En los años setenta las y los mexicanos respirábamos con alivio al ver como los países de Sudamérica sufrían golpes de estado y la militarización sistemática que provocaron miles muertos pero sobre todo desapariciones forzadas. El terror en países como Argentina, Chile o Brasil parecía algo lejano pero treinta años después estamos viviendo lo mismo: militarización acelerada con las consecuencias para las libertades civiles; muertes cotidianas producto de una guerra promovida por el estado; pero sobre todo desapariciones de personas que acabaron siendo enterradas en lugares secretos o arrojadas desde aviones en pleno vuelo al mar, con la clara intención de borrarlas de la historia.
Los recientes hallazgos de fosas clandestinas repletas de cuerpos sin identificar en Tamaulipas y Durango representan un síntoma típico de sociedad enfrascada en una guerra civil, organizada desde el poder, para administrar el caos en favor de los de siempre: las corporaciones internacionales y sus testaferros nacionales. A los números oficiales de los muertos manejados por el gobierno federal habrá que agregarle los miles de desaparecidos que no contabilizan las cifras oficiales pero que son consecuencia directa del ambiente de violencia generalizada en que vivimos. A los cuarenta mil muertos que se manejan habrá que sumar los desaparecidos. ¿Cuántos son? ¿Diez mil, veinte mil?
Los desaparecidos son fundamentalmente personas pobres y migrantes desesperados por sobrevivir que, a su paso por nuestro país, sufren todo tipo de violencia incluida la desaparición forzada. No por ello debemos de ignorar que la mayoría de los encontrados en las fosas clandestinas son ciudadanos mexicanos que han sido asesinados cruelmente –como lo hicieron los militares sudamericanos- para enviar un mensaje de terror a todos nosotros, para recordarnos que la violencia no necesita justificaciones y que si las tiene están directamente relacionadas con la ambición, la discriminación y el racismo.
Y es que para desaparecer personas es necesario negarles todo viso de humanidad -tal como lo hicieron los paramilitares sudamericanos con la colaboración plena de los ejércitos nacionales y extranjeros o los sionistas con los palestinos- negarles el derecho a la vida por ser pobres y vulnerables, por ser extranjeros pobres, por ser mujeres, por no tener dinero para pagar su rescate. Por eso las desapariciones no son un crimen simple sino agravado porque se les niega el derecho básico a una sepultura digna, que les permita a los deudos honrarlos y visitarlos. Es sin duda un crimen de lesa humanidad porque además lesiona la vida de sus familiares y amigos para siempre.
En este sentido la atropellada e irrespetuosa manera en que los desentierran –utilizan trascabos que destrozan los cuerpos sin remordimiento alguno- es una clara muestra de cómo los gobiernos locales y el federal tienen en la misma consideración que los narcotraficantes por los muertos sin nombre, por los desaparecidos. Son los que merecen ser borrados de la historia, carne de cañón para mantener una nación aterrorizada para mantener el saqueo, el robo y la rapiña de todos los días.
Qué ironía que después de haber pensado que México se había librado de la militarización que sufrieron los países sudamericanos, estemos hoy cercados por grupos armados, viviendo un golpe de estado reciclado, que si bien no tienen las mismas características si buscan el mismo objetivo que en los años setenta: mantener las cosas como están y si se puede, mejorar las condiciones para él despojo sistemático. ¿Habrá otra razón para promover la guerra?
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