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La abdicación del Monarca,
designando a su hijo Felipe como su sucesor en la posición de Jefe del Estado,
ha generado toda una serie de eventos predecibles. Entre ellos, el más
llamativo e importante es la respuesta unánime del establishment español, definiendo
como tal al entrelazado de poderes que dominan los sectores financieros y
económicos del país, los políticos que gobiernan el Estado, y los ideológicos y
mediáticos que promueven los valores que lo sustentan, desde la Iglesia a los
medios de información y persuasión. Este establishment se ha movilizado en
bloque para expresar su agradecimiento al Monarca por habernos traído la
democracia, tras una Transición que definen como modélica, añadiendo un elogio,
igualmente unánime, hacia el que será nuevo Rey de España, Felipe VI, al que
consideran como una figura perfecta para tutelar los cambios que consideran
necesarios para asegurar la permanencia de este establishment en el poder.
Contradiciendo la narrativa de su discurso oficial -según la cual el Rey es una
mera figura simbólica-, esta estructura de poder pide al nuevo Rey que dirija
los nuevos cambios que el país (es decir, sus intereses particulares) necesita,
tal como hizo el que hoy abdica durante la Transición. La gran portada del
principal rotativo de España, El País, así lo exigía, en su titular “El Rey abdica para
impulsar las reformas que pide el país”, añadiendo, por si alguien no lo
interpretaba bien, que el Príncipe de Asturias tiene la madurez necesaria para
asumir esa responsabilidad. El País, hoy dirigido por una persona claramente de
derechas (ver mi artículo “El sesgo profundamente derechista de Antonio Caño,
el nuevo director de El País”, Público, 24.02.14), habla cada vez más claro y
transparente en nombre de este establishment. Que conste, pues, que tal
establishment nunca vio al Rey como una mera figura simbólica, sino como un
garante de su poder.
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