En Oriente Próximo (Yemen, Bahréin, Siria) y en África del norte (Revolución islámica –Túnez, Egipto) hombres, mujeres, niños, ancianos, derrocan tiranías dinásticas, una tras otra, cual efecto dominó: “¡Que se vayan!”. En España, Francia, Alemania, Portugal (Indignados) la población se lanza a la desobediencia civil para condenar la inoperancia de la representatividad: “¡No nos representen!”; y reivindicar una conciencia que a más de un tecnócrata habrá de exasperar: “¡El pueblo no se calla, sabemos lo que falla!”. En Grecia, la Confederación General de Trabajadores, insurgencia tenaz que amerita mención enfática, convoca periódicamente a la huelga general en rechazo a las políticas anti-crisis (sofisma que esconde las subvenciones a entidades bancarias con dinero público) sugeridas por la UE, el BCE y el FMI: “¡El pueblo es más importante que los mercados!”. En Chile, los estudiantes organizados desmienten las benevolencias del exitoso “modelo chileno”: “¡Un régimen que abre cárceles y cierra escuelas no puede ser modélico!”; y exigen el cese al lucro en el ámbito educativo, haciendo extensiva su demanda a la constelación pública: “¡Queremos una expresión política propia!”. En Israel, donde por vez primera la prensa se ocupa de un asunto ajeno al irresoluble conflicto con Palestina, decenas de miles de manifestantes ocuparon las calles para protestar por la subida generalizada de precios y reivindicar el derecho universal a una vivienda digna: “¡Queremos justicia social!”. En México, comarca asolada por una violencia desquiciada, presa de una política miope que ha sumergido al país en extremos de increíble crueldad, colectivos, brigadas, asociaciones civiles y ciudadanos independientes han conformado un gran bloque (Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad) con el objeto de expresar un sentir común: “¡Estamos hasta la madre!”; y para visibilizar y cobijar a las víctimas de una guerra patentemente absurda: “¡No están solos!”; y quizá también para recordar a los dirigentes nacionales, cuya ofuscación es inquietante, que los males del país se resuelven sólo por la vía civil, nunca por el atajo militar: “Ojo por ojo y todo México acabará ciego… ¡No más sangre!”. En Estados Unidos, específicamente en Nueva York, epicentro de la crisis civilizatoria cuya extensión hemisférica es irrecusable, la mecha al fin se encendió: la primavera árabe le extiende la mano, en clara señal de camaradería, al naciente otoño estadounidense. “¡Wake up!” (Despierten), vociferan los manifestantes norteamericanos a sus coterráneos. Occupy Wall Street (Ocupa Wall Street) se presenta como una resistencia horizontal, desprovista de liderazgos, conformada por gente de todos los colores, raleas y credos cuya única característica común es la de integrar “ese 99 por ciento que ya no tolerará más la corrupción y rapacidad del uno por ciento”.
En el ocaso del Medioevo, Erasmo de Rotterdam, filósofo holandés, en alusión a esta “corrupción y rapacidad” que reprueban en Estados Unidos, describió, con tino certero, la condición de la naciente burguesía, clase social que habría de tornarse hegemónica durante 500 años: “La clase de comerciantes [y por añadidura, sus representantes financieros y políticos] es realmente estultísima y mezquina, porque todo lo tratan con sordidez y por móviles más sórdidos todavía”.
La incapacidad para sortear la actual crisis es un signo inequívoco de la impotencia de esta clase social, rehén de su estulticia y mezquindad inherentes. Da la impresión que los pueblos del mundo han cobrado conciencia de esto.
Alguien, en algún lado, señaló: “Dichosos los pueblos que no han olvidado a rebelarse”.
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