Robin Matus hijo y Moisés Montefiore han coincidido en que la actual participación de los estudiantes en lo que concierne a su educación es practicamente nula. Así como las tristes vacas van al rastro, los estudiantes ingresan a las distintas instituciones sin preocuparse en gran medida por las navajas de arcaísmos con las que destazarán su sensibilidad, y le extrairán el espíritu de contradicción que tanto ha sido vilipendeado por la mezquina sociedad.
Es importante que el estudiante se mire a si mismo y tome consciencia de su rol en una institución educativa pública o privada. La burocracia universitaria, tan cruel e insólita como todas las subdiviciones de la burocracia de estado, son una barrera infranqueable entre el estudiante y sus herramientas básicas de aprendizaje y conocimiento.
En el caso específico de las humanidades y tal vez de las artes, las cuales se supone que promueven la capacidad de observación y pensamiento crítico del estudiante, los programas educativos se vuelven arcaicos, o universos paralelos a la realidad social, con la cual (y vuelvo a citar a Montefiore) tanto el artista como el intelectual deben estar en contacto.
De esta manera, el estudiante, que antaño “causó problemas” es injertado como una pieza nueva en el mecanismo de dominación cultural con que nos amenazan más que nunca las instituciones educativas.
Se ha procurado, para permitir al escolar estar más en contacto con su proceso educativo, crear consejos representativos en dónde se hace escuchar la palabra del estudiantado; sin embargo, estos procedimientos de retroalimentación, han pasado a convertirse, en la mayoría de los casos, en fiestecitas de apariencias y sin sentido donde se juega a votar por una cara bonita o por un diálogo con carisma y sin sentido.
Ya se ha dicho muchas veces que la pasividad universtaria refleja la sociedad en la que esta se encuentra.
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