Con motivo de la celebración de Halloween en conocido club deportivo, se realizó un concurso de disfraces. Hasta ahí todo parece normal. Sin embargo, la nota llegó a la prensa nacional porque el primer premio se lo llevaron unos niños vestidos como miembros del tristemente célebre Ku Klux Kan (KKK). Para incrementar las posibilidades de ganar, los niños complementaron el disfraz con un monigote colgado de un palo montado en un carrito de golf. Cuesta trabajo creer que lo hicieron todo sin el conocimiento de sus progenitores pero más trabajo cuesta creer que ganaran el concurso.
Si no podemos responsabilizar plenamente a los niños pero se puede argumentar el desconocimiento por parte de los padres de las actividades de sus hijos, lo único que queda es esperar que los jueces tengan lo básico para serlo: ¡buen juicio! Pero no, son ellos precisamente los que validan la acción y la premian. Por si fuera poco, el conocido club social porteño reseñó el hecho en su revista social, justamente llamada Sociedad y Deporte, destacando las fotos de los originales disfraces.
Este hecho aparentemente trivial, parte del espacio social y cultural de la región, es en realidad un problema fundamental a la hora de pensar en una sociedad más justa y más igualitaria pues la discriminación representa precisamente la justificación más eficaz para la existencia de la desigualdad, su carta de naturalidad. El que la discriminación se promueva en los espacios privados no es una novedad ni tampoco que parezcan inofensivos, una simple travesura de niños. El miedo en que vivimos, azotados por la violencia social sistemática y creciente puede empujarnos a considerar a la violencia como forma natural de defensa, a reivindicar símbolos de intolerancia y justicia primitiva.
Convendría reflexionar al respecto pensando que buena parte de los padres de familia no disfrazarían a sus hijos de KKK, de Francisco Franco o Adolfo Hitler y que son libres de ponerles el disfraz que quieran. Pero dadas las circunstancias, promover símbolos semejantes es muy peligroso porque en su aparente inocencia radica la eficacia del mensaje. Si el estado y sus instituciones han demostrado su incapacidad para gobernar para hacer efectivos los derechos toca a los ciudadanos impulsarlos sobre todo en entorno familiar. No hacerlo es seguir ignorando la caída, es suicidio colectivo.
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