En una ocasión un compañero cronopio me preguntó mi opinión sobre el arraigo, sabedor de mi ambulante y errabunda existencia. Como era de esperarse, me resultó extraordinariamente problemático articular una respuesta medianamente satisfactoria. “Es un mecanismo social de autoconservación”, contesté con simulada firmeza, notando de inmediato un gesto de estupefacción en mi compañero, seguramente carcajeando por dentro ante la absurda teorización de una cosa tan llana y vivencial. No dije una palabra más, conocedor de mi incapacidad para contestar la pregunta sin previa meditación.
Si bien esto es un intento –aunque precario- de replicarle a mi curioso compañero, creo que por razón de mi recién adquirida condición de residente-veracruzano-non grato mi contestación corre el fatal riesgo de resultar precipitada.
Debo confesar, estimado lector y apreciado compañero cronopio, que mi fugaz paso por Xalapa representa lo más próximo a una estancia con pretensiones de arraigo. Si alguna ciudad tiene en este momento la envidiable distinción de haberme inclinado a contemplar un alojamiento prolongado en su terruño, esa ciudad es Xalapa. En tres “largos” años de estancia en la hospitalaria ciudad de las flores he recibido más muestras de afecto que en los numerosos hogares y paraderos erráticos que le precedieron. De ahí que mi respuesta se fundamente en esta incomparable experiencia.
Los azares del destino me acarrearon imprevistamente a esta ciudad. Por las circunstancias fortuitas de mi arribo imaginé que mi estancia sería corta y anodina. Nunca pensé que tres años después estaría escribiendo un artículo para lectores xalapeños, con tono de amargura y nostalgia.
Mi adaptación a la ciudad fue, textualmente, instantánea. Fui instruido rápida pero escrupulosamente. Las indicaciones imperativas de aclimatación fueron las siguientes: visitar la terraza del Ágora y deleitarse con el exuberante, lírico paisaje que ofrece la ciudad; realizar caminatas nocturnas por los callejones angostos, húmedos, bohemios; degustar de un buen café por las mañanas y ser testigo de la amplia concurrencia de peregrinos y parroquianos en los establecimientos de mayor reputación; emplear perseverantemente las expresiones “ala” y “azo”; escuchar un disco o asistir a una presentación del grupo musical “sonex”; caminar con destreza evasiva las aglutinadas banquetas de la ciudad; cargar permanentemente con suéter, impermeable, pantaloncillos cortos, paraguas, zapatos, sandalias, bufanda y gafas oscuras, por aquello de los impredecibles y súbitos cambios climáticos que azotan a la ciudad; saludar cordialmente al “Capi”, celebre y consentido personaje entre la comunidad xalapeña; ser espectador, al menos por una ocasión, de un acto público encabezado por el tlacatecuhtli de la fidelidad.
Y podría continuar enumerando todo aquello que, en la conciencia colectiva de este noble pueblo, constituye el carácter o espíritu esencial de un auténtico xalapeño.
Si bien esto es un intento –aunque precario- de replicarle a mi curioso compañero, creo que por razón de mi recién adquirida condición de residente-veracruzano-non grato mi contestación corre el fatal riesgo de resultar precipitada.
Debo confesar, estimado lector y apreciado compañero cronopio, que mi fugaz paso por Xalapa representa lo más próximo a una estancia con pretensiones de arraigo. Si alguna ciudad tiene en este momento la envidiable distinción de haberme inclinado a contemplar un alojamiento prolongado en su terruño, esa ciudad es Xalapa. En tres “largos” años de estancia en la hospitalaria ciudad de las flores he recibido más muestras de afecto que en los numerosos hogares y paraderos erráticos que le precedieron. De ahí que mi respuesta se fundamente en esta incomparable experiencia.
Los azares del destino me acarrearon imprevistamente a esta ciudad. Por las circunstancias fortuitas de mi arribo imaginé que mi estancia sería corta y anodina. Nunca pensé que tres años después estaría escribiendo un artículo para lectores xalapeños, con tono de amargura y nostalgia.
Mi adaptación a la ciudad fue, textualmente, instantánea. Fui instruido rápida pero escrupulosamente. Las indicaciones imperativas de aclimatación fueron las siguientes: visitar la terraza del Ágora y deleitarse con el exuberante, lírico paisaje que ofrece la ciudad; realizar caminatas nocturnas por los callejones angostos, húmedos, bohemios; degustar de un buen café por las mañanas y ser testigo de la amplia concurrencia de peregrinos y parroquianos en los establecimientos de mayor reputación; emplear perseverantemente las expresiones “ala” y “azo”; escuchar un disco o asistir a una presentación del grupo musical “sonex”; caminar con destreza evasiva las aglutinadas banquetas de la ciudad; cargar permanentemente con suéter, impermeable, pantaloncillos cortos, paraguas, zapatos, sandalias, bufanda y gafas oscuras, por aquello de los impredecibles y súbitos cambios climáticos que azotan a la ciudad; saludar cordialmente al “Capi”, celebre y consentido personaje entre la comunidad xalapeña; ser espectador, al menos por una ocasión, de un acto público encabezado por el tlacatecuhtli de la fidelidad.
Y podría continuar enumerando todo aquello que, en la conciencia colectiva de este noble pueblo, constituye el carácter o espíritu esencial de un auténtico xalapeño.
Tomando en consideración mi óptimo desempeño en el cumplimiento recto de dichas prácticas –y sin afán de resultar temerario- estimo que en tres años me he hecho indiscutible merecedor de las llaves de esta ciudad.
Esta sensación de pertenencia y calidez sobreabundante, querido(s) amigo(s) cronopio(s), sospecho, presumo, que constituye el meollo del arraigo. Es cierto que la necesidad en ocasiones nos obliga a echar raíces. Pero también lo es –acaso con el mismo rigor- que la tierra, las costumbres, los usos, las personas queridas, en fin, todos los ingredientes que aderezan y dan sentido a la vida, son los antecedentes subyacentes –a veces racionalizados de forma distinta- del arraigo.
Hace tres años me hubiese resultado virtualmente imposible responder tal interrogante. Hoy, en la antesala de mi probable partida, puedo afirmar con inquebrantable certeza que la propensión del hombre al arraigo responde a su intrínseca condición de afirmarse, de identificarse, de hermanarse, de confirmarse como un ser social capaz de desarrollar vínculos entrañables con el otro, con los otros.
Esta vital enseñanza se la concedo a Xalapa y su generosa gente.
Ante la magnitud de tal deuda, espero al menos haber satisfecho dignamente la inquietud de mi compañero.
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