Dejemos a un lado por esta ocasión las engorrosas querellas políticas y hablemos de un tema que me parece hoy fundamental, tomando en cuenta la amarga y desolada circunstancia en la que ha devenido la situación humana.
La lectura de ciertas obras literarias ha despertado en mi una curiosidad irreductible que en este breve espacio trataré de exponer. Empero, sépase por anticipado que al culminar la lectura de este artículo usted, lector, lectora, habrá de regresar a sus rutinarias actividades con mas preguntas que respuestas.
El asunto que deseo examinar en esta oportunidad es el de la desesperanza, pues es precisamente la disipación colectiva de esta última la que ha rotulado con huella imborrable la existencia de innumerables generaciones, alcanzando un pigmento mas acentuado en los últimos 20 años.
Para colocar el término dentro de un terreno medianamente común, y evitar caer en confusiones, habremos de definir la esperanza como la “espera” de algo que se cree que ocurrirá o que eventualmente se logrará. Es decir, la esperanza esta estrechamente emparentada con la ilusión, con el deseo insatisfecho, con la fe. De modo tal que la desesperanza es la ruina, la defunción, de esta “espera”.
En este sentido, el a priori de la desesperanza es la esperanza, y el a priori de la esperanza es un universo que coarta, que limita, que contiene la realización de ciertas expectativas humanas. Aunque a decir verdad bien podríamos hablar de un a posteriori, pues esta sucesión nace precisamente de la experiencia humana, es decir, es posterior a la experiencia.
¿Cuáles son las características de ese universo que impide la satisfacción de ciertas perspectivas y anhelos colectivos e individuales? En los tiempos del hombre primitivo la naturaleza era quien atentaba mas crudamente contra los sueños y expectaciones de las comunidades. Pero seria una error imaginar que este mundo resulta cierto solo para aquella época, pues el control y dominio parcial de la naturaleza es, de hecho, una facultad de la era moderna. Así que este universo donde la naturaleza amenaza y frena el cumplimiento de expectativas humanas se extiende a lo largo de toda la historia del hombre.
Aunque la cosa no termina ahí; pues esto sería imputar a la naturaleza todos los males que aquejan al hombre.
Lo cierto es que el rasgo distintivo de las sociedades humanas es y ha sido siempre la dominación de unos por otros. Este dominio va acompañando invariablemente de coacción, de opresión. (Ya sea por acción u omisión. Esta aclaración resulta de suma importancia hoy, pues el Estado moderno asesina, coarta, fundamentalmente por olvido y negligencia).
Bien podríamos decir entonces que la esperanza nace como paliativo plausible a la brutalidad del propio hombre. En un primer momento esta “espera” –aquella de zanjar el universo opresivo- reviste formas totémicas y/o religiosas. Después, se le secularizó como tentativa a reproducirle agnósticamente, mas allá del bien y el mal doctrinal. Al final, el hombre renunció a ella por razones de supervivencia. Paradójico sin lugar a dudas. La explicación que hemos de ofrecer es que se ha creado una simbiosis entre la esperanza y la muerte. Solo así se entiende la génesis y propagación de la desesperanza.
Si bien la esperanza logró minar antiguamente el desconsuelo que laceraba el alma, ahora que el tiempo calibrado, con sus bemoles y atrocidades, ha convertido al hombre en bestia mejorada y aumentada, su otrora antitóxico se ha vuelto estéril frente a la adquirida inmunidad de la nueva especie humana.
La fe –el propulsor del corazón- solo sobrevive a cierto numero de reveses. Por eso existe hoy tanta desilusión. Cada persona muerta, cada fracaso humano, cada intento malogrado de comunicación genuina, cada utopía malgastada, cada amor frustrado, le abona a la desesperanza colectiva.
Aunque continúen desempeñando un papel central en el mundo de las creencias, tanto el Reino de Dios como el Comunismo han perecido como alternativas históricas de cambio, como Utopías, como “Esperas”. El hombre moderno ya no “espera” nada, simplemente existe –subsiste- en función de lo inmediato.
La conciencia de hoy es una conciencia resignada, complaciente, cínica, solitaria, pragmática, fatalista, conciliadora: en una palabra, desesperanzada.
Quizá la única fuerza capaz de revertir esta situación sea el amor. Sin embargo, ¿Cómo habrá de imponerse esta fuerza en un universo en donde el oro somete a la conciencia, el status al cariño fecundo, la ignominia a las expresiones de vida?
Como verá lector, lectora, estamos frente a un túnel sin salida, frente a un circulo vicioso, o mejor dicho, frente a un vicio circuloso.
Hoy mas que nunca la desesperanza ha cosechado sus más altas conquistas. La duda que a mí me queda –y con esto cierro esta precaria tentativa de análisis- es la siguiente: ¿No será que la única contrapartida vivencial de la amenaza nuclear, y por tanto de la posible extinción humana, sea la esperanza? Y si es así, ¿No será que existe un vinculo orgánico entre la creciente tecnologización del hombre y la desesperanza?
En los inicios de la era fascista, Walter Benjamin escribió: “Sólo gracias a aquellos sin esperanza nos es dada la esperanza”.
Lector, lectora, se lo dejo para la reflexión tenaz y concienzuda.
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