No obstante mi pronunciada renuencia a escribir segundas partes, en esta ocasión habré de infringir este principio, otrora inalterable, a fin de complacer a los ávidos lectores que sugiriéronme extender el alegato cuasi expiatorio de la malquerida y malqueriente Generación Y. La sugerencia, empero, no abarcaba preguntas, dudas o inquietudes específicas que reclamaran respuestas concretas. Así que me he tomado la libertad de ampliar el veredicto con base en criterios y elucubraciones de orden estrictamente personal. Espero no decepcionar al intrigado lector que me sigue semana tras semana con profusa lealtad (nótese que no dije fidelidad).
La letra “Y” posee una estructura anatómica muy peculiar: consiste en una línea inferior, a modo de base, que se bifurca y desemboca en dos líneas divergentes. Acaso algo semejante ocurre con la Generación Y. Al resquebrajarse el orden establecido –la plataforma societal e ideológica-, las generaciones contemporáneas descubrieron que El Camino se escindía en múltiples veredas, apreciablemente distintas unas de otras. La desmembración del hombre en el ser o no ser shakesperiano se transfiguró, y la elección del camino deseable se volvió un asunto cada vez más complejo e inextricable.
No debemos omitir, además, la presente coyuntura de declive del otrora imperio norteamericano. Este hecho, por si solo, bastó para cimbrar y transgredir la existencia de las últimas generaciones: las premisas y creencias antiguamente afincadas fueron repentinamente condenadas por la turbia realidad subyacente. No obstante esta fractura, visiblemente alentadora, pareciera haber una tendencia clara hacia la inmovilidad y la parálisis. No es disparatado conjeturar que este anquilosamiento es una consecuencia del creciente perfeccionamiento y adelanto de la tecnología “opiácea” (alienante). La esperanza -la espera- es un rasgo naturalmente humano. En una sociedad crecientemente anti-natural, avasallada por la tecnología, la esperanza inherente al hombre parece haber sufrido reveses definitivos.
Con relación a esta crisis irresoluble, el filósofo y sociólogo alemán, Herbert Marcuse, alguna vez sostuvo: “La sociedad industrial avanzada es capaz de reprimir todo cambio cualitativo”. Es posible que detrás de esta afirmación se localice la explicación de la negligencia, la apatía, la impotencia y el escepticismo de las nuevas generaciones.
Hace mas de 150 años que Don Carlos Marx formuló la siguiente observación: “Los frutos de su cabeza [del hombre] han acabado por imponerse a su cabeza. Ellos, los creadores, se han rendido ante sus criaturas”.
¿A que clase de criaturas o fantasmas cerebrales se habrá referido el vituperado genio alemán? ¿Progreso? ¿Democracia? ¿Modernidad? ¿Desarrollo? ¿Ciencia? ¿Religión?
La Maquina ha tomado las riendas del destino humano por razón de nuestra creencia ciega en la infalibilidad de la ciencia. Si alguna generación posee la facultad de revertir esta trayectoria anti-humana esa generación es la denominada Y.
El solo hecho de cargar, consciente o inconscientemente, con una responsabilidad tan aplastante, ha sido razón suficiente para mantener en estado de parálisis a la generación aludida. Insisto: no se trata de una justificación exculpatoria... se trata de un axioma infelizmente implacable.
La letra “Y” posee una estructura anatómica muy peculiar: consiste en una línea inferior, a modo de base, que se bifurca y desemboca en dos líneas divergentes. Acaso algo semejante ocurre con la Generación Y. Al resquebrajarse el orden establecido –la plataforma societal e ideológica-, las generaciones contemporáneas descubrieron que El Camino se escindía en múltiples veredas, apreciablemente distintas unas de otras. La desmembración del hombre en el ser o no ser shakesperiano se transfiguró, y la elección del camino deseable se volvió un asunto cada vez más complejo e inextricable.
No debemos omitir, además, la presente coyuntura de declive del otrora imperio norteamericano. Este hecho, por si solo, bastó para cimbrar y transgredir la existencia de las últimas generaciones: las premisas y creencias antiguamente afincadas fueron repentinamente condenadas por la turbia realidad subyacente. No obstante esta fractura, visiblemente alentadora, pareciera haber una tendencia clara hacia la inmovilidad y la parálisis. No es disparatado conjeturar que este anquilosamiento es una consecuencia del creciente perfeccionamiento y adelanto de la tecnología “opiácea” (alienante). La esperanza -la espera- es un rasgo naturalmente humano. En una sociedad crecientemente anti-natural, avasallada por la tecnología, la esperanza inherente al hombre parece haber sufrido reveses definitivos.
Con relación a esta crisis irresoluble, el filósofo y sociólogo alemán, Herbert Marcuse, alguna vez sostuvo: “La sociedad industrial avanzada es capaz de reprimir todo cambio cualitativo”. Es posible que detrás de esta afirmación se localice la explicación de la negligencia, la apatía, la impotencia y el escepticismo de las nuevas generaciones.
Hace mas de 150 años que Don Carlos Marx formuló la siguiente observación: “Los frutos de su cabeza [del hombre] han acabado por imponerse a su cabeza. Ellos, los creadores, se han rendido ante sus criaturas”.
¿A que clase de criaturas o fantasmas cerebrales se habrá referido el vituperado genio alemán? ¿Progreso? ¿Democracia? ¿Modernidad? ¿Desarrollo? ¿Ciencia? ¿Religión?
La Maquina ha tomado las riendas del destino humano por razón de nuestra creencia ciega en la infalibilidad de la ciencia. Si alguna generación posee la facultad de revertir esta trayectoria anti-humana esa generación es la denominada Y.
El solo hecho de cargar, consciente o inconscientemente, con una responsabilidad tan aplastante, ha sido razón suficiente para mantener en estado de parálisis a la generación aludida. Insisto: no se trata de una justificación exculpatoria... se trata de un axioma infelizmente implacable.
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