En el liberalismo decadente, el concepto de “tolerancia” ha cobrado una notoriedad que vale la pena escrutar. Todos los gobiernos del mundo izan la bandera de este valor. Pocos grupos de interés, partidos u organizaciones de cualquier índole enarbolan la intolerancia sin tapujos. En esta última categoría es posible identificar a neonazis, neofranquistas o yunquistas de blanquiazul pelaje. Empero, salvo algunas otras escasas excepciones que confirman la norma, el resto del mundo, occidental u oriental, se autoproclama adalid irreductible de la tolerancia. Y este es uno de los grandes éxitos de la democracia liberal: a saber, la apropiación de valores que son absolutamente ajenos a su naturaleza material e inmaterial. Así, Estados Unidos, acaso el más destructivo dominio imperial que ha conocido el hombre en su corta historia, y cuyos crímenes de odio e intolerancia tardarán años en registrarse íntegramente, presume sin ruborizarse su devoción fraudulenta hacia el precepto de la tolerancia. No obstante, la presunta universalidad de este valor preconizado en Estados Unidos es una máscara que oculta intereses particulares.
En México, como bien dice el refrán, “no cantamos mal las rancheras”. Curiosamente, este fenómeno de tolerancia espuria constituye, en la actual coyuntura comicial, el quid de la estrategia del partido "puntero" (adviértase el entrecomillado). Formalmente, todos los ciudadanos tienen derecho a expresar su opinión siempre que tal manifestación de ideas no contravenga la ley escrita. Y si bien es cierto que los casos de represión directa son contados, cabe decir que en el periodo electoral en curso las voces discordantes han sido víctima de satanización o linchamiento mediático.
De esta forma, todo aquel que ha resuelto manifestar reprobación se le ha endosado la etiqueta de “intolerante”. Esta estrategia –síntoma inequívoco de la desesperación que reina en los círculos del poder– comparte elementos comunes con la guerra sucia que se implementó en medios de comunicación durante las elecciones de 2006, con los resultados que todos conocemos (destaca la espiral de violencia que sobrevino al término de aquel proceso electoral).
Véase las siguientes aseveraciones que dan fe de esta nueva campaña de odio, disfrazada de tolerancia civilizada: “El extremismo y la intolerancia… constituyen una afrenta al espíritu universitario”, o bien, “[El candidato tricolor] fue víctima de un complot de reventadores” (en alusión al episodio de la Universidad Iberoamericana); “La estrategia de la izquierda… es la de buscar la agresión y provocar al partido”; “[Los simpatizantes de López Obrador] son el único síntoma de fascismo que hay en México”; “Diga usted, ciudadano López Obrador, a sus enjundiosos partidarios que dejen de ladrar, porque acaban logrando solo que otros ladren como ellos”.
Esta andanada de juicios viscerales remite a esa condición ideológica afín a la tolerancia que predica la democracia liberal, a saber: Todos son libres de elegir y opinar, siempre que elijan y opinen conforme a los criterios que convienen al poder. Y esto desemboca en la lógica que actualmente reina en el ámbito de la “opiniomanía”: Todas las acciones del candidato "puntero" son justificables, o bien, cuestión de táctica; mientras que todo acto proveniente de la oposición es condenable, censurable, reprochable.
Esto explica el acento de la consigna mercadológica que ha puesto en circulación la maquinaria del partido tricolor: “Tanta gente no puede estar equivocada”. Una vez más, véase como esta presunta universalidad, que aventuradamente iza la bandera de la tolerancia, constituye un antifaz que esconde intereses irrenunciablemente particulares.
En la democracia electoral, la “tolerancia” opera como un gesto formal de condescendencia.
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