Insisto: existe un compló a niveles insospechados que pretenden arruinarle a Felipillo su bicentenaria fiesta: ahora fue Karl (el huracán, no ande usted de malpensado) quién se encargó de que las celebraciones por el bicentenario de nuestra supuesta independencia quedaran bajo el agua.
Tan sólo de pensar que desgracias podrán ocurrir previo a la celebración del inicio de la lucha que llevo al poder a quiénes actualmente lo ocupan, eso que llaman revolución, mis patrióticos ánimos decaen y dan paso a la reflexión, buscando la respuesta a la pregunta que, con el más profundo fervor democrático nos hacemos la mayoría de los que nos decimos mexicanos: ¿qué celebramos?
Pero ante los daños que dejó y seguirá dejando el paso del huracán Karl por nuestro estado, hagamos a un lado esas bicentenarias reflexiones y ocupémonos, por el momento, de un tema mucho más actual.
El encabezado de una nota publicada el día de ayer llamó mi atención: “los más pobres, los más perjudicados”, rezaba el título de la misma. ¿Dónde he visto esto antes?, no pude evitar preguntarme.
Y es que es la misma historia de siempre: parece ser que las catástrofes naturales son evidentemente discriminatorias.
Sean terremotos, huracanes, tsunamis (o tsurimis), temperaturas extremas, lo que se le venga a la mente: los damnificados son los de siempre, es decir, aquellos que viven en las situaciones más precarias, y todavía tienen que hacer frente a los peligros de la naturaleza.
De la misma manera, el encabezado de un diario francés después del tsunami que arrasó con las costas de Indonesia y Sri Lanka en 2005, tomando la vida de más de mil trescientas personas rezaba “la muerte prefiere a los pobres”.
Sería absurdo buscar el culpable de cualquier catástrofe natural. Sin embargo no es casual que los más afectados por las mismas sean, efectivamente, aquellos que menos tienen. Y de ello si podemos señalar responsables.
La pobreza de la gente no es un desastre natural: es una consecuencia lógica de un sistema económico que no sólo propicia sino ensalza y aplaude la acumulación de cantidades inimaginables de capital por parte de unos cuantos, en detrimento obvio de la mayoría de la población. Aquí y en China cientos de miles pagan las consecuencias del enriquecimiento de unos cuantos.
Una de esas consecuencias: las condiciones precarias de vivienda y salubridad que enfrentan miles en el mundo. Dichas condiciones se reflejan inmediatamente en el recuento de los daños tras el paso de un desastre natural.
No faltará el cínico (por llamarles de alguna manera) que culpe a las mismas personas que se ven afectadas de su propia tragedia; si bien es cierto que existen asentamientos irregulares en las llamadas zonas de peligro (a orillas de los ríos, en zonas de derrumbe, etc.), también es cierto que se trata de los únicos lugares a los que las personas pueden acceder contando con los recursos económicos con los que cuentan. No se trata tan sólo de necedad por parte de la gente, sino de un problema estructural que va más allá de decisiones individuales.
Lamentablemente, las políticas públicas emprendidas por los gobiernos antes y después de cada acontecimiento de este tipo no son suficientes: haciendo a un lado los problemas de corrupción y desvío de recursos que van de la mano con estas contingencias, la realidad es que el problema va más allá de lo que hagan o dejen de hacer los gobiernos.
Es cierto que la planeación y la distribución efectiva de los recursos orientados a este tipo de catástrofes son parte crucial ante las circunstancias presentadas como este fin de semana en nuestro estado. Sin embargo, mientras no existan las condiciones económicas y sociales que permitan un nivel de vida digno a la mayoría de la población, seguiremos escuchando la misma historia de siempre.
Mientras existan cientos de miles bajo la llamada línea de pobreza, seguirán siendo ellos los afectados una y otra vez por los mismos fenómenos naturales. Y para que eso cambie, se requiere mucho más que políticas públicas que, por eficaces que sean, no se enfrentan al problema de fondo: las inhumanas condiciones de vida de mucha gente.
Tan sólo de pensar que desgracias podrán ocurrir previo a la celebración del inicio de la lucha que llevo al poder a quiénes actualmente lo ocupan, eso que llaman revolución, mis patrióticos ánimos decaen y dan paso a la reflexión, buscando la respuesta a la pregunta que, con el más profundo fervor democrático nos hacemos la mayoría de los que nos decimos mexicanos: ¿qué celebramos?
Pero ante los daños que dejó y seguirá dejando el paso del huracán Karl por nuestro estado, hagamos a un lado esas bicentenarias reflexiones y ocupémonos, por el momento, de un tema mucho más actual.
El encabezado de una nota publicada el día de ayer llamó mi atención: “los más pobres, los más perjudicados”, rezaba el título de la misma. ¿Dónde he visto esto antes?, no pude evitar preguntarme.
Y es que es la misma historia de siempre: parece ser que las catástrofes naturales son evidentemente discriminatorias.
Sean terremotos, huracanes, tsunamis (o tsurimis), temperaturas extremas, lo que se le venga a la mente: los damnificados son los de siempre, es decir, aquellos que viven en las situaciones más precarias, y todavía tienen que hacer frente a los peligros de la naturaleza.
De la misma manera, el encabezado de un diario francés después del tsunami que arrasó con las costas de Indonesia y Sri Lanka en 2005, tomando la vida de más de mil trescientas personas rezaba “la muerte prefiere a los pobres”.
Sería absurdo buscar el culpable de cualquier catástrofe natural. Sin embargo no es casual que los más afectados por las mismas sean, efectivamente, aquellos que menos tienen. Y de ello si podemos señalar responsables.
La pobreza de la gente no es un desastre natural: es una consecuencia lógica de un sistema económico que no sólo propicia sino ensalza y aplaude la acumulación de cantidades inimaginables de capital por parte de unos cuantos, en detrimento obvio de la mayoría de la población. Aquí y en China cientos de miles pagan las consecuencias del enriquecimiento de unos cuantos.
Una de esas consecuencias: las condiciones precarias de vivienda y salubridad que enfrentan miles en el mundo. Dichas condiciones se reflejan inmediatamente en el recuento de los daños tras el paso de un desastre natural.
No faltará el cínico (por llamarles de alguna manera) que culpe a las mismas personas que se ven afectadas de su propia tragedia; si bien es cierto que existen asentamientos irregulares en las llamadas zonas de peligro (a orillas de los ríos, en zonas de derrumbe, etc.), también es cierto que se trata de los únicos lugares a los que las personas pueden acceder contando con los recursos económicos con los que cuentan. No se trata tan sólo de necedad por parte de la gente, sino de un problema estructural que va más allá de decisiones individuales.
Lamentablemente, las políticas públicas emprendidas por los gobiernos antes y después de cada acontecimiento de este tipo no son suficientes: haciendo a un lado los problemas de corrupción y desvío de recursos que van de la mano con estas contingencias, la realidad es que el problema va más allá de lo que hagan o dejen de hacer los gobiernos.
Es cierto que la planeación y la distribución efectiva de los recursos orientados a este tipo de catástrofes son parte crucial ante las circunstancias presentadas como este fin de semana en nuestro estado. Sin embargo, mientras no existan las condiciones económicas y sociales que permitan un nivel de vida digno a la mayoría de la población, seguiremos escuchando la misma historia de siempre.
Mientras existan cientos de miles bajo la llamada línea de pobreza, seguirán siendo ellos los afectados una y otra vez por los mismos fenómenos naturales. Y para que eso cambie, se requiere mucho más que políticas públicas que, por eficaces que sean, no se enfrentan al problema de fondo: las inhumanas condiciones de vida de mucha gente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario