Estamos a un menos de un mes de que el país entero se vista de fiesta y se regocije con las fiestas que colmaran de alegría nuestros corazones, todo ello en vista de los 200 años que el discurso oficial dice que tenemos de independientes y el centenario de aquella lucha, llamada revolucionaria, que dicen que cambió a este país con el objetivo de que nada cambiase.
Fuentes historiográficas fidedignas señalan que este martes se cumplirán 189 años de que nuestra supuesta independencia fue firmada y nuestro gobierno monárquico constitucional moderado fuese reconocido por el resto del mundo (así lo decían los Tratados de Córdoba, no es invento de quien esto escribe), pero quién soy yo para contradecir el discurso oficial. Si quieren celebrar el bicentenario, que lo celebren.
Sin embargo, considero pertinente realizar algunas reflexiones sobre lo que nos preparamos a celebrar por el resto del año, antes de que los ánimos de celebración llenen las planas de los periódicos.
Por ejemplo, hace 200 años la Iglesia católica jugó un papel importantísimo en la creación del nuevo estado mexicano. No podemos entender dicha lucha sin considerar los intereses, el dinero, y los fueros eclesiásticos que estaban en juego frente a un cambio en la estructura de poder. La jerarquía religiosa de nuestro país, ante la promulgación de leyes liberales en España que ponían en peligro sus fueros eclesiásticos, prefirió sumarse a la cause de Independencia. De tal manera, el hecho de que una de las tres garantías del México independiente fuese la religión, declarando al catolicismo como la religión única dentro de la nueva nación.
Hoy, dos siglos después, la Iglesia encabeza una feroz lucha, en contra de las instituciones administrativas establecidas, para conservar y retomar cotos de poder que fueron perdiendo a lo largo del tiempo. El Estado mexicano, supuestamente laico desde hace 150 años, enfrenta un grave conflicto en este sentido, a tal grado que Marcelo Ebrard sienta la obligación de ir a Roma a acusar a los cardenales mexicanos con el mismísimo Papa.
Por otra parte, la supuesta soberanía obtenida tras el reconocimiento de nuestra Independencia, no ha sido sino pisoteada una y otra vez, si bien no de la misma forma. Hace algunos siglos, mediante constantes invasiones a nuestro territorio. En las últimas décadas, mediante tratados de libre comercio e instrucciones del Fondo Monetario Internacional en materia de política económica.
Hace cien años, por su parte, una liberal y democrática revolución removió del poder a uno de los gobiernos más déspotas que había tenido este país, para reemplazarlo con uno igualmente autoritario. Se logró consolidar un aparato de gobierno que aglutinó, de manera dedocrática, a todos los sectores productivos e improductivos del país para conformar un partido que se adueño del aparato estatal por 70 años, con el pretexto de llevar el progreso y la modernidad a cada recóndito pueblo del país. Hace 10 años, no obstante, la transición a la democracia por fin tomó lugar (o eso dicen los especialistas), y el cambio se comenzó a hacer palpable: nuevas toallas en los Pinos anunciaban un brillante porvenir para nuestro México. Sin embargo, hoy nos damos cuenta que los mismos esquemas de corrupción, de represión y de injusticias, así como los procesos de empobrecimiento de muchos y enriquecimiento de pocos han seguido su curso sin que el color del partido en el poder altere su comportamiento.
No son estos, por supuesto, los únicos puntos a reflexionar cuando nos prestemos a gritar a los cuatro puntos cardinales que somos un país independiente y revolucionario. Sin embargo, pueden ser buenos puntos de partida para la discusión. ¿Qué celebramos, realmente, en el año del Bicentenario?
Fuentes historiográficas fidedignas señalan que este martes se cumplirán 189 años de que nuestra supuesta independencia fue firmada y nuestro gobierno monárquico constitucional moderado fuese reconocido por el resto del mundo (así lo decían los Tratados de Córdoba, no es invento de quien esto escribe), pero quién soy yo para contradecir el discurso oficial. Si quieren celebrar el bicentenario, que lo celebren.
Sin embargo, considero pertinente realizar algunas reflexiones sobre lo que nos preparamos a celebrar por el resto del año, antes de que los ánimos de celebración llenen las planas de los periódicos.
Por ejemplo, hace 200 años la Iglesia católica jugó un papel importantísimo en la creación del nuevo estado mexicano. No podemos entender dicha lucha sin considerar los intereses, el dinero, y los fueros eclesiásticos que estaban en juego frente a un cambio en la estructura de poder. La jerarquía religiosa de nuestro país, ante la promulgación de leyes liberales en España que ponían en peligro sus fueros eclesiásticos, prefirió sumarse a la cause de Independencia. De tal manera, el hecho de que una de las tres garantías del México independiente fuese la religión, declarando al catolicismo como la religión única dentro de la nueva nación.
Hoy, dos siglos después, la Iglesia encabeza una feroz lucha, en contra de las instituciones administrativas establecidas, para conservar y retomar cotos de poder que fueron perdiendo a lo largo del tiempo. El Estado mexicano, supuestamente laico desde hace 150 años, enfrenta un grave conflicto en este sentido, a tal grado que Marcelo Ebrard sienta la obligación de ir a Roma a acusar a los cardenales mexicanos con el mismísimo Papa.
Por otra parte, la supuesta soberanía obtenida tras el reconocimiento de nuestra Independencia, no ha sido sino pisoteada una y otra vez, si bien no de la misma forma. Hace algunos siglos, mediante constantes invasiones a nuestro territorio. En las últimas décadas, mediante tratados de libre comercio e instrucciones del Fondo Monetario Internacional en materia de política económica.
Hace cien años, por su parte, una liberal y democrática revolución removió del poder a uno de los gobiernos más déspotas que había tenido este país, para reemplazarlo con uno igualmente autoritario. Se logró consolidar un aparato de gobierno que aglutinó, de manera dedocrática, a todos los sectores productivos e improductivos del país para conformar un partido que se adueño del aparato estatal por 70 años, con el pretexto de llevar el progreso y la modernidad a cada recóndito pueblo del país. Hace 10 años, no obstante, la transición a la democracia por fin tomó lugar (o eso dicen los especialistas), y el cambio se comenzó a hacer palpable: nuevas toallas en los Pinos anunciaban un brillante porvenir para nuestro México. Sin embargo, hoy nos damos cuenta que los mismos esquemas de corrupción, de represión y de injusticias, así como los procesos de empobrecimiento de muchos y enriquecimiento de pocos han seguido su curso sin que el color del partido en el poder altere su comportamiento.
No son estos, por supuesto, los únicos puntos a reflexionar cuando nos prestemos a gritar a los cuatro puntos cardinales que somos un país independiente y revolucionario. Sin embargo, pueden ser buenos puntos de partida para la discusión. ¿Qué celebramos, realmente, en el año del Bicentenario?
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