Seré puntual, conciso, y dinámico. Debo advertir por anticipado que este espacio será depositario –una vez más- de una experiencia personal inaudita, insólita, difícil de creer, como suele ser la práxis empírica (sí se me permite la tautología) de este intrépido servidor. Empecemos por el principio para después culminar con el final (otra sublime tautología). La intención es que en esta corta exposición usted, lector de buen gusto, lectora de refinada y exquisita sensibilidad, llegue a apreciar en su real dimensión la civilización que hoy nos aloja y los inmaculados frutos que nos ofrece día con día la modernidad.
El día de ayer, a la hora en que degustaba plácidamente de un “apetitoso” desayuno continental (de esos que le ofrecen a uno cuando se hospeda en un hotel, y que generalmente consta de fruta, jugo, huevo, pan y cereal), ocurrió algo muy curioso, algo que posiblemente le dejará con la boca abierta (tal y como le sucedió a un servidor).
Aquí va la exposición de los hechos en el orden en que acontecieron.
Justo a un costado de mi mesa se encontraba una pareja de emprendedores, de muy buen ver, de excelente presentación, de excelsas habilidades comunicativas, de indefectible personalidad propositiva y triunfadora, discutiendo –según alcancé a escuchar- los caminos para el éxito empresarial de una prestigiosa compañía de alimentos, granos básicos y embutidos.
Mientras hacía un esfuerzo incansable por escuchar lo que decían mis respetables vecinos (no crea usted lector que soy chismoso o mitotero, lo que ocurre es que esos temas del éxito, las ventas, la iniciativa, el diseño de estrategias, el cumplimiento de metas, siempre han sido de mi entero interés), observaba y seleccionaba a distancia los alimentos que consumiría esa mañana. Finalmente, me decidí por unos huevos cocidos.
Cuando me aproximé a la mesa que guarecía los sagrados alimentos advertí la presencia de unos anuncios empotrados en la pared. Uno de ellos rezaba la siguiente indicación: “Todos los alimentos pre-cocidos deben ser recalentados en el horno de microondas para obtener mejores resultados” (el subrayado es mío). Así que, como buen huésped y comensal disciplinado, seguí con rectitud la recomendación. Después de calentar –recalentar- el huevo cocido que había elegido ingerir, me dirigí de vuelta a mi mesa. El huevo transpiraba un excesivo vapor –acaso a modo de advertencia- producto de la penetración de las asfixiantes ondas electromagnéticas.
Aquí viene lo curioso, lo indecente, del asunto.
Justo en el instante en que trataba de reanudar mi intromisión en la charla vecina, tomé entre mis manos el ultra-cocido producto de gallina y al momento de darle la primer mordida, o mejor dicho, al primer, precario y leve contacto de mis dientes, el huevo estalló, reventó, de forma estruendosa en mi boca. ¡Sí! ¡Cómo escuchó! El huevo explotó tumultuosamente al momento de morderlo, causando quemaduras en tercer grado (nótese la exageración) en mis encías y paladar.
Sobra decir que quedé boquiabierto; tal y como usted debe encontrarse en este preciso instante, apenado lector. Pero no se preocupe que la convalecencia ha sido suave y satisfactoria.
Aún sigo tratando de figurar si la presencia de los “empresarios alimentarios” (si se me permite la expresión) tiene alguna relación, directa o indirecta, con este bochornoso suceso. Quizá fue un complot, un infame atentado contra este plebeyo servidor. Lo cierto es que resulta muy curioso el hecho de que a mi costado se encontraran estos especialistas en alimentos, discutiendo, no la calidad –potencial- de los víveres, sino el modo de usufructuar, lucrar, maximizar las ganancias, con la comida que ingerimos los mortales de carne y hueso, sin ocuparse ni preocuparse nunca por la indecente degradación de los métodos de preparación y de la comida misma, y sin reparar que uno de esos productos alimenticios con los que ellos comercian acababa de detonar estrepitosamente en la boca de un comensal.
¿Cómo es que los alimentos han arribado a semejante nivel de degeneración? ¿No se supone que la civilización ha ido mejorando gradualmente los bienes y servicios que se producen socialmente? ¿No será acaso que existe una correlación entre los métodos de producción y distribución, regidos por el mercado o el comercio lucrativo, y la “chatarrización” (si se me dispensa el neologismo) de los alimentos?
Moraleja: Es tal el nivel de dividendos que arroja la producción de “bienes” bélicos, de productos orientados a una economía militar, que ahora hasta los alimentos son presa de esta usanza y se han convertido, con la creciente aplicación técnica, en explosivos potenciales. El huevo-bomba que atentó contra la integridad física y moral de un servidor es un ejemplo de esto. La modernidad es intrínsecamente destructiva, violenta, agresiva. Y esta brutalidad se traslada igualmente a la esfera alimenticia. Lector, lectora, ¡Aguas con los alimentos que consume!
Bien dice por ahí un querido amigo cronopio: “Así es esto de la modernidad y el progreso de las mayorías”.
El día de ayer, a la hora en que degustaba plácidamente de un “apetitoso” desayuno continental (de esos que le ofrecen a uno cuando se hospeda en un hotel, y que generalmente consta de fruta, jugo, huevo, pan y cereal), ocurrió algo muy curioso, algo que posiblemente le dejará con la boca abierta (tal y como le sucedió a un servidor).
Aquí va la exposición de los hechos en el orden en que acontecieron.
Justo a un costado de mi mesa se encontraba una pareja de emprendedores, de muy buen ver, de excelente presentación, de excelsas habilidades comunicativas, de indefectible personalidad propositiva y triunfadora, discutiendo –según alcancé a escuchar- los caminos para el éxito empresarial de una prestigiosa compañía de alimentos, granos básicos y embutidos.
Mientras hacía un esfuerzo incansable por escuchar lo que decían mis respetables vecinos (no crea usted lector que soy chismoso o mitotero, lo que ocurre es que esos temas del éxito, las ventas, la iniciativa, el diseño de estrategias, el cumplimiento de metas, siempre han sido de mi entero interés), observaba y seleccionaba a distancia los alimentos que consumiría esa mañana. Finalmente, me decidí por unos huevos cocidos.
Cuando me aproximé a la mesa que guarecía los sagrados alimentos advertí la presencia de unos anuncios empotrados en la pared. Uno de ellos rezaba la siguiente indicación: “Todos los alimentos pre-cocidos deben ser recalentados en el horno de microondas para obtener mejores resultados” (el subrayado es mío). Así que, como buen huésped y comensal disciplinado, seguí con rectitud la recomendación. Después de calentar –recalentar- el huevo cocido que había elegido ingerir, me dirigí de vuelta a mi mesa. El huevo transpiraba un excesivo vapor –acaso a modo de advertencia- producto de la penetración de las asfixiantes ondas electromagnéticas.
Aquí viene lo curioso, lo indecente, del asunto.
Justo en el instante en que trataba de reanudar mi intromisión en la charla vecina, tomé entre mis manos el ultra-cocido producto de gallina y al momento de darle la primer mordida, o mejor dicho, al primer, precario y leve contacto de mis dientes, el huevo estalló, reventó, de forma estruendosa en mi boca. ¡Sí! ¡Cómo escuchó! El huevo explotó tumultuosamente al momento de morderlo, causando quemaduras en tercer grado (nótese la exageración) en mis encías y paladar.
Sobra decir que quedé boquiabierto; tal y como usted debe encontrarse en este preciso instante, apenado lector. Pero no se preocupe que la convalecencia ha sido suave y satisfactoria.
Aún sigo tratando de figurar si la presencia de los “empresarios alimentarios” (si se me permite la expresión) tiene alguna relación, directa o indirecta, con este bochornoso suceso. Quizá fue un complot, un infame atentado contra este plebeyo servidor. Lo cierto es que resulta muy curioso el hecho de que a mi costado se encontraran estos especialistas en alimentos, discutiendo, no la calidad –potencial- de los víveres, sino el modo de usufructuar, lucrar, maximizar las ganancias, con la comida que ingerimos los mortales de carne y hueso, sin ocuparse ni preocuparse nunca por la indecente degradación de los métodos de preparación y de la comida misma, y sin reparar que uno de esos productos alimenticios con los que ellos comercian acababa de detonar estrepitosamente en la boca de un comensal.
¿Cómo es que los alimentos han arribado a semejante nivel de degeneración? ¿No se supone que la civilización ha ido mejorando gradualmente los bienes y servicios que se producen socialmente? ¿No será acaso que existe una correlación entre los métodos de producción y distribución, regidos por el mercado o el comercio lucrativo, y la “chatarrización” (si se me dispensa el neologismo) de los alimentos?
Moraleja: Es tal el nivel de dividendos que arroja la producción de “bienes” bélicos, de productos orientados a una economía militar, que ahora hasta los alimentos son presa de esta usanza y se han convertido, con la creciente aplicación técnica, en explosivos potenciales. El huevo-bomba que atentó contra la integridad física y moral de un servidor es un ejemplo de esto. La modernidad es intrínsecamente destructiva, violenta, agresiva. Y esta brutalidad se traslada igualmente a la esfera alimenticia. Lector, lectora, ¡Aguas con los alimentos que consume!
Bien dice por ahí un querido amigo cronopio: “Así es esto de la modernidad y el progreso de las mayorías”.
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