la última palabra en cuanto a las decisiones: poco importa si el presidente es un cowboy, una esposa desesperada o un musulmán de color.
Y no es el caso tan sólo de los Estados Unidos: los gobiernos actuales se encuentran no sólo al margen de las verdaderas decisiones, sino supeditados a ellas.
Ejemplos sobran: que si en las elecciones de 2012 gana el PRI o el PAN: el Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos y Canadá no es un punto a discutir; que si en Iraq se mantiene el gobierno democráctico impuesto por los Estados Unidos o la oposición nacionalista se erige con el triunfo: la explotación de los yacimientos petroleros seguirá en manos de las compañías extranjeras; que si regresa Manuel Zelaya a Honduras o el gobierno golpista conserva el poder: de cualquier modo las transformaciones sociales profundas no se van a llevar a cabo por medio de reformas desde las instituciones.
Objetivo cumplido, dirán los seguidores más ortodoxos de Adam Smith: el Estado se ha debilitado al punto en que no importa quién sea presidente: el poder real sigue estando en las mismas contadas manos, mismas que se siguen enriqueciendo a costa, incluso, de las vidas de muchos.
Allí es donde entra en juego la democracia: no para acabar con la concentración extraterritorial de la riqueza y el poder, sino más bien, para crear una ilusión de que los cambios son posibles (pregúntenle a Obama), de que la soberanía aún reside en el pueblo, de que las decisiones se encuentran en nuestras manos. Por eso se gastan miles de millones de dólares en el mundo occidental para organizar campañas políticas y elecciones periódicas. Por eso vivimos constantemente bombardeados por la publicidad de partidos políticos, partidos que no representan a nadie salvo a sus empleados, diputados incluidos.
Y nosotros seguimos escuchando mentiras y votando por ellas, como si los cambios necesarios en verdad ocurriesen desde las instituciones, esas instituciones creadas con un solo fin: dar una apariencia de democracia, de pluralidad, de libertad, mientras que nuestros recursos naturales sirven para enriquecer a unos pocos (extranjeros o nacionales, da igual), mientras que las condiciones de vida en nuestro país no sólo no mejoran, sino que empeoran, mientras que según datos de la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), uno de cada seis habitantes en el mundo sufrirá de carencias alimenticias en 2009.
La pregunta en ese entonces era quién ganaría, si la mujer o el negro, ambos miembros de minorías sin mayor papel en la política hasta hace poco, mucho menos en una elección presidencial en el país más poderoso del mundo.
Ahora, juntos siguen practicando las mismas políticas que caracterizaron no sólo a los ocho años de la presidencia de Bush sino a todos los gobiernos del expansionismo yankee. Y es que el debate resultaba a final de cuentas intrascendente: los capitales financieros en Wall Street y los militares industriales del Pentágono tienen la última palabra en cuanto a las decisiones: poco importa si el presidente es un cowboy, una esposa desesperada o un musulmán de color.
Y no es el caso tan sólo de los Estados Unidos: los gobiernos actuales se encuentran no sólo al margen de las verdaderas decisiones, sino supeditados a ellas.
Ejemplos sobran: que si en las elecciones de 2012 gana el PRI o el PAN: el Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos y Canadá no es un punto a discutir; que si en Iraq se mantiene el gobierno democráctico impuesto por los Estados Unidos o la oposición nacionalista se erige con el triunfo: la explotación de los yacimientos petroleros seguirá en manos de las compañías extranjeras; que si regresa Manuel Zelaya a Honduras o el gobierno golpista conserva el poder: de cualquier modo las transformaciones sociales profundas no se van a llevar a cabo por medio de reformas desde las instituciones.
Objetivo cumplido, dirán los seguidores más ortodoxos de Adam Smith: el Estado se ha debilitado al punto en que no importa quién sea presidente: el poder real sigue estando en las mismas contadas manos, mismas que se siguen enriqueciendo a costa, incluso, de las vidas de muchos.
Allí es donde entra en juego la democracia: no para acabar con la concentración extraterritorial de la riqueza y el poder, sino más bien, para crear una ilusión de que los cambios son posibles (pregúntenle a Obama), de que la soberanía aún reside en el pueblo, de que las decisiones se encuentran en nuestras manos. Por eso se gastan miles de millones de dólares en el mundo occidental para organizar campañas políticas y elecciones periódicas. Por eso vivimos constantemente bombardeados por la publicidad de partidos políticos, partidos que no representan a nadie salvo a sus empleados, diputados incluidos.
Y nosotros seguimos escuchando mentiras y votando por ellas, como si los cambios necesarios en verdad ocurriesen desde las instituciones, esas instituciones creadas con un solo fin: dar una apariencia de democracia, de pluralidad, de libertad, mientras que nuestros recursos naturales sirven para enriquecer a unos pocos (extranjeros o nacionales, da igual), mientras que las condiciones de vida en nuestro país no sólo no mejoran, sino que empeoran, mientras que según datos de la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), uno de cada seis habitantes en el mundo sufrirá de carencias alimenticias en 2009.
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