No son pocos los que cándidamente conciben el virtual regreso del PRI al poder como el retorno del autoritarismo ciego al país. Si bien las prácticas autoritarias son un gesto inequívoco del priismo, aquí el error de percepción radica en imputarle al partido tricolor el signo del autoritarismo como una característica privativa, esto es, que no comparten las otras asociaciones partidarias. El sostén ideológico –exculpatorio– de las últimas dos administraciones federales (panistas) se nutre de esta soberbia falacia. Sin distingo de colores y/o idearios falsamente enarbolados, los gobiernos del país –aquí también, sin distingo de jurisdicción: federal, estatal, municipal– invariablemente ejercen el poder con un acento especialmente autoritario. Y es que este aspecto de coerción despótica reside en un ámbito más hondo, inapreciable para el ojo acrítico. Los partidos simplemente constituyen una extensión, un apéndice, de la estructura autoritaria que nos rige: el estado. No es gratuito que la teoría política se muestre particularmente seducida por los teoremas apologéticos del estado. En el terreno teórico, el estado se define como un mal necesario, un monstruo cuya –válgase la redundancia– monstruosidad (el Leviatán de Hobbes) ha de sustraer la violencia congénita del individuo común para acapararla, centralizarla, en nombre del bienestar común. Esta disertación supone dos premisas tácitas, a nuestro juicio, marcadamente espurias: uno, que el hombre es “naturalmente” propenso al ejercicio de la violencia, y dos, que la configuración de un monstruo aún más violento es el único recurso para dar viabilidad a la vida en común. En todo caso, dotando teórica e ideológicamente al hombre de una violencia cuasi indómita, se ha conseguido justificar la existencia de una maquinaria política –el estado–, aquí sí naturalmente, proclive al despotismo.
La historia del estado moderno es la historia de un cleptómano sigiloso. El estado ha robado, gradualmente, el poder del pueblo (por “pueblo” entiéndase toda persona que no tiene control sobre el timón de los asuntos públicos). En el presente, la decisiones en materia de política se toman en privado (de ahí la expresión “secreto de Estado” o “información confidencial”), y las figuras del “referéndum” o “consulta popular” existen sólo en la más grisácea de la teorías. Y allí donde casi milagrosamente se consigue un sufragio exhaustivo y franco, el estado manipula la intención de voto con el uso de dispositivos mediáticos. En economía, todas las disposiciones se acuerdan en los consejos administrativos de los conglomerados empresariales, con la venia de las autoridades políticas, y la insistente omisión de las demandas sociales. Y cuando los circuitos de coacción jurídica no bastan para amainar reclamos colectivos, el estado (“el más frío de los monstruos fríos” –Nietzsche) acude a la agresión, a la violencia sistemática, a la eliminación física de la desobediencia civil.
El reciente asesinato de Nepomuceno Moreno y Trinidad de la Cruz Crisóforo, ambos integrantes del MPJD (Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad), y de dos estudiantes normalistas en Guerrero (Gabriel Echeverría y Jorge Alexis Herrera), desvela, escandalosamente, la vocación natural del estado: el autoritarismo, la negación del consenso con base en el disenso (premisa elemental de cualquier organización justa), el ejercicio dictatorial.
Rojos, azules o amarillos, todos los colores partidarios prefiguran una sola cosa: la conservación del autoritarismo. La “transición democrática” (sofisma expiatorio) devino ferocidad autoritaria. Se transitó de un autoritarismo consensual a un autoritarismo tiránico. Y a esto, PAN, PRI y PRD, le llaman “democracia”. Felipe Calderón no escatima autoelogios: “plantamos la semilla de una nueva patria democrática, ordenada y generosa”
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