viernes, 28 de octubre de 2011

Fanatismo

Véase con que singular precisión John C. Calhoun (líder político y filósofo de la Norteamérica decimonónica) explica los períodos de ocaso, y a la par vaticina, quizá involuntariamente, el oscuro destino de su pueblo: “El intervalo entre la decadencia de lo viejo y la formación y consolidación de lo nuevo constituye un período de transición que siempre, necesariamente, debe ser de incertidumbre, confusión, error y salvaje y feroz fanatismo”.

Libre mercado, democracia, progreso, son algunos de los dogmas que más “confusión, error y salvaje y feroz fanatismo” reproducen en el actual período de bifurcación civilizatoria.

En nombre del libre mercado se despoja a los pueblos del mundo del derecho a la autodeterminación, la soberanía, las libertades fundamentales. El mercado, libre o desregulado, y su brazo ejecutor, la mano invisible, se erigen como grandes soberanos: todo aquel que desafía su poder se le condena a la calumnia, al confinamiento, o a la pena máxima: la muerte individual o, en no pocos casos, el genocidio. El terrorismo, recurso táctico insalvable del librecambismo, ha cobrado la vida de millones de civiles. Tan sólo en la Guerra de Vietnam, organismos internacionales estiman la muerte de entre 3.8 y 5.7 millones de personas.

Coincidentemente en los años de este conflicto bélico, el primer mercado en liberalizarse, aunque extraoficialmente, fue el de la droga proveniente de “La Joya de Asia”, cuyo producto más codiciado era el opio. Justo en el pináculo comercial de esta droga made in Vietnam, el gobierno de Estados Unidos, con Richard Nixon al mando, inaugura una política que a los mexicanos en la actualidad nos resulta generosamente familiar: la guerra contra las drogas – argucia demagógica que oculta los imperativos mercantiles subterráneos. Lógica inherente al mercado: toda empresa boyante deviene monopolio, a la buena o a la mala. Así, el Estado, cómplice natural del libre mercado, se hace responsable de la tarea sucia: elimina físicamente a los competidores menores, criminaliza a los consumidores para poblar los presidios, cuyo control está en manos de empresas privadas que cotizan en la Bolsa de Nueva York, instrumenta políticas de corte policiaco en beneficio de la industria armamentística, subsidia con fondos públicos el suministro de arsenal a bandas paramilitares para el exterminio de cualquier oposición a las prácticas librecambistas, y coadyuva en la edificación de un narco-emporio en manos de particulares, cuyos primeros beneficiarios son los banqueros –o lavanderos– que hospedan el dinero en sus congales dinerarios.

¡Heil laissez-faire!

En nombre de la democracia y el progreso, los gendarmes del mundo asesinan a mansalva, a veces con métodos característicos del Medioevo, a líderes incómodos, no pocas veces antiguos aliados, cuyos cuerpos torturados, sodomizados, son exhibidos en público para beneplácito de la muchedumbre morbosa, como trofeos, a modo de lección del Occidente democrático al Oriente fundamentalista. La ejecución rudimentaria de Saddam Hussein, las mil y una muertes de Osama Bin Laden, el reciente asesinato –por cierto, humanamente repulsivo– del coronel Muammar Gaddafi, anuncian el advenimiento de un fanatismo revitalizado, salvaje, feroz, y acaso más peligroso debido a su alcance global. La profecía de 1984.

Ahora nótese con que singular precisión, Barack Obama –fundamentalista como su predecesor–, articula el discurso del fanatismo imperante: “En Libia, la muerte de Kadafi mostró que nuestro papel en la protección del pueblo libio y nuestra ayuda para liberarse de un tirano fue correcta… continuaremos apoyando a los pueblos de todo el mundo árabe que buscan un futuro democrático”.

God Bless America.

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