En los últimos días de este año, caracterizado por la coincidencia del bicentenario de la independencia y el centenario de la revolución, no va a quedar de otra que aceptar que la decadencia del modelo económico y el estado que lo alimenta sigue dando sus frutos. El más reciente en nuestro país fue la liberación del conocido político panista, Diego Fernández, que fue secuestrado y liberado siete meses después por un grupo que se tomó el trabajo de escribir un comunicado para justificar su actuación.
El secuestro reveló no a un estado fallido sino a un estado omiso por la sencilla razón de que, a pesar de la evidencia en la comisión de un delito, las procuradurías estatal y federal se abstuvieron de investigar de acuerdo con la ley. Como en plan concertado de antemano, también los medios de comunicación, señaladamente el grupo Televisa, manifestaron su intención de no obstruir las negociaciones negándose por anticipado a difundir cualquier información al respecto.
El desenlace del secuestro demostró que la estrategia de aquínopasanada parece funcionar pero a costa de una concesión inadmisible para un régimen republicano que, basado en la igualdad de los ciudadanos, no puede aplicar la ley de manera selectiva y de cara a todo la sociedad sin la menor intención de ocultarlo. En el peor de los casos el ciudadano puede exigir cierta discreción: ojos que no ven corazón que no siente. Pero no, ni eso. Pisoteado el pudor republicano, el gobierno federal se quedó callado mientras Diego estuvo secuestrado pero en cuanto lo liberaron Calderón declaró su intención de aplicar todo el peso de la ley a los responsables y cosas por el estilo.
El estado fallido es un estado que cuando menos intenta gobernar, aplicar la ley, aunque por lo general falla. Por el contrario el estado omiso ni siquiera lo intenta; entre que no puede y no quiere pues mejor se hace el desentendido. Me recuerda a Fox con el caso del Canal 40, cuando pronunció la famosa frase: ¿Y yo porqué? Y ésa parece ser la esencia del estado neoliberal en México, la sistemática omisión de su obligación. Más allá del resultado que arroje su acción, su actitud refleja la descomposición del estado y su burocracia. La ausencia de intención habla de ausencia de ideas, de visión a futuro, de vigor intelectual. No cabe duda que es preferible pecar de exceso que de omisión.
No podemos dejar de reconocer que el fenómeno de la decadencia del estado liberal -directamente relacionada con la crisis del sistema económico mundial- genera inestabilidad social y pérdida de confianza de la ciudadanía en las instituciones públicas. El papel del estado como amortiguador ideológico pierde su eficacia no por su incapacidad sino por su falta de intención de seguir cumpliendo con su función. Y esto no es otra cosa que un claro síntoma de la pérdida de vigor de las élites gobernantes de este país. Ensimismadas en seguir impulsando la acumulación de riqueza, empiezan a denotar un agotamiento que anuncia su relevo. ¿Y quiénes serán los que vienen?
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