Lo que mal empieza mal acaba. No nos referimos al año que está próximo a culminar. Tampoco a las profecías apocalípticas que presuntamente se avecinan. Qué bien que pudiéramos ocuparnos de amenas trivialidades. En este caso, fatal e infausto caso, el ciclo al que aludimos no corresponde a ningún calendario religioso: más bien a ciclos regidos por la profana historia política del México simbólicamente descolonizado. Nótese que se advierte una independencia sólo simbólica: ancestral problema irresuelto que condena al fracaso los ciclos del país. La sangre es y ha sido el abono para la fecundación (anti)nacional. En este país todos los caminos llevan al mismo desenlace: muerte, exterminio, violencia. O para ser más precisos: es la frustración de los caminos soberanos lo que conduce al sempiterno atolladero.
La revolución mexicana no fue un proceso de ruptura en sentido estricto, o un revulsivo a la evolución humana del mexicano. El signo de la continuidad es su más fiel prefiguración. Sólo se suplió la figura del autócrata por la del “partido”; las exiguas conquistas de los vencidos transitaron de una negación de jure a una negación de facto. Más tarde, luego de un proceso paulatino, las escasas benevolencias constitucionales se “reformaron” (léase: abolieron) con el visto bueno de la naciente partidocracia.
En lo esencial nunca cambió nada. La economía, persistentemente sujeta a los caprichos de la metrópoli en turno, jamás ha mostrado una vocación siquiera mínimamente patrimonial. En lo cultural, México –particularmente élites e ideólogos– siempre ha deseado emular formas, ideas y patrones de existencia extraños. Empero, únicamente se emulan las cuestiones superficiales, nunca los contenidos profundos y valiosos. De Francia se replica el gusto aristocrático, no la tenacidad política o la vocación de resistencia ciudadanas. De Estados Unidos se imita las prácticas de derroche, el frívolo consumismo: en México, la reducida clase media, se ha vuelto consumidora exquisita, gourmet, cosmopolita; pero en el terreno laboral, a cada atropello gubernamental, la gente responde con indiferencia, no pocas veces con furiosa repulsa a los reclamos del trabajador. Y el pueblo mexicano, esto es, la vasta mayoría, conserva de los españoles especialmente esa religiosidad desesperanzada, laxa e indulgente: el catolicismo.
Recuérdese que el ciclo referido empezó con la muerte –asesinatos políticos– de Zapata, Flores Magón y Francisco Villa. Y naturalmente acabo mal: con un estamento político con marcada disposición corruptiva, antisocial (léase: Partido de Acción Nacional).
Casi 100 años después, el país se debate, de nueva cuenta, entre el ser y el no ser nacional. Podríamos establecer el 2006 como una fecha que inaugura un antes y un después. Allí arranca un ciclo, a primera vista sólo sexenal, pero cuyo largoplacismo inadvertido es crucial. En ese año se termina de configurar un modo de gobernar cimentado en la negación categórica de lo nacional. El despliegue de las fuerzas castrenses (ejército, marina), con la excusa oficial de “restablecer condiciones de seguridad”, es una forma de colonialismo “inteligente”: a saber, se asesina a veces selectiva, a veces indiscriminadamente a la ciudadanía, se militariza al país alegando un interés nacional, evitando así los costos políticos que acarrea un gobierno cívico-militar, y se entrega la soberanía a una metrópoli ávida de recursos a la que las autoridades nacionales no sólo rinden pleitesía: además le abren la puerta para que extiendan sus inversiones, aquí sí, “sin regateos”.
El sexenio de Calderón empezó con sangre; y tristemente acabará con más sangre. Sólo una acción social con visos milenaristas conseguiría interrumpir el desarrollo de un ciclo cuyo virtual desenlace se antoja insalvable, máxime si se considera los antecedentes de su fase originaria. La lucha contra la presunta “lucha contra el crimen” y sus ejecutores institucionales, es una lucha contra el ancestral problema nacional irresuelto: el no ser.
El fin también puede ser un comienzo.
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