miércoles, 6 de octubre de 2010

Arte como recipiente de significados plurales.

UNO. El sábado pasado mantuve dos discusiones diferidas en tiempo, espacio e interlocutores sobre la misma temática. Mis adversarios utilizaron similares argumentos para defender idéntica premisa: la exposición de Teresa Margolles ¿De qué otra cosa podríamos hablar?, a la cual dediqué la primera emisión, no es arte.

Los debates expresaron la intolerancia ante la utilización de sangre y fluidos humanos como medio de expresión artística, y evidenciaron el disgusto, que quizá sea masificado, hacia propuestas estéticas dedicadas a discutir problemáticas sociales y políticas de actualidad. Aquellas dos personas subrayaron su enfado ante estas expresiones que olvidan la “forma” por concentrarse en un contenido basado en alguna problemática social específica y que, a su vez, la tratan de manera “directa” y “explícita”. Para ellos, la “poética” del arte radica en el manejo de las emociones internas del creador, expresadas por una forma a través del dominio de una técnica singular, pues, como argüía el segundo de aquellos dos, el arte, al fin de cuentas, está relacionado con la técnica: “esa es su definición primigenia”. Pensando en estos acontecimientos, dándole vueltas a la visión estética de ellos, parecía encontrarme ante el resumen de toda una preceptiva estética de un gremio de artistas en Xalapa, pues a decir de la mayoría de las exposiciones que presenciamos año con año en esta ciudad, hay una clara tendencia a un arte que, al menos en apariencia, se despolitiza en aras de una expresión más “individual” y, así, más “libre”.

Hoy, después de algunos días de aquellos debates, trasportándome a mi destino, leo no sin cierta emoción: “¡Qué tiempos éstos en que/ hablar sobre árboles es casi un crimen/ porque supone callar sobre tantas alevosías!” Continúo leyendo los versos de Bertolt Brech y, junto con él, asevero: vivimos en tiempos sombríos donde todo discurso, todo texto construido y emitido, llámesele escritura, imagen, conversación o vestimenta, es en sí mismo cómplice de un ideológico decir y callar. Brecht escribió estas líneas en 1938 para su poema “An die Nachgeborenen” (“A los que nazcan más tarde” o “A los hombres futuros”), seguramente motivado por la descomposición europea que avecinaba la segunda gran guerra. Más de setenta años después, el poema sigue teniendo actualidad, con la vigencia de ese pasado que es presente.

En nuestro silencio se cultiva el ocultar y fomentar; en nuestro decir se tejen las madejas de un pasado discursivo que quizás era más comprometido que el de hoy, en desnudar ideologías en aras de expandir la idea de una realidad siempre tan sesgada, siempre tan limitante. Sigo leyendo los versos: “Me gustaría ser sabio también./ Los viejos libros explican la sabiduría:/ apartarse de las luchas del mundo y transcurrir/ sin inquietudes nuestro breve tiempo./ Librarse de la violencia./ dar bien por mal,/ no satisfacer los deseos y hasta/ olvidarlos: tal es la sabiduría.”

DOS. Siendo nuestra capital, a pesar de nuestro seudónimo macarrónico de Atenas Veracruzana, una zona periférica en la hegemonía cultural nacional, dominada actualmente por la Ciudad de México, Monterrey y Tijuana, tenemos la responsabilidad de controlar nuestra producción cultural perfeccionando y dominando nuestras perspectivas. Los espectaculares dispuestos por el gobierno federal y municipal, de aparentes mejoras urbanas, anuncian el “progreso” hacia una ciudad “moderna” que supone la expansión de puentes cada vez más largos y más altos (y esperemos más seguros). Las instituciones culturales han hecho lo suyo trayendo muestras artísticas de los “grandes maestros del arte mexicano”, en vías de fortalecer el “progreso” hacia una ciudad más “moderna” y, por ello, “vanguardista”, no reflexionando que la línea marcada por estas exposiciones devienen de una ética articulada como parte de una serie de jerarquías estéticas geopolíticas. El arte, “nuestro arte”, es aquel de los grandes maestros, da igual si hablamos de obras radicalmente opuestas, como la producción de Diego Rivera y la de Vicente Rojo. Todo entra dentro del arte legitimado de nuestra narrativa nacionalista que presenta la cultura como un bien inmutable y trasnochado. A nivel local, nos distendemos en estos discursos mezclando aquella idea vaga del arte como un manejo cuasi perfecto de una técnica determinada, en aras de crear una forma de nuestras expresiones más personales por íntimas. Así, el artista parece trabajar en un espacio confinado en la nada, pinta el lienzo con un brochazo proveniente de su genialidad, explayándose en la creación de formas y figuras que sólo competen a su individualidad. Esta imagen alienada del arte, y por consiguiente del artista, como reducto de una expresión espontánea y a la vez marcada por una excesiva profesionalización técnica, deja fuera propuestas que cultivan una estética otra que descentraliza la figura del lienzo como un objeto inmutable colgado en la pared blanca del templo del museo, y que debe interpelar únicamente nuestras emociones a través de nuestros sentidos.

No pido un anarquismo ramplón que tome acción contra el museo, el lienzo y el artista que busca el arte como expresión a través de la forma. Pido que se vea más allá de lo obvio, desentrañando la estructura ética y estética que tiene toda producción artística. Al final, todo arte, en tanto proceso de producción textual, constituye complejas elaboraciones discursivas que actúan no como meras presencias sensoriales y emotivas despojadas de significado, sino como recipientes de significados plurales de carácter simbólico, económico, cultural, político y sexual. “Verdaderamente, vivo en tiempos sombríos. / Es insensata la palabra ingenua”, me digo con el principio del poema bretchiano.

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