Se nos dice que debemos ser mejores ciudadanos. Que no basta con acudir a las urnas el día de la jornada electoral para consolidar nuestra democracia. Que hay que hacer saber a las autoridades nuestros puntos de vista, nuestras necesidades, y convertirnos en un contrapeso a la corrupción, al abuso de poder y a la arbitrariedad de las autoridades.
Y cuando lo intentamos hacer, se nos castiga. Somos libres de expresar nuestras inconformidades, mientras lo hagamos por lo bajo y sin incomodar a nadie. Somos libres de actuar conforme a lo que pensamos, siempre y cuando no seamos un obstáculo para aquellos que manejan el dinero y el poder, para aquellos que toman las decisiones.
Uno de los grandes engaños: la idea de la individualidad se ha construido para hacernos a todos iguales. Consumiendo lo mismo, comportándonos de la misma manera, aceptando que las cosas son como son sin poder cuestionarlas, y lo más importante: sin poder organizarnos para hacerlo.
Libres pero no tanto. Democráticos, mientras convenga y sin excesos.
Todas las instituciones dentro de un régimen reproducen la forma de organización del mismo: y el nuestro, habrá que reconocerlo, es un régimen autoritario. La familia, la escuela, el trabajo: en todos estos lugares existen mecanismos de control, los cuáles a veces ni percibimos.
Hablando en el caso concreto de la escuela, y en particular de las universidades, al alumno se le habla de democracia y de participación ciudadana. Se le dice qué la solución no debe venir necesariamente de arriba y se le alienta a participar. Sin embargo no conozco ningún alumno al que se le pregunte sobre su horario, sobre sus planes de estudio o sus maestros. No hay un representante de los alumnos, por ejemplo, en la Junta de Gobierno que tomará la decisión sobre el nuevo rector de la Universidad Veracruzana.
Y cuando alguien trata de exigir algún derecho, como los anteriores, lo más fácil es callarlo, aislarlo e ignorarlo: seamos democráticos, pero las instituciones más cercanas a nosotros mantienen el mismo papel autoritario de siempre.
A lo anterior hay que sumarle los crecientes e interminables procesos burocráticos, los mejores aliados de la clase política: siempre habrá una fotocopia faltante que sea capaz de detener el trámite necesario.
La burocracia educativa no se queda atrás, especialmente en la universidad: la designación de profesores, por ejemplo, poco depende del perfil de los mismos o del perfil del grupo (basta un título, de preferencia del extranjero, así sea de dudosa precedencia), sino del número de horas a cumplir, el número de asignaturas disponibles, y por supuesto, de que queden lugares disponibles para aviadores, ahijados y demás.
La transición a la democracia ya ocurrió, se nos dice: la alternancia en Los Pinos en el año 2000 lo prueba. Sin embargo, pocos de estos análisis sobre la “calidad de las democracias” pone un ojo en lo que pasa a nivel inmediato, en la cotidianeidad, en lo que pasa en las instituciones en las que trabajamos o estudiamos diariamente.
El problema no está, como se repite constantemente, en que nuestra cultura política y nuestra voluntad de participar en los asuntos públicos estén por los suelos: el problema es que así es como se nos quiere tener.
Y cuando lo intentamos hacer, se nos castiga. Somos libres de expresar nuestras inconformidades, mientras lo hagamos por lo bajo y sin incomodar a nadie. Somos libres de actuar conforme a lo que pensamos, siempre y cuando no seamos un obstáculo para aquellos que manejan el dinero y el poder, para aquellos que toman las decisiones.
Uno de los grandes engaños: la idea de la individualidad se ha construido para hacernos a todos iguales. Consumiendo lo mismo, comportándonos de la misma manera, aceptando que las cosas son como son sin poder cuestionarlas, y lo más importante: sin poder organizarnos para hacerlo.
Libres pero no tanto. Democráticos, mientras convenga y sin excesos.
Todas las instituciones dentro de un régimen reproducen la forma de organización del mismo: y el nuestro, habrá que reconocerlo, es un régimen autoritario. La familia, la escuela, el trabajo: en todos estos lugares existen mecanismos de control, los cuáles a veces ni percibimos.
Hablando en el caso concreto de la escuela, y en particular de las universidades, al alumno se le habla de democracia y de participación ciudadana. Se le dice qué la solución no debe venir necesariamente de arriba y se le alienta a participar. Sin embargo no conozco ningún alumno al que se le pregunte sobre su horario, sobre sus planes de estudio o sus maestros. No hay un representante de los alumnos, por ejemplo, en la Junta de Gobierno que tomará la decisión sobre el nuevo rector de la Universidad Veracruzana.
Y cuando alguien trata de exigir algún derecho, como los anteriores, lo más fácil es callarlo, aislarlo e ignorarlo: seamos democráticos, pero las instituciones más cercanas a nosotros mantienen el mismo papel autoritario de siempre.
A lo anterior hay que sumarle los crecientes e interminables procesos burocráticos, los mejores aliados de la clase política: siempre habrá una fotocopia faltante que sea capaz de detener el trámite necesario.
La burocracia educativa no se queda atrás, especialmente en la universidad: la designación de profesores, por ejemplo, poco depende del perfil de los mismos o del perfil del grupo (basta un título, de preferencia del extranjero, así sea de dudosa precedencia), sino del número de horas a cumplir, el número de asignaturas disponibles, y por supuesto, de que queden lugares disponibles para aviadores, ahijados y demás.
La transición a la democracia ya ocurrió, se nos dice: la alternancia en Los Pinos en el año 2000 lo prueba. Sin embargo, pocos de estos análisis sobre la “calidad de las democracias” pone un ojo en lo que pasa a nivel inmediato, en la cotidianeidad, en lo que pasa en las instituciones en las que trabajamos o estudiamos diariamente.
El problema no está, como se repite constantemente, en que nuestra cultura política y nuestra voluntad de participar en los asuntos públicos estén por los suelos: el problema es que así es como se nos quiere tener.
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