Agosto 27. El ánimo festivo de los mexicanos es imperceptible, acaso inexistente. La fecha conmemorativa del bicentenario de la “independencia” (nótese el entrecomillado) está a la vuelta de la esquina. Cuanto más se aproxima el día más crece la sensación de desengaño, de recelo. El Estado recurre a toda clase de estrategias publicitarias con el objeto de “levantar al muerto” (léase, el pueblo sumergido en la vorágine cotidiana). Con base en el despliegue de artilugios propagandísticos se prevé despertar artificialmente el brío nacionalista (‘patriotero’ sería una expresión mas justa). Muchos cuestionan la legitimidad de los festejos. No pocos repudian el carácter lúdico que le procura imprimir el Gobierno federal a la conmemoración.
No obstante la promoción mediática del magno evento en puerta, el desencanto es la nota musical preponderante en el actual concierto de simulaciones. En medio de una guerra declarada del Estado mexicano en contra de la población que “representa” -que aloja deshonrosamente-, se antoja difícil la faena de inyectar vitalidad alegórica a un pueblo larga y extensamente agraviado. La situación actual confirma la condición cíclica de la Historia: 300 años de saqueo y degradación colonial suscitaron una revolución de corte independentista (1810); cien años de intrincado reacomodo “nacional” con base en la explotación y la marginación condujeron a una revolución política (1910); cien años de violación a los acuerdos constitucionales, de nacionalismo excluyente, de violencia consuetudinaria, de corrupción, de expoliación gradual y sostenida, nos colocan ahora (2010) en un estado análogo al de nuestros no-tan-remotos antepasados.
Hoy mas que nunca el papel del Estado es claro y ostensible: neutralizar la conquista social y extinguir cualquier resabio de nación en virtud de vender el territorio patrio al verdugo en turno. En relación con este proceder del aparato estatal en México, Marcos, portavoz de las comunidades autónomas en Chiapas, observa: “Asistimos al strip tease del estado; el estado se desprende de todo, salvo de su prenda íntima indispensable, que es la represión”.
Los ideólogos del Poder en México juzgan pernicioso la remembranza y reivindicación de nuestro pasado, de nuestra historia ancestral. A su entender –altamente sospechoso-, “México es presa de su historia”: sólo una renuncia acuciosa y deliberada a la cultura heredada -a las raices- podrá librarnos del histórico rezago. Sobra decir que estos mitos gozan de una vigencia secular, que, por otro lado, y después de siglos sombríos de lucha, aun dirigen, guían, el ejercicio público gubernativo (cualesquiera que sean sus colores y/o banderas).
Una patria sin patrimonio (cultural, histórico, identitario) es un absurdo, un contrasentido. La miseria material del país es resultado de procesos perfectamente explicables. Atribuirle al México profundo los trastornos que atormentan al Estado es síntoma de una dramática limitación cultural.
La apatía colectiva de cara a las fiestas patrias es francamente comprensible: el pueblo mexicano, el México profundo, advierte con claridad el carácter espurio e inoportuno de la celebración. Se trata, a mi juicio, de una desesperanza, de un desconsuelo, dotados de lucidez. El hartazgo y el rechazo masivo habrán de evidenciar la áspera realidad que enmarca los “festejos” en puerta.
Ahora si, compatriotas, “¡que se sienta el Power Mexicano!”.
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