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La historia del estado moderno es la historia de un cleptómano sigiloso. El estado ha robado, gradualmente, el poder del pueblo (por “pueblo” entiéndase toda persona que no tiene control sobre el timón de los asuntos públicos). En el presente, la decisiones en materia de política se toman en privado (de ahí la expresión “secreto de Estado” o “información confidencial”), y las figuras del “referéndum” o “consulta popular” existen sólo en la más grisácea de la teorías. Y allí donde casi milagrosamente se consigue un sufragio exhaustivo y franco, el estado manipula la intención de voto con el uso de dispositivos mediáticos. En economía, todas las disposiciones se acuerdan en los consejos administrativos de los conglomerados empresariales, con la venia de las autoridades políticas, y la insistente omisión de las demandas sociales. Y cuando los circuitos de coacción jurídica no bastan para amainar reclamos colectivos, el estado (“el más frío de los monstruos fríos” –Nietzsche) acude a la agresión, a la violencia sistemática, a la eliminación física de la desobediencia civil.
El reciente asesinato de Nepomuceno Moreno y Trinidad de la Cruz Crisóforo, ambos integrantes del MPJD (Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad), y de dos estudiantes normalistas en Guerrero (Gabriel Echeverría y Jorge Alexis Herrera), desvela, escandalosamente, la vocación natural del estado: el autoritarismo, la negación del consenso con base en el disenso (premisa elemental de cualquier organización justa), el ejercicio dictatorial.
Rojos, azules o amarillos, todos los colores partidarios prefiguran una sola cosa: la conservación del autoritarismo. La “transición democrática” (sofisma expiatorio) devino ferocidad autoritaria. Se transitó de un autoritarismo consensual a un autoritarismo tiránico. Y a esto, PAN, PRI y PRD, le llaman “democracia”. Felipe Calderón no escatima autoelogios: “plantamos la semilla de una nueva patria democrática, ordenada y generosa”
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