En Todos los nombres, José Saramago escribe: “… lo que da verdadero sentido al encuentro es la búsqueda y que es preciso andar mucho para alcanzar lo que está cerca”.
Desde tiempos inmemoriales los hombres han buscado, literalmente, por cielo, tierra y mar, el sentido, el componente trascendente de la vida. Infelizmente, en esta misión humana, los descalabros eclipsan las proezas dignas de evocación. Pero entiéndase esto último en términos estrictamente cuantitativos. Pues visto a través de una óptica cualitativa, imperiosamente nos sentimos conmovidos por el ingenio, la voluntad e imaginación cultivados en los grandes designios humanos
En el antiguo Egipto, los habitantes de las diversas aldeas confederadas consideraban que las relaciones humanas debían explicarse en función de la unión, presumiblemente orgánica, entre el hombre, la Tierra y los cielos. El cosmos poseía un papel central en la vida de estos pueblos. El sol era el rey. La construcción de elevadas pirámides tenía por objeto tender un puente entre el reino terrenal y el reino celestial. Los griegos llegaron a especular que estos templos egipcios (La Gran Pirámide de Keops) simbolizaban cordones umbilicales que unían la Tierra con el cielo: paradigma de lo mitológico como búsqueda.
Los antiguos griegos debieron buscar profusamente para encontrarse con la polis. La cosmovisión de los griegos ponía acento en la integración política-cosmopolita de los hombres en una ciudad-estado. Una suerte de microcosmos en el que cada hombre le sería asignado su función social con base en su destreza, espíritu y cualidades innatas, priorizando la armonía entre clases. Para la filosofía helénica, lo más importante en el hombre era la justicia, cuya procuración correspondía al Estado. En Grecia, el sentido de la vida se descubría en las ideas –la Idea, o bien, el Ideal– de justicia, gobierno ciudadano, democracia.
Más tarde vino la redención del hombre por la muerte y resurrección de Dios, y la creencia en una vida repleta de sacrificios prescritos como boleto de entrada al cielo, ambas figuras del cristianismo. Aquí también, como en los egipcios, el reino celestial interviene, en el imaginario colectivo, a la manera de una farola que ilumina el camino, traza la senda y confiere sentido a la existencia.
El siglo XX fue testigo de un mesianismo terrenal. Los hombres oprimidos creían que la historia estaba de su lado. Creían ciegamente que el camino a seguir era la revolución política, la conquista del poder. La implacable razón de Estado daba sentido a las acciones del hombre, que quería adueñarse de su destino, haciendo del destino su dueño (determinismo).
Cierto es que hemos andado mucho, que el hombre no renuncia a la búsqueda, que hemos recuperado la voluntad que la modernidad pretendió arrebatarnos. En el campamento de OWS (Ocupa Wall Street), una mujer declara a un reportero, que lo importante de la movilización global es el encuentro con el otro, “sencillamente darle la mano al prójimo”. Para los ocupas e indignados, la unión del cosmos con el reino terrenal, se cristaliza en la unión del hombre con el hombre. Tiene razón Saramago: “es preciso andar mucho para alcanzar lo que está cerca”.
Y no obstante la reiterada crítica a los nuevos movimientos respecto a que carecen de una agenda programática precisa, cabe advertir que exactamente allí reside su carácter trascendente, mesiánico, cosmogónico. No quieren fórmulas preestablecidas: han de descubrir el sendero al andar. Intuyen que “lo que da verdadero sentido al encuentro es la búsqueda”.
Ocupas e indignados, movimientos marcadamente urbanos que enarbolan una serie de valores que igualmente reivindican sus homólogos rurales en las comunidades autónomas en Chiapas (soberanía, autosuficiencia, dignidad, ética con vocación anti-poder, justicia, libertad sin adjetivos accesorios), han conquistado lo que pocos levantamientos han conseguido incluso en un plazo de operación más largo: a saber, la vertiginosa ruina ideológica de un sistema de opresión, y la inauguración, si bien aún microcósmica, de una ética sin velos mitológicos, divinos o doctrinarios.
Su existencia es un triunfo imperecedero de la ética. La senda que trazan está más allá de la victoria o la derrota política (clásica disyuntiva alienante). La “búsqueda” de estos movimientos supone un revés categórico a la podredumbre del proceso civilizatorio. La suya es una conquista de la humanidad.
En Vuelta a El laberinto de la soledad, Octavio Paz reitera: “No hay sentido: hay búsqueda de sentido”.
El mundo se acerca con paso firme al encuentro.
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