Oscura realidad la que nos envuelve, asfixia, constriñe. Me pregunto si las generaciones que lucharon contra el régimen autoritario erigido en las postrimerías de la segunda posguerra y por la ampliación de derechos políticos, humanos, con pretensión universal, imaginaron que sus banderas e idearios serían toscamente contravenidos a la faz de una borrachera de poder a la que sólo fueron invitados los neófitos privilegiados del neocapitalismo mexicano. Asombra descubrir cuán eficaz ha sido el Estado mexicano para hacer valer el derecho privado y las apetencias egoístas en detrimento del derecho público. Y conste que las generaciones nuevas no conocemos vívidamente el alcance o radicalidad de aquellas luchas. Empero, pareciera que la resistencia de nuestros antepasados mediatos e inmediatos dejó intacto el carácter esencialmente autocrático del poder en México. Tan sólo véase cuanto poder discrecional acumulan los partidos políticos –instituciones irrenunciablemente corruptas enquistadas en el corazón de nuestro sistema social. En México, como en casi todas las latitudes de la mal llamada “aldea global”, el poder soberano radica en los partidos, nunca en el pueblo. Configuran una suerte de administrador omnímodo a cargo de la distribución de la riqueza mal habida y la miseria reiterativa.
No pocos historiadores sostienen que la primera guerra mundial supuso para la izquierda una escisión de las organizaciones obreras, y la aquiescencia, si bien subterránea, de los totalitarismos fascistas, para la derecha. Pero, ¿qué hay de la segunda guerra mundial? Existe un millar de respuestas a esta interrogante. Un corolario que vale la pena destacar es la conformidad de la(s) izquierdas y la(s) derecha(s) en lo tocante a los partidos políticos como agentes efectivos de representación colectiva. A nuestro juicio, aquí es donde se hace más evidente la caducidad de la antinomia izquierda-derecha, pues la segunda guerra mundial, como bisagra histórica, supuso la delimitación de un campo en torno al cual habría de dirimirse todo lo político, esto es, todo lo concerniente al conflicto social y humano, así como la consolidación de los partidos como factores dinámicos del ejercicio político. Acordando, tácita o explícitamente, que todo cuanto desbordara estos limítrofes decretados debía sofocarse sin contemplaciones. Y vaya que perseveraron. Sólo así se entiende que las alternativas apartidistas figuren apenas accesoriamente en la política nacional. Y acaso también por esto Cuba significó una autentica indigestión para EE.UU. y la U.R.S.S. –grandes beneficiarios del reordenamiento mundial surgido de la segunda guerra mundial. Su sistema de partido único, si bien equivalente al partido comunista soviético, delegaba funciones legislativas a órganos barriales u organizaciones de menor rango, desafiando el centralismo congénito a cualquier sistema de partidos. Al final, el partido comunista cubano acabó por desempeñar el mismo papel que los sistemas pluripartidistas en otros países, monopolizando la toma de decisiones en un ejercicio deliberativo estrictamente cupular.
De lo antedicho se desprenden las siguientes observaciones. Los partidos políticos tienen estructuras organizativas verticales: su propuesta de nación no puede ser otra que la de una sociedad igualmente jerarquizada. Los partidos políticos existen en función de intereses sectoriales: su oferta política necesariamente debe ser sectorial, más aún, de clase. Los partidos políticos, cuyo afianzamiento se realiza en el ocaso de la segunda posguerra, representan nuestro pasado político. El futuro debe prescindir de ellos.
Alguien, en Estados Unidos, escribió: Es una pena que en este país el 1% de la población cuente con dos partidos mientras que el 99% con ninguno. ¿Acaso no aplica el mismo criterio para México?
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