El clima calamitoso que asalta a la entidad es legítimo y comprensible. A mi juicio, es inaceptable la lectura que se le ha concedido a los hechos. Se han falseado diagnósticos relativos al fenómeno de las inundaciones que dejo tras de sí el paso de los huracanes. De acuerdo con informes de Protección Civil, al día de hoy se reportan alrededor de 150 mil damnificados en el estado. Entre pérdidas materiales irreparables, alertas de epidemias, deslaves, desbordamientos de ríos y presas, los sobrevivientes se debaten entre la desesperación impenitente y la tenue esperanza de retornar a la normalidad.
El cerco que han tendido los medios de comunicación entorno a las causas de los desastres ha sido altamente eficaz. La mayor parte de la población ignora la existencia de un bloqueo informativo. Se han ofrecido lecturas críticas a cuentagotas. Todos parecen conformarse con los gestos filantrópicos de las autoridades.
¿No será acaso que esta catástrofe pudo ser evitada o al menos mitigada sin costos tan altos? La pregunta ni siquiera ha sido colocada sobre la mesa, evidentemente por motivos de orden político.
En virtud de preservar el giro trágico-solidario-fatalista-compasivo que se le ha concedido a la hecatombe en turno, el discurso oficial ha echado mano de un extenso repertorio de justificaciones a todas luces ridículas y absurdas. Las explicaciones fluctúan entre el paradigma providencial y la retórica seudocientífica: “¡Las aguas celestiales de nuestro señor padre aprietan pero no ahogan (sic)!”; o “El desastre natural está asociado a la emisión de gases de efecto invernadero y el uso incontrolado de materiales no biodegradables.”
Los moralistas también han aprovechado la ocasión para “iluminar” a los “no-tan-iluminados”: “La gente no hace caso a los avisos de las autoridades y en lugar de evacuar a tiempo ha preferido aferrarse a sus escasas pertenencias, poniendo en riesgo la integridad física de los suyos y entorpeciendo la heroica labor de las brigadas de Protección Civil.”
Ninguno de los que vemos a distancia los estragos de la catástrofe podemos sentir, imaginar, percibir, lo que cientos de miles de damnificados viven en el presente. Es fácil opinar a la distancia con el habitual desprendimiento que distingue a quienes nunca se enfrentan a tal situación contingente y calamitosa.
Es urgente dotar de explicaciones plausibles a la actual crisis pluvial. Ante la falta de información en espacios de comunicación, es necesario sentar nuevos enfoques y criterios que conduzcan a conclusiones satisfactorias:
1. La administración pública es la única responsable de la existencia de asentamientos irregulares, de zonas residenciales propensas al desastre. La falta de planeación es la norma y no la excepción en materia de vivienda.
2. Otra rama de la administración pública, la Conagua, debe actuar en función de las necesidades de la comunidad y no de las empresas concesionarias que paulatinamente se han apropiado del sector. El desbordamiento de presas esta asociado a la negligencia de las autoridades que priorizan la salud de las finanzas en detrimento de las poblaciones vulnerables.
3. Los deslaves y derrumbes en caminos y carreteras son un síntoma de inoperancia y corrupción en el rubro administrativo de obras públicas.
4. Se requiere inversión en materia de protección y prevención para evitar futuros desastres.
Se trata de un asunto de corte político. Sólo una toma de conciencia general y coactiva podrá detener este sinuoso curso relativo a los fenómenos meteorológicos. Habrá voces que exhortarán a evitar la politización de este hecho. Solo resta decir que, a la luz de los recientes acontecimientos, es indiscutible que estamos frente a un problema intrínsecamente político.
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