Un circo. Un gran circo es el universo humano: intérpretes y espectadores; bufones y esclavos visuales; seres bizarros y seres adictos a la curiosidad; actos embaucadores y muchedumbre crédula hasta el hastío; fantoches que viven de la degradación ajena y mediocres que aprueban y celebran la inmundicia; espejismos que, gracias a la pericia de los ejecutantes, adquieren una aureola axiomática y real. Un circo cuyos protagonistas, amotinados en una carpa, confieren a la ejecución de diligencias sobreimpuestas la trascendencia de su existencia.
La sola idea de formar parte de este espectáculo grotesco me enferma. A pesar de mis reiteradas tentativas de escape, no logro eludir nunca mi condición de parte integrante. Además, el escape no es un acto que se efectúe una única vez y arroje el resultado deseado: aquel de conseguir salir de un lugar en que se está encerrado. El único escape es escapar, escaparse, vivir escapando, continuamente escapar: es una sucesión interminable.
Otra alternativa es resistir y luchar. Combatir ferozmente contra fuerzas inalterablemente antagónicas, contrarias. El mundo va en una dirección. Es un tren que marcha a gran velocidad y cuyo destino final es el despeñadero. Y es difícil mantenerse indiferente ante un futuro apreciablemente apocalíptico. Tomar conciencia del estado real de las cosas supone, por sí solo, combatir: pensar críticamente es luchar. Alguna vez advirtió don Carlos Marx: “Pero tanto más claro está lo que nos toca hacer actualmente: criticar sin contemplaciones todo lo que existe; sin contemplaciones en el sentido de que la crítica no se asuste ni de sus consecuencias ni de entrar en conflicto con los poderes establecidos”.
Sin embargo, el acto de dudar y cuestionar presupone apasionamiento. Y nadie puede objetar que la pasión ha cosechado fracasos a granel. La pasión, como el odio y el amor, se cultiva rutinariamente. De lo contrario, se olvida la fuente de la devoción.
Curiosamente la revolución científica trajo consigo una modalidad más avanzada y sofisticada de parálisis sensorial e intelectual. Nos liberamos de una camisa de fuerza –religión– solo para ajustarnos otra más férrea y asfixiante: la de la razón irracional.
Compártole, lector, una observación, a mi juicio, poderosísima: “Así que el hombre no se liberó de la religión; obtuvo la libertad de religión. No se liberó de la propiedad; obtuvo la libertad de propiedad. No se liberó del egoísmo de los negocios; obtuvo la libertad en ellos” (Marx).
Tristemente este es un axioma que la mayoría ignora u omite, no obstante su inexcusable complicidad.
En fin, todo lo consume la maldita soledad. Esa soledad que emana de la indisposición de participar en y del circo. Esa soledad inconfundible que solo quien observa de lejos y divisa la patología humana consigue experimentar y sufrir. Esa soledad que nadie mejor que don Carlos Bukowski, cuya poesía es una apoteosis de la soledad, supo expresar y desafiar: “Preferiría morir antes que llorar…/ Cuelgo mi cabeza contra el refrigerador blanco/ Y quiero gritar como el último llanto de la vida para siempre, pero/ Yo soy más grande que las montañas”.
Si bien es cierto que el gran circo amaga con desaparecer y dejar nada tras de sí, también lo es que uno nunca debe claudicar, pues semejante capitulación implica una muerte anticipada. “Muerte Puta” dice el poeta.
En su inmortal discurso, “I have a dream”, Martin Luther King hizo un soberbio pronunciamiento: “Si estuviera seguro que mañana estalla el mundo, yo hoy igual plantaría mi manzano".
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