La persistencia de un
ambiente permeado por la violencia y la brutalidad, como consecuencia de una
política de estado que se hace de la vista gorda frente al crimen organizado para
mantener el poder, ha demostrado tener consecuencias en la vida cotidiana de
millones de personas. La impunidad sistemática ha colocado al crimen organizado
y sus prácticas como actor privilegiado, lo cual ha permeado en el estilo de
gobierno, en las dinámicas partidistas, en el estilo de hacer negocios y hasta
en las aspiraciones de vida de sectores acomodados de la sociedad nacional.
Si por un momento pensamos
que el narcotráfico sólo cooptaba a los sectores marginales de la sociedad
-esos jóvenes sin ninguna oportunidad ni futuro, hundidos en la pobreza y la
exclusión social- para ofrecerles un destello de esperanza aunque sea a costa
de la vida y sufrimiento de los otros, el error está a la vista. Los Porkis en
Veracruz demuestran que los sectores acomodados, sobre todo su juventud, no son
ajenos a la fascinación ejercida por el estilo de vida narco.
El que un grupo de
jóvenes sin problemas económicos adopten sin rubor las maneras de apropiarse de
lo que se les antoje, sin parar en mientes sobre el daño causado, es un síntoma
claro de cómo el narcotráfico influye en los estilos de vida adoptados por un
importante sector de la sociedad mexicana. Al hablar de estilo de vida, se
rebasa por mucho el simple consumo de la narcocultura, expresada en canciones,
formas de vestir y de consumir, de hablar y sentir; nos remite a la manera de
concebir la vida, de asumir valores y principios en un contexto que premia la
mentira y reprime la verdad, que glorifica la violencia.
En este sentido, Los
Porkis asumen la violencia como un estilo de vida, como una estética que le da
un sentido a sus acciones, encaminadas no solamente a proveerse de placer sino
de hacerlo de manera violenta, humillando y despreciando al otro para
convertirlo en objeto negado de valor humano y potenciando así la ilusión del
poder. No se trata de seducir sino de violar, de someter para experimentar el
perverso placer de tener en tus manos la vida ajena sin consecuencias.
Resulta evidente que
las oligarquías de este país experimentan una suerte de embriaguez colectiva ante
la capacidad para mantenerse en la impunidad, pero eso no podría explicar por
sí mismo el hecho de que Los Porkis existan en cada rincón del país, no sólo en
Veracruz. ¿Cuántas de las violaciones, feminicidios y desapariciones son
cometidas por miembros de éstas oligarquías como deporte, sin fines de lucro?
¿Cuántas para presumirlas en las redes sociales sin temor a ser castigados? La
descomposición de las relaciones sociales está sin duda alineada a la
transformación del modelo de acumulación pero a ello habrá que agregar esta
fascinación por la barbarie, materializada en la apología del delito y el
narcotráfico.
La responsabilidad
del caso Porkis reside así no sólo en la pobreza moral de los jóvenes
corrompidos por la impunidad y la riqueza sino sobre todo del clima de
impunidad y omisión sistemática de las obligaciones del estado para mantener la
paz social. Al encontrarnos con que la inmensa mayoría de los crímenes no son
perseguidos, y cuando lo son no necesariamente se logra hacer justicia, se está
en realidad enviando un mensaje muy claro a la sociedad: todo vale, mientras
tengan el poder para evitar consecuencias. Y esta responsabilidad es compartida
por empresarios de todo tipo, políticos y funcionarios, obispos y banqueros,
que sin mirar para atrás van dejando una estela de crímenes impunes que, al
mismo tiempo, refuerzan su prestigio frente a los demás.
Sin negar la
responsabilidad de la sociedad en su conjunto, la responsabilidad mayor es de
los que desde el poder niegan una y otra vez la crisis humanitaria en la que
vivimos. Por ellos, la violencia y la descomposición social gozan de buena
salud y no se ve para cuando termine. El efecto Porkis existe gracias a esa
política de estado –tributaria de la acumulación por desposesión- que glorifica
por un lado la violencia por la violencia, el robo y la mentira, mientras por
el otro nos procura convencer siempre que puede que vivimos en una democracia
sólida y respetuosa de los derechos humanos.
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