La guerra en México no responde a una “estrategia”. La guerra en México tiene matices políticos inexorables. Por eso la clase política insiste en que se debe evitar “la politización de la estrategia”: que no se cuestione, que no se discuta, que no se advierta el sesgo político inmanente. El gobierno teme que la gente descubra los propósitos no confesados de la cruzada anti-narco: a saber, que la finalidad de la guerra es anular el cambio social, político; que la misión del militarismo es conservar, por la vía de la vigilancia, el control, la violencia, las antiguas estructuras de poder, aún vigentes.
No es la narcoguerra per se la que cancela el cambio, ni el terror que la guerra engendra (aunque sin duda es un factor socialmente paralizador). La suspensión del cambio al que aludimos, viene como consecuencia de las políticas que el Estado instrumenta –el militarismo, la seguridad nacional– para “combatir” ese “enemigo doméstico (el narco)” cuya existencia aquí no se pone en cuestión, pero cuya realidad es tan sólo comparable a la de los Reyes Magos (es decir, parcialmente, o acaso predominantemente artificial). Esto es, la narcoguerra en México responde directamente a un proyecto de clase (no de Nación); pende de una excusa, un pretexto –el narco o la delincuencia–, para imponer una agenda económica, política, en detrimento de las demandas históricas de la sociedad; una sociedad –la mexicana– tristemente habituada a la tradición canallesca e impositiva de la clase gobernante. Michel Foucault escribe, en relación con este aspecto: “La delincuencia es un instrumento para administrar y explotar los ilegalismos”. En esta misma tesitura, Javier Sicilia también escribe: “Detrás de la moral puritana contra las drogas, lo que en realidad se encubre es la construcción de una guerra que permite administrar el conflicto para maximizar capitales. ¿Quiénes ganan? Los negocios contraproductivos [los ilegalismos institucionales]: los bancos que lavan dinero, la industria armamentista, los administradores de cárceles, las mafias, las Fuerzas Armadas, los laboratorios de producción de drogas, las policías y los funcionarios corruptos [aquí Javier incurre en un pleonasmo]”.
Con el propósito de dar sustentabilidad ideológica al ilegalismo rampante de las elites (clase empresarial y política), el Estado a menudo excusa las políticas que adopta alegando obligatoriedad en sus acciones: en México se pretexta la militarización en razón de la proliferación del crimen organizado. Este argumento se adereza con una serie de consignas ideológicas. Por ejemplo, aducir que la “estrategia” –el militarismo– tiene como objeto evitar que la droga llegue a manos de los más jóvenes. Empero, casual o coincidentemente, el consumo de cocaína y otras drogas se ha duplicado en años recientes, especialmente entre la franja de jóvenes que va de los 12 a los 17 años (OEA). Según cifras oficiales de la Secretaría de Salud, la tendencia al alza en el consumo de cocaína alcanza actualmente los 2.4 millones de personas (MILENIO).
De lo anterior se infiere que los objetivos declarados constituyen tan sólo un telón cuyo propósito es ocultar a la sociedad los objetivos reales, apreciablemente inconfesables. Y estos objetivos reales, que yacen en el fondo de una guerra que más que estrategia refiere a una política de Estado, si fueren revelados, desenmascararían el carácter profundamente arbitrario, leonino, del Estado mexicano. Huelga decir que son estos intereses sectoriales, y no el tema de la salud y/o seguridad públicas, lo que explica el fenómeno del militarismo en México y la incalificable violencia que engendra. Walter Benjamin alude a esta fórmula sin matices ideológicos: “El militarismo es la obligación del empleo universal de la violencia como medio para los fines del Estado”.
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