La atención de la prensa internacional está orientada monocordemente hacia la crisis que envuelve a Venezuela. Los foros que atienden asuntos de seguridad, incluso esos que pretendidamente se ubican en el “progresismo”, de igual forma se adhieren al recital y no quitan el dedo del renglón venezolano, hurgando obsesivamente en las texturas de un chavismo convaleciente la fuente de todos los males nacionales, destacadamente la ruina económica y la inseguridad pública. Nadie objeta la crisis de Venezuela. Ni las flagrantes erratas de una dirigencia inhábil para sortear el descrédito. Sin embargo, llama la atención que en este sonoro vendaval de condenas “bienintencionadas”, pocos espacios internacionales censuren o profieran críticas tan enfáticas con relación a la situación mexicana, que no es menos alarmante que la de otros países en descomposición.
Las cifras de la crisis nacional dan cuenta de una tragedia humanitaria, y no de un mero problema de inseguridad. Ninguna prensa latinoamericana reporta tantos horrores cotidianos como la prensa mexicana. En México la portada de un diario consiste en titulares humanamente inenarrables: “cientos de cadáveres en fosa clandestina”; “asesinan a otra periodista”; “asola crimen al país”; “decenas de jóvenes levantados”; “se multiplican las desapariciones forzadas”; “padres de familia identifican restos de hijos desaparecidos”; “plagios asesinatos y narcotráfico”; “encuentran cuerpos en descomposición de migrantes centroamericanos, todos presentan huellas de tortura”; “hallan cuerpos calcinados en carretera federal”; “trifulca en la cárcel deja medio centenar de muertos”; “secuestran, matan e incineran a jóvenes estudiantes” etc.
Este infierno no es un accidente. Es un escenario cuidadosamente concertado, cobijado por el manto de impunidad que priva en el país, consecuencia de un sistema impermeable a las demandas sociales y que admite la presencia de un puñado de centros de autoridad en control, señaladamente el Estado y las aglomeraciones de poder privado. La población civil sufre un destierro político en su propio suelo, condenado a seguir el acontecer nacional en calidad de espectador domesticado, criminalizado o victimizado.
Pero en este departamento la comunidad internacional no se rasga las vestiduras. México no es Venezuela. Allá la crisis de desabasto si amerita cobertura mediática a gran escala. Acá el baño de sangre es sólo meritorio de una nota al pie de un diario internacional.
El orden (barbárico) nacional se sostiene firmemente, con el aval solícito de los actores políticos globales. Los contenidos neurálgicos de la política doméstica progresan; no importa que ese “progreso” se afirme inflexiblemente en beneficio de ciertos grupos de poder y en detrimento de la generalidad de la población, con la acomodaticia mirada de los mismos emisarios alarmistas que derraman lágrimas de cocodrilo cuando el país en cuestión es Venezuela.
En México el estado de terror no interfiere con la agenda del poder: al contrario, cultiva las condiciones que permiten su dominio. No es fortuito que en este contexto repunten la inflación, el desempleo, la devaluación monetaria, y las grandes fortunas prosperen a ritmo acelerado.
México es una tragedia humanitaria. Pero el problema no es de seguridad: es un asunto de ejercicio de poder. En relación con Venezuela, los detractores nacionales e internacionales no tienen reparos para señalar esa correlación. En México la tragedia marcha fantasmalmente: es un fenómeno desprendido de su momento constitutivo.
México es una tragedia humanitaria sin relato o explicación. Es un imperativo ciudadano urdir esa explicación.
La “verdad histórica” no es una prerrogativa del poder: es una disputa política.
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