Dicen que las segundas partes siempre son malas, o que son menos valiosas que las primeras. Esto advertido, espero que este artículo sea la excepción que confirme la regla.
Ante la grata respuesta y las vitales apreciaciones de mis pocos pero fieles lectores, en relación con el artículo de la semana anterior, he conseguido ampliar un poco mi veredicto acerca de lo que constituye el arraigo y de paso despejar algunas inquietudes de ciertas colegas que estimo.
Primero que nada, deseo hacer una aclaración. En la mañana del viernes pasado, justo a la hora en que cumplía fielmente con uno de mis deberes xalapeños, aquel de degustar plácidamente de un café, recibí la llamada de una querida amiga (madre de un auténtico cronopio con aspiraciones de erudición) que se comunicó para notificarme su desconcierto por la mención de mi posible partida. No era mi intención alarmar ni dejar ver síntomas –inexistentes- de desesperanza ante el problema que nos abruma a mis camaradas y su servilleta. Se dice que la fe muere al último. Mientras siga apareciendo mi foto con pose ridícula en esta sección de Acentos, en este gentil periódico que nos acoge, pueden dar por sentado que mi confianza y optimismo permanecen intactos.
Por otro lado, mi cuate Arturo Mejía me hizo una observación, de esas enérgicas y demoledoras que él suele hacer, en relación con el artículo de la semana pasada. Una vez que supo el carácter azaroso de mi arribo a la ciudad de Xalapa, me indicó –a manera de reprimenda- que había cometido el fatal error de olvidar las célebres palabras del gran poeta español, Antonio Machado: caminante no hay camino, se hace camino al andar; todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar. Me sugirió que reescribiera el articulo, mas creí oportuno, en lugar de una simple corrección, escribir esta segunda parte y reconocerle al distinguido “profe” su valiosa aportación.
En efecto, solo cuando es voluntario y consciente, el arraigo resulta genuino, fecundo. La vida carece de bosquejos, de caminos fatalmente trazados. Es uno quien otorga a la vida un rumbo, un destino, una orientación. El arraigo es una opción más en el firmamento de alternativas. Más cuando es elegido libremente, el asentamiento arroja grandes enseñanzas.
Por experiencia propia, puedo insinuar –no afirmar- que en el labrar digno y soberano de nuestro destino yace la experiencia más gratificante en la vida de cualquier hombre.
Dicen también, que de lo bueno, poco. Así que por esta ocasión dejaré este asunto por la paz, no sin antes agradecer (siempre quise concluir un artículo con un lugar común o cliché como este) a todos los que me instruyeron para mi adaptación a la ciudad, y a todos los que han vertido tiempo y esmero para hacerme sentir como en casa. Un agradecimiento sincero y profundo.
Ante la grata respuesta y las vitales apreciaciones de mis pocos pero fieles lectores, en relación con el artículo de la semana anterior, he conseguido ampliar un poco mi veredicto acerca de lo que constituye el arraigo y de paso despejar algunas inquietudes de ciertas colegas que estimo.
Primero que nada, deseo hacer una aclaración. En la mañana del viernes pasado, justo a la hora en que cumplía fielmente con uno de mis deberes xalapeños, aquel de degustar plácidamente de un café, recibí la llamada de una querida amiga (madre de un auténtico cronopio con aspiraciones de erudición) que se comunicó para notificarme su desconcierto por la mención de mi posible partida. No era mi intención alarmar ni dejar ver síntomas –inexistentes- de desesperanza ante el problema que nos abruma a mis camaradas y su servilleta. Se dice que la fe muere al último. Mientras siga apareciendo mi foto con pose ridícula en esta sección de Acentos, en este gentil periódico que nos acoge, pueden dar por sentado que mi confianza y optimismo permanecen intactos.
Por otro lado, mi cuate Arturo Mejía me hizo una observación, de esas enérgicas y demoledoras que él suele hacer, en relación con el artículo de la semana pasada. Una vez que supo el carácter azaroso de mi arribo a la ciudad de Xalapa, me indicó –a manera de reprimenda- que había cometido el fatal error de olvidar las célebres palabras del gran poeta español, Antonio Machado: caminante no hay camino, se hace camino al andar; todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar. Me sugirió que reescribiera el articulo, mas creí oportuno, en lugar de una simple corrección, escribir esta segunda parte y reconocerle al distinguido “profe” su valiosa aportación.
En efecto, solo cuando es voluntario y consciente, el arraigo resulta genuino, fecundo. La vida carece de bosquejos, de caminos fatalmente trazados. Es uno quien otorga a la vida un rumbo, un destino, una orientación. El arraigo es una opción más en el firmamento de alternativas. Más cuando es elegido libremente, el asentamiento arroja grandes enseñanzas.
Por experiencia propia, puedo insinuar –no afirmar- que en el labrar digno y soberano de nuestro destino yace la experiencia más gratificante en la vida de cualquier hombre.
Dicen también, que de lo bueno, poco. Así que por esta ocasión dejaré este asunto por la paz, no sin antes agradecer (siempre quise concluir un artículo con un lugar común o cliché como este) a todos los que me instruyeron para mi adaptación a la ciudad, y a todos los que han vertido tiempo y esmero para hacerme sentir como en casa. Un agradecimiento sincero y profundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario