sábado, 4 de septiembre de 2010

Bicentenario II


“México es muchos Méxicos” (Escalante Gonzalbo). “El mexicano no es una categoría universal y abstracta. Hay por lo menos tantos mexicanos como clases sociales con sus correspondientes accesos a la cultura, a la política, a la distribución del ingreso y del sexo” (Carlos Monsiváis).

Un primer esfuerzo sincero para comprender la compleja “condición” del mexicano debe consistir, a mi juicio, en una renuncia deliberada a la peregrina búsqueda de una “condición” única e insoslayable del mexicano. La auto-desvalorización (complejo de inferioridad), la pereza intrínseca a los sujetos de origen “mexicano”, el “espíritu de rebeldía ciega” (Samuel Ramos), la impotencia para regirse por la cultura -imperio- de la ley, la “natural” propensión del indio a la barbarie (“Si los indios no fueran al mismo tiempo los pobres nadie usaría esa palabra a modo de insulto” –José Emilio Pacheco), son mitos compartidos, creencias afincadas que han perdurado centurias y que han servido para justificar y consentir la histórica opresión del pueblo mexicano, así como para atenuar/sublimar el rencor social secularmente acumulado. La creciente participación política y cultural de microcosmos subalternos naturalmente disidentes (mujeres, indígenas, homosexuales, transgéneros, jóvenes) ha contribuido enormemente al auto-conocimiento genuino y al desvanecimiento de las afirmaciones litúrgicas relativas al mexicano y su presunta “esencia”.

Esta nueva modalidad de auto-definición, inmune al lastre prejuicioso, abre la llaga en la parte más vulnerable de nuestra organización social-estatal: a saber, la ideología nacionalista. La nación, entendida como agrupación de individuos “iguales”, como entidad homogénea y monocultural, es un anacronismo. En la actualidad, las demandas de los diversos grupos minoritarios (paradójicamente mayoritarios) son virtualmente irreconciliables con los derechos y prerrogativas individuales que el Estado-nación reivindica (al menos teóricamente).

Habrá que señalar, no obstante, que este desajuste es un axioma de vigencia ancestral. Alguna vez Octavio Paz puso el dedo sobre la llaga: “En cierto sentido la historia de México, como la de cada mexicano, consiste en una lucha entre las formas y fórmulas en que se pretende encerrar a nuestro ser y las explosiones con que nuestra espontaneidad se venga.”

La pregunta que habría que formular y responder, máxime en la presente coyuntura conmemorativa, es la siguiente: ¿Cómo conciliar la afirmación de la diferencia en el marco de una nación? En Chiapas parece haber un primer intento de respuesta: "El mundo que queremos es uno donde quepan muchos mundos. La patria que construimos es una donde quepan todos los pueblos y sus lenguas, que todos los pasos la caminen, que todos la rían, que la amanezcan todos” (Marcos).

La crisis que inunda al país nos compromete a reflexionar y a aplazar los festejos para tiempos mejores. La reacción de la sociedad mexicana ante la radicalidad de la violencia debe ser igualmente radical. La disyuntiva nacional presente: o solidaridad o barbarie.

Parece oportuno evocar al poeta Nezahualcóyotl, y acaso recuperar su legado lírico y humano: “Amo el canto del cenzontle,/ pájaro de cuatrocientas voces;/ amo el color del jade y el enervante perfume/ de las flores;/ pero amo más a mi hermano/ el hombre.”

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