El sistema educativo en México es una cuestión en extremo espinosa. Si bien la educación adolece de los mismos problemas, contrariedades y veleidades típicos del sistema imperante, también es cierto que el carácter abusivo y autoritario de su modus operandi ha sido impugnado más rigurosamente que el de cualquier otra institución, sobre todo a raíz de la Revolución estudiantil que se gestó en todo el orbe en 1968.
Antiguamente, la educación estuvo inserta orgánicamente en la demarcación del poder imperial y eclesiástico. En nuestra época, la educación superior es uno de los pilares cardinales de la economía de mercado. A partir del siglo XIX, la academia quedó claramente supeditada a las exigencias del ámbito productivo. La producción de mano de obra especializada, adiestrada, se volvió un cometido medular de los institutos de educación formal. La promoción y divulgación de la cultura mercantil y mecanicista pasó a constituir su “valor agregado.”
Cuando los guaruras de la academia declaran apócrifamente que su misión es democratizar a la sociedad y a la cultura, o formar estudiantes altamente preparados para influir en el entorno comunitario, o desarrollar un sentido humanitario, crítico y creativo en virtud de contribuir a la consecución de la justicia social, no hacen mas que enunciar conceptos vacios, dolosos, ramplones, de contenido opuesto a lo que expresan y destinados a pulir la alienación de la conciencia colectiva en México.
Es triste advertir que el control y manejo de las instituciones públicas de educación superior están en manos de burocracias indolentes, estériles y torpes que no hacen otra cosa que paralizar el proceso de aprendizaje de los alumnos, acoplándose a los principios de autoridad y ofuscamiento, cimientos de la “ilustración despótica” que reina, gobierna, coacciona y disciplina en nuestra era. El estudiantado se halla despojado de todo recurso o herramienta para incidir en su carrera educativa. Cuando osa inconformarse, demandar, o impugnar las estructuras y dinámicas caducas de la academia, el estudiante se hace acreedor de la más desproporcionada de las represiones: se le expulsa, se le excluye, se le censura, se le humilla.
En mi precaria experiencia como estudiante he podido notar un odio y hostilidad crecientes hacia la juventud consciente, fresca, inteligente, crítica, alerta. El sesgo autoritario y doctrinario de la enseñanza superior sepulta implacablemente todo intento de discernimiento o controversia. La organización genuina del estudiantado resulta inadmisible para la autoridad, por eso busca todos los medios para perturbarle, para dividirle, para someterle a la lógica de la competitividad a ultranza. Esto último es la esencia y razón de la evaluación del rendimiento de un alumno.
Urge una reforma radical de la estructura educativa, de todo el tejido orgánico de la educación superior. La gestión y toma de decisiones deben pasar a ser prerrogativa del estudiantado. Los cuerpos administrativos y el profesorado deben quedar subordinados a las exigencias, demandas, peticiones y requerimientos de los alumnos. Ya incluso en el 68 se propuso la autogestión de la máxima casa de estudios. La brutal respuesta de la autoridad es parte de la oscura historia de este país.
De no comprender en toda su dimensión la problemática que se nos presenta de forma clara e inexorable, de no advertir la imperiosa necesidad de un cambio profundo en materia educativa, la enseñanza y formación de las nuevas generaciones estarán en serio peligro de corromperse, de pervertirse, de degenerarse aún más de lo que una sociedad esta dispuesta a permitir y sostener.
Antiguamente, la educación estuvo inserta orgánicamente en la demarcación del poder imperial y eclesiástico. En nuestra época, la educación superior es uno de los pilares cardinales de la economía de mercado. A partir del siglo XIX, la academia quedó claramente supeditada a las exigencias del ámbito productivo. La producción de mano de obra especializada, adiestrada, se volvió un cometido medular de los institutos de educación formal. La promoción y divulgación de la cultura mercantil y mecanicista pasó a constituir su “valor agregado.”
Cuando los guaruras de la academia declaran apócrifamente que su misión es democratizar a la sociedad y a la cultura, o formar estudiantes altamente preparados para influir en el entorno comunitario, o desarrollar un sentido humanitario, crítico y creativo en virtud de contribuir a la consecución de la justicia social, no hacen mas que enunciar conceptos vacios, dolosos, ramplones, de contenido opuesto a lo que expresan y destinados a pulir la alienación de la conciencia colectiva en México.
Es triste advertir que el control y manejo de las instituciones públicas de educación superior están en manos de burocracias indolentes, estériles y torpes que no hacen otra cosa que paralizar el proceso de aprendizaje de los alumnos, acoplándose a los principios de autoridad y ofuscamiento, cimientos de la “ilustración despótica” que reina, gobierna, coacciona y disciplina en nuestra era. El estudiantado se halla despojado de todo recurso o herramienta para incidir en su carrera educativa. Cuando osa inconformarse, demandar, o impugnar las estructuras y dinámicas caducas de la academia, el estudiante se hace acreedor de la más desproporcionada de las represiones: se le expulsa, se le excluye, se le censura, se le humilla.
En mi precaria experiencia como estudiante he podido notar un odio y hostilidad crecientes hacia la juventud consciente, fresca, inteligente, crítica, alerta. El sesgo autoritario y doctrinario de la enseñanza superior sepulta implacablemente todo intento de discernimiento o controversia. La organización genuina del estudiantado resulta inadmisible para la autoridad, por eso busca todos los medios para perturbarle, para dividirle, para someterle a la lógica de la competitividad a ultranza. Esto último es la esencia y razón de la evaluación del rendimiento de un alumno.
Urge una reforma radical de la estructura educativa, de todo el tejido orgánico de la educación superior. La gestión y toma de decisiones deben pasar a ser prerrogativa del estudiantado. Los cuerpos administrativos y el profesorado deben quedar subordinados a las exigencias, demandas, peticiones y requerimientos de los alumnos. Ya incluso en el 68 se propuso la autogestión de la máxima casa de estudios. La brutal respuesta de la autoridad es parte de la oscura historia de este país.
De no comprender en toda su dimensión la problemática que se nos presenta de forma clara e inexorable, de no advertir la imperiosa necesidad de un cambio profundo en materia educativa, la enseñanza y formación de las nuevas generaciones estarán en serio peligro de corromperse, de pervertirse, de degenerarse aún más de lo que una sociedad esta dispuesta a permitir y sostener.
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