Si se asume que las marcas de nacimiento del estado mexicano surgido
de la revolución son el corporativismo y el autoritarismo, expresados en
la existencia del charrismo sindical y la simulación electoral,
quedaría por analizar la respuesta de la sociedad a semejante orden.
Como se mencionó antes, en la actualidad, al autoritarismo ha sido
reforzado por la militarización, que al mismo tiempo que se justifica
para enfrentar el narcotráfico tiene la misión de reprimir las protestas
y los movimientos sociales. Criminalizar la protesta social representa
el lado oculto de la política de seguridad, alentada desde los EEUU.
Entre 1920 y 1940, los sectores sociales movilizados al calor de la
revolución iniciaron una serie de luchas tendientes a aprovechar los
espacios políticos para organizarse y conformar sindicatos y tomas de
tierras. El proceso culminó en la creación del Partido de la Revolución
Mexicana, que institucionalizó la política de masas del general Cárdenas
y que es mencionado como una gran triunfo de los trabajadores
mexicanos. Sin embargo no se puede pasar por alto que fue entonces
cuando inició el pacto corporativo, que dejó una marca indeleble en la
relación entre trabajadores, sociedad civil y el estado. Imposible negar
que los trabajadores y campesinos se vieron ampliamente favorecidos al
constituirse en el sostén del estado posrevolucionario pero al mismo
tiempo se ataron las manos para desarrollar organizaciones democráticas
que eventualmente pudieran impulsar los procesos democráticos más allá
de sus sindicatos. Las huelgas de ferrocarrileros, maestros, médicos, y
estudiantes, a lo largo de los años cincuenta y sesenta, expresarán
precisamente la conciencia del costo social y político por incorporarse
al partido del estado.
A partir de 1968, la sociedad mexicana empezaría a configurar una
crítica que giró alrededor del corporativismo y el autoritarismo y que
se procuraría alejarse poco a poco del sistema institucional para abrir
nuevos horizontes. Ya sea desde las manifestaciones o huelgas, o desde
la clandestinidad de la guerrilla, cada vez fueron más los sectores que
fueron cobrando conciencia de la necesidad de organizarse desde abajo,
buscando la autonomía del estado y la construcción de mecanismos de
democracia popular. Empero no sería hasta el inicio del proceso de
desmantelamiento del estado de bienestar, en los años ochenta, que la
tendencia cobraría fuerza para desembocar en el surgimiento de la
rebelión indígena en Chiapas en 1994. A partir de ése momento, un nuevo
ciclo de luchas abriría el camino para configurar nuevas formas de
acción política, basadas en la certeza de que sólo al margen del sistema
político institucional se podría llegar a crear una nueva nación.
El estado y sus patrones se dieron cuenta claramente del debilitamiento
del pacto corporativo y empezó entonces un proceso de reformas políticas
que iniciaron en 1977 y culminaron veinte años después. Los dueños del
dinero y el estamento político abrieron una rendija para ampliar la
capacidad de repartir canonjías a los inconformes y para ocultar que
pretendían mantener al estado sin cambios de fondo. Pero esas reformas y
buenas intenciones no fueron suficientes para debilitar la tendencia a
la organización popular autónoma ni mucho menos para fortalecer al
estado. Por el contrario, confirmaron que el estado no tenía la menor
intención de cambiar, empecinados sus operadores en un gatopardismo
cínico, ramplón y sobre todo ineficaz para contener el deterioro de las
condiciones de vida de las mayorías.
La solución militar apareció entonces como segundo frente para cerrarle
el paso a las rebeliones y protestas de amplios sectores sociales. El
terror y la violación sistemática de los derechos humanos se han
convertido en moneda corriente, acentuando así los rasgos fundacionales
del estado. Irónicamente, los empleados del capital –ahora
convenientemente repartidos en partidos políticos, organizaciones
civiles y gobiernos- se han empecinado en reformas y más reformas,
procurando mantener el cada vez más débil argumento de la existencia de
un estado de derecho. Pero muy a su pesar la descomposición del
sistema, materializada en el aumento geométrico de la corrupción, la
pobreza y la violencia, no se ha detenido sino que cobra cada vez mayor
fuerza. Las comunidades neozapatistas, los campesinos organizados en
policías comunitarias, los estudiantes, los desempleados y las amas de
casa de los cinturones de miseria de las grandes ciudades no albergan
mayores ilusiones -a pesar de la promoción del consumismo gracias al
crédito- y cada vez con mayor fuerza se organizan para construir nuevas
formas de organización, nuevas identidades, nuevas formas de acción. El
estado posrevolucionario se acerca a su final tanto por su incapacidad
para llevar a cabo sus funciones esenciales –entre las cuales destaca la
seguridad pública- como por las acciones de miles y miles de mexicanos y
mexicanas. El corporativismo y el autoritarismo no garantizan más la
dominación
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