Ricardo Rosales Martínez
El hecho de pensar históricamente, es decir, de manera crítica lo que se ha pretendido concebir como “la independencia de México”, me parece un acto digno de celebración, incluso, sin reparo alguno, de derroche del presupuesto necesario; por el contrario de la insultante pompa con la que las instituciones actuales de este país se ufanan de lo que constituye no más que un supuesto. Un acontecimiento histórico que se supone acaecido, pero cuya realidad no corresponde mínimamente. “La independencia de México”es un suceso trascendente, sí, pero de la a-historia de México, aventurando la suposición de que se da por entendido lo que significa el concepto “México”; llámese símbolos patrios, Padres y Madres de nuestra necrófila culpa histórica, el panteón broncíneo del vasconcelismo, dibujado en los muros agujereados de la pos-revolución; llámese pico de gallo, chiles en nogada, sincretismo e indigenismo a ultranza, desde la reina Isabel y su protectorado, pasando por el providencialismo del INI, hasta la poesía de montaña, de la generación del 94, que se nubla en el efecto invernadero y pierde su mágica otra-fonética entre la diversidad-otra de grillos citadinos; llámese selección mexicana, “Aguirre, la ira de tu Dios”, o sea el pueblo panbolero, hijos todos de la enajenación. Dígase, pues, algún paisano del otro lado, o, cántese en algún narcocorrido.
-Pensemos un poco y vanagloriémonos de ello, pues al fin que pensar no cuesta o es muy mal pagado-.
Algunas décadas antes de que estallaran las distintas rebeliones armadas, llamadas“insurgentes”, la Nueva España, la gran colonia española, estaba gobernada bajo el ceso, tinta y espada, de la monarquía borbónica y su coraza de regalismo administrativo. El gobierno corporativo novohispano se auditaba de manera mordaz; la jerarquía eclesiástica y militar, que durante siglos se había conservado sobre tierras prehispánicas y que no se había nutrido sino de la herencia cultural del imperio, cuyas bondades se impusieron en nombre de Dios, a sangre, evangelio y burocracia, desbaratando otra cultura, demandaba la independencia, esa sí, que con la dinastía austriaca había conseguido. – Uno nunca sabe lo que tiene hasta que quiere más-.
Estos insurgentes, como soldados del Cristo novohispano, no pensaban la libertad e independencia en su concepción más amplia, en términos humanos, es decir, no concebían la independencia de construir sus propias formas de gobierno, o la libertad para profesar otro culto religioso, o la justicia para devolver el terreno usurpado a los originarios propietarios de este mal hadado y desafortunado nuevo mundo. Morelos e Hidalgo seguían bregando por la sumisión eterna ante la institución que prohibió la razón humana, la verdadera independencia y libertad, como engendro demoníaco, durante más de un milenio. Tampoco luchaban por la justicia para aquellas comunidades indígenas, que para entonces habían disminuido casi en un noventa por ciento su población original, entre enfermedades, matanzas, religión, apostasía e identidad amordazada. Esos son nuestros supuestos Padres de nuestra supuesta Madre Patria mexicana. No somos los hijos..., a la usanza de Octavio Paz, somos los hijos de estos padres, que queremos vestir de héroes.
Hoy se pretende celebrar aquella independencia, que se entendía en términos de propiedad, en términos de posiciones de poder colonial. Acaso le preguntaron a los indios, aun escondidos en los terrenos más agrestes y salvajes de aquel México, si querían ser exterminados, o si preferían seguir siendo cristianos; acaso les preguntaron a aquellos montaraces sobrevivientes si es que preferían una monarquía o una república liberal. La independencia del poder es lo que a-históricamente ignoramos cuando nos alegramos este bicentenario. La libertad, la justicia, la identidad mexicana, que sólo se entienden en términos de propiedad privada, puesto que desde las primeras constituciones liberales (véase Charles Hale) no se es libre sino se es ciudadano y no se es ciudadano sino se tiene una posesión privada, pues ya no debía ser la propiedad corporativa, colectiva, comunal o indígena, ya que estas no son civilizadas, ni progresistas ni democráticas, son conceptos que están muy lejos de lo que el Disney-discurso nacionalista promete en términos de identidad mexicana independiente.
La historia de México que se celebra hoy es una falacia, es a-historia, historia acrítica y una burla cuando se derrocha el dinero que no tenemos para tan suntuoso des-madre patria. Cabe preguntarnos entonces que tan libres somos hoy como país, que tan independientes. ¿La guerra contra el narcotráfico es el símbolo de nuestra identidad independiente?
Esa es nuestra triste historia, y reflexionar acerca de ella debe celebrarse, antes que ponerle orégano al pozole y gritar desaforadamente nuestra profunda ignorancia, o nuestra profunda ruindad. “Porque el progreso nunca progresó (E.A. Poe).
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